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más cosmopolita. Joe y Nina dieron vuelta definitivamente la página de sus orígenes y, vestidos con bellos atuendos, frecuentaban las veladas mundanas, se entusiasmaban con los caballos e iban a las carreras. Nina jugaba en Belmont y Joe era un inveterado apostador. La vida era hermosa, por fin tenía Truman padres presentes, aun cuando, en muchos sentidos, otra vez parecía estar de más en esa pareja simbiótica que adoraba la vida agitada. A veces pensaba en Alabama con nostalgia, superponiendo sin cesar dos visiones:

      En el campo, la primavera es la época de los pequeños acontecimientos que llegan en silencio: brotan los jacintos, los sauces arden de pronto con un fuego verde escarchado, el crepúsculo se demora en largas veladas y la lluvia de medianoche abre las lilas. Pero en la ciudad, suenan los organillos y el aire se llena de olores que ya no son disipados por los vientos invernales. Las ventanas cerradas durante mucho tiempo empiezan a abrirse y las conversaciones franquean los límites de las habitaciones, chocan con el tintineo de las campanillas de los vendedores ambulantes. Es la loca estación de los globos y los patines con rueditas. (“El halcón decapitado”, en Un árbol de noche).

      Truman dividía su tiempo entre dos lugares que amaba: Nueva York durante el año escolar y el Sur en las vacaciones. Lejos de allí, en París, el año 1933 estuvo marcado por la publica­ción de La gata de Colette, a quien Truman conocería años más tarde en la casa de la escritora, en su cuarto que daba a los jardines del Palais-Royal, mientras André Malraux publicaba su famoso prefacio al Santuario de Faulkner. Este y Capote se harían amigos: dos escritores del Sur que tenían el mismo editor, Random House. El Sur era una felicidad simple y campestre, alterada por un episodio aterrador, que volvió a la memoria de Capote al recordar su infancia: la mordedura de una víbora, que le causó un profundo impacto y lo obligó a faltar a la escuela durante dos meses. Lo relató en “Vueltas nocturnas. Experiencias sexuales de dos hermanos siameses” (Música para camaleones):

      Cuando tenía nueve años, me mordió una serpiente mocasín de agua. Había salido a explorar con algunos primos un bosque perdido a más de diez kilómetros de la pequeña ciudad rural de Alabama, donde vivíamos. Por ese bosque corría un pequeño río transparente. Un grueso tronco caído lo atravesaba como un puente. Mis primos corrían de una orilla a otra sobre el tronco haciendo equilibrio. Pero yo decidí vadear el río. Cuando estaba por llegar a la orilla opuesta, vi una enorme serpiente mocasín de agua que nadaba, ondulando en la superficie del agua. Se me secó la boca y quedé paralizado, entumecido, como si me hubieran inyectado novocaína en todo el cuerpo. La serpiente seguía deslizándose, venía directamente hacia mí. Cuando estaba a pocos centímetros, giré bruscamente y resbalé sobre un lecho de piedras lisas del fondo del río. La serpiente me mordió en la rodilla. Gran agitación.

      A la descripción del pavor del niño, a quien sus primos llevaron corriendo sobre sus hombros, se agregan las observaciones sobre la vida en el campo: en las granjas solitarias del Sur, todos sabían que en casos de urgencia había que trasladarse de inmediato en una carreta y que el remedio contra la mordedura de una serpiente venenosa consistía en aplicar filetes de pollo sobre la herida. La granjera y los primos lo hicieron rápidamente en el lugar, y durante el lento y caótico trayecto hasta la ciudad. Luego telefonearon a un hospital de Montgomery, que estaba a ciento cincuenta kilómetros: el médico llegó horas más tarde, con un suero, para atender al niño, que se encontraba en mal estado. Truman se recuperó, pero las serpientes siguieron presentes en su vida, como una especie de obsesión.

      El joven Truman empezó sus clases en Trinity School con retraso, aprendió latín, y obtuvo excelentes resultados en primer año, aunque luego decaería. Pero sus redacciones eran publicadas en el diario de la escuela y eso era para él lo más importante. Cada vez se parecía más a su madre: la misma piel suave, el mismo cabello dorado, la misma morfología. La parte superior del cuerpo bastante delgada, y las caderas y las piernas, sólidas. Tenían la misma boca, la frente alta y despejada, una mirada de porcelana. El 11 de julio de 1934, se produjo un giro fundamental en su vida: Joseph García Capote entregó en el tribunal de primera instancia de Manhattan la solicitud de adopción de Truman. La audiencia de adopción en el tribunal de tutela se realizó el 28 septiembre y el fallo se emitió el 14 de febrero de 1935: a partir de ese momento, Joe Capote fue su padre legal. Truman Streckfus Persons se convirtió en Truman García Capote. Tomó distancia de su padre biológico: ahora lo llamaba Persons. Evidentemente, los mismos argumentos de antes –estafas, períodos en prisión, reincidencias– habían jugado en contra de este hombre. Pero la última crueldad provino del propio Truman, que le envió a Arch un duro mensaje: “Te agradecería que solo me llamaras Truman Capote, ya que todo el mundo me conoce ahora con ese nombre”.

      El Truman de esa época tenía el corazón dividido: había nacido Persons y se convirtió en Capote. Y acababa de repudiar a su padre con una insigne crueldad, por inconsciencia o venganza: ahora ya no importaba. ¿Acaso no había cambiado su madre su nombre y su apellido para empezar de nuevo? Truman amaba a las jóvenes brillantes y se enamoraría perdidamente de muchachos hermosos. Del mismo modo, continuaba profundamente apegado a Alabama, pero seguía deslumbrado con Nueva York. Las veladas musicales sobre el Misisipi aún resonaban en su memoria, soñaba con tocar la guitarra y cantar en los night-clubs. Ahorró para comprar una guitarra, tomó clases todo el invierno, pero se aburrió rápidamente con los ejercicios de principiante, aunque tenía mucha paciencia con sus galimatías literarios, y terminó dándole su guitarra, que se convertiría en el accesorio de muchos de sus personajes de ficción, a un desconocido en una estación de autobús. Los encuentros breves, en tránsito, el azar: eso era Truman Capote.

      En realidad, no andaba bien: en la casa se mostraba inestable y de noche era sonámbulo. Su madre, preocupada, le pidió a un profesor que lo acompañara hasta la casa después de las clases. Truman sufrió manoseos: el profesor abusaba de la situación al regresar del colegio. Esos trayectos parecían salidos del relato de Tennessee Williams “Los misterios del Joy Rio”, en el que el hombre y el muchacho se desabotonan furtivamente en la galería oscura de un viejo cine. Todo estaba mal. Ansiosa por tener un hijo con Joe Capote, Nina se disponía a abandonar nuevamente a Truman. En efecto, inscribió al frágil adolescente en una nueva escuela episcopal, una rígida escuela militar en Ossining, en una aldea que quedaba a cuarenta y cinco kilómetros de Manhattan: la St. John’s Military Academy. Aunque era cierto que esas escuelas militares del valle del Hudson formarían a todos los hijos varones de los ricos de Nueva York, para Truman, que partió hacia allí con entusiasmo, significó una debacle. Se decepcionó de inmediato: detestaba los dormitorios comunes y el ambiente viril y brutal. Sus compañeros se burlaban de su acento sureño, de su voz aguda, de su baja estatura, se reían de sus modales graciosos. La intolerancia era atroz. Truman se sentía hostigado y pronto fue sexualmente explotado por los adultos. Quería evadirse. Le escribió a Louis Armstrong, que era famoso en Harlem, para pedirle un trabajo en el Cotton Club, pero fue en vano. Y para colmo de males, su madre solo lo visitó dos veces y se negó a retirarlo del internado durante el año escolar. Lloraba, odiaba la escuela, echaba de menos Alabama, ya idealizada en la vena bucólica como un mundo pastoral, lleno de dulzura y poesía. Mientras experimentaba ese horrible sentimiento de abandono, lo inscribieron una vez más en Trinity School, en el otoño de 1937, para su gran alivio. Durante esos años conflictivos, jamás dejó de escribir:

      Mis tareas literarias ocupaban todo mi tiempo: el aprendizaje en el altar de la técnica, de la destreza, las diabólicas complejidades de separar los párrafos, la puntuación, el lugar del diálogo. Sin hablar del plan general, del gran arco exigente que va del medio al comienzo y al final. Hay que aprender tanto, y de tantas fuentes: no solo de los libros, sino de la música, de la pintura y hasta de la simple observación diaria.

      De hecho, mis textos más interesantes de aquellos días fueron simples observaciones diarias que anotaba en mi diario. Descripciones de un vecino. Largas transcripciones de conversaciones que oía. Habladurías locales. Una especie de crónica, un estilo de “ver” y “oír” que más tarde influyó seriamente en mí, aunque en esa época no era consciente de ello, porque todos mis escritos “terminados”, los que pulía y mecanografiaba cuidadosamente, pertenecían más o menos a la ficción. (Prefacio a Música para camaleones).

      En 1939, los Capote se mudaron de Manhattan

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