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ese fondo púrpura se intercalaban otras dos líneas, verdes en este caso: “New writing by” y la mención “Including Handcarved Coffins”. Como se sabe que Truman Capote siempre supervisaba, con un cuidado casi maniático, los bocetos de los títulos y las tapas de sus libros, debe destacarse la elegancia gráfica y la parte de sofisticación que puso en esta edición. En la contratapa, en gruesas letras negras sobre fondo gris, título y autor en una línea, y debajo, el nombre de la importante editorial, Random House, en pequeños caracteres verdes. Debajo de la sobrecubierta coloreada, la discreta tapa con las iniciales T. C. grabadas en letras plateadas: dos letras, de un centímetro de alto, separadas por un sobrio motivo heráldico.

      En la voluptuosidad del elegante objeto se reconocía a Capote, que en ese momento firmaba su precioso libro de las horas. Estaba allí, sentado, vestido con un traje beige, un sombrero de ala ancha y su bufanda roja que llegaba hasta el piso. De vez en cuando, dejaba su lapicera y se masajeaba la muñeca dolorida y luego volvía a firmar, sin poner dedicatorias. Era 1980, tenía cincuenta y seis años, el semblante pálido y se inclinaba hacia un costado para firmar, simplemente con su nombre y apellido, en silencio, con tinta azul, en correspondencia con sus ojos claros, que levantaba para mirar a la persona que tenía adelante. Agradecía, y todo se desarrollaba con tacto y deferencia. Gracias a Música para camaleones, volvió a la literatura de ficción, a la imaginación brillante de los textos cortos en los que siempre se había destacado y que fueron publicados, durante su juventud, por las mejores revistas. Recuperó, además, el registro del refinamiento para relatar las formas de las desilusiones. Era mi turno: su rostro se iluminó con una expresión de afecto al oír nombrar a Francia, se detuvo, se distendió con un aire feliz y cómplice, hizo el ademán de dar un abrazo y firmó, sin poner el lugar ni la fecha, sin florituras, en medio de la primera página en blanco:

      T R u m an C ap o t e

En estado puro: la inocencia perturbada

      “El Pequeño T.”

      Los primeros años

      El pequeño Truman llegó al mundo en Nueva Orleans: su padre había alquilado una suite en el hotel Monteleone y se aseguró de contar con uno de los mejores obstetras de la ciudad, el doctor King. Todo estaba dispuesto: las tías maternas se sentían felices de estar en el centro de la ciudad, cerca del bonito Barrio Francés, favorito de los jóvenes y los artistas. Fueron a acompañar a la parturienta Lillie Mae, que no había deseado a ese niño –incluso estuvo a punto de interrumpir su embarazo– y debió renunciar contra su voluntad a sus clases en la Escuela de Comercio de Selma. El 30 de septiembre de 1924, Arch Persons, acompañado por su cuñado Seabon, partió con su esposa en taxi hacia la clínica Touro y el niño nació alrededor de las tres de la tarde. Su padre quería un varón y allí estaba: Arch se sintió orgulloso. ¿Qué nombre elegir? Dudó: Thomas, tal vez, pues lo pensaba desde hacía algún tiempo. Finalmente sería Truman, en señal de amistad por su viejo compañero de la escuela militar, y Streckfus, en homenaje a una familia de Nueva Orleans con la que hacía negocios. Con esas sentimentales referencias paternas, el niño quedaba atado a sus vínculos locales: Truman Streckfus Persons, un chiquillo del Sur. También del lado de su madre, el pequeño provenía de una familia arraigada desde hacía mucho tiempo en la región: los Faulk, una familia muy unida y respetada que había trabajado duro en el campo tras la Guerra de Secesión. El clan “sudista” estaba allí para recibirlo.

      Su joven padre, Julien Archulus Persons, llamado Arch, era un hombre cálido, activo, conversador, que soñaba con hacer grandes negocios y seducía a las mujeres a pesar de sus escasos cabellos rubios y sus gafas de gruesos vidrios. Tenía veintisiete años. Todo había empezado el año anterior, cuando conoció en Troy, Alabama, a una joven muy bonita, interesante, con ojos de color avellana y cabellera dorada, que en ese momento era alumna interna en una escuela de maestras. Mantuvieron correspondencia durante toda la primavera de 1923, porque Arch se había ido a Colorado en busca de una aventura lucrativa. Al regresar, fue rápidamente a Monroeville, pequeña ciudad de Alabama en medio de campos de algodón, con su gran plaza bordeada de robles, donde la gente se detenía en el verano para escapar un poco a las nubes de polvo. Monroeville, 31,31 grados norte, 87,20 grados oeste, lejos de las rutas, lejos de todo, a mitad de camino entre Mobile y Montgomery, ambas a unos ciento veinte kilómetros. Allí fue a buscar a Lillie Mae, de diecisiete años, y se casaron el 23 de agosto de 1923. La joven desposada era una mujer-niña, que volvió demasiado pronto de la ciudad, donde había iniciado sus estudios. Como era huérfana, había sido adoptada por sus tres tías solteronas Faulk, que vivían con su hermano, también soltero. La mayor, Jennie, una mujer de negocios, fue la tutora de Lillie Mae. Hacía mucho calor en el verano del sur, y la recepción de la boda tuvo lugar en la frescura de la bella casa familiar, en la avenida de Alabama, decorada para la ocasión por sus primas con helechos gigantescos y flores. La vecina tocó el piano, el pastor bautista pronunció las palabras rituales y todos saborearon juntos el gran pastel de casamiento. Para emprender el viaje de bodas a la costa, tuvieron que ir hasta la estación de Atmore, a unos sesenta kilómetros, a tomar el tren de la línea Louisville-Nashville.

      Sin embargo, la luna de miel se interrumpió bruscamente, por falta de dinero y no por falta de amor, y tras una semana decepcionante en un hotel modesto de Gulfport en Misisipi, la joven pareja pasó algunos días en Nueva Orleans a pesar de sus bolsillos vacíos. Luego, Arch puso a su esposa en el tren que iba a Atmore, de donde habían partido, porque, según dijo, tenía que seguir viaje solo, para firmar un importante contrato. Cinco semanas más tarde, cuando fue a buscar a su mujer, Jennie había abierto los ojos y discutieron: ella le pidió a Arch que se fuera a dormir a un hotel. Para Lillie Mae, más que una desilusión, fue un desastre. Había querido casarse con un hombre rico para huir de su familia. Se había deslumbrado ante los hermosos autos de Arch, un Packard y un LaSalle, en los que este circulaba suntuosamente cuando tenía dinero. Había rechazado a pretendientes locales. Ella, que tenía ambiciones y sabía que era la muchacha más linda del condado de Monroe, volvía a su pueblo en una posición desventajosa, casada con un hombre que no valía demasiado. Ella, que siempre había soñado con las grandes ciudades, Nueva Orleans, San Luis, donde ahora el hijo del lugar, Scott Fitzgerald, era recibido como un héroe, y hasta había pensado en Nueva York, estaba de regreso en su punto de partida: el Sur profundo.

      Y ahora Lillie Mae tenía un hijo, justamente ella, que seguiría siendo toda su vida una adolescente dispuesta a aturdirse de placeres. Era la época de las flappers, esas jóvenes modernas que se cortaban el pelo como varones, imponían modas y votaban desde 1920 gracias a la 19ª enmienda. El año del nacimiento de Truman, 1924, era también el de Marlon Brando, nacido en Omaha, Nebraska, cinco meses antes: él seguiría a su contemporáneo en el teatro en Nueva York, y más tarde en un rodaje en Kyoto. El pequeño Truman, que nació también en el año de aparición del primer Manifiesto del surrealismo, se ubicó en el intersticio entre Cocteau y Fitzgerald, entre Thomas el impostor y El gran Gatsby. El niño se convertiría luego, precisamente, en un auténtico hechicero, un pope de las letras y de las fiestas suntuosas.

      Por el momento, Lillie Mae se ocupaba del bebé y estaba más tranquila porque su hombre se había establecido: pasó el otoño y el invierno con ella en Nueva Orleans. Era un excelente comerciante, uno de esos viajantes de comercio que contribuyeron al dinamismo de los Estados Unidos a comienzos de los años veinte. Trabajaba con los barcos de la flota del Misisipi, organizando las escalas y las excursiones de los pequeños cruceros fluviales de la compañía Streckfus, que realizaban muchos viajes de bodas. Para él, era también una oportunidad de divertirse bailando alocadamente el bunny hug, una “danza negra”, según decían, y de beber alcohol prohibido. Su jefe, el capitán Verne Streckfus, estaba tan satisfecho con él que el folleto publicitario presentaba a Arch como “el Príncipe Azul de la compañía”, magnífico con su traje de lino blanco. Tenía dos meses de vacaciones por año, durante los cuales se dedicaba a buscar la gallina de los huevos de oro, convirtiéndose según las circunstancias en agente o empresario, un día para combates de boxeo, al día siguiente para espectáculos con un faquir. Arch siempre tenía algún truco para hacer dinero, y llegó a organizar un espectáculo consistente en fingir enterrar a un hombre vivo, en el patio de la escuela de Monroeville: un experimento de feria

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