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       Para Jules

      Una firma

      Sus íntimos lo llamaban “T.”, afectuosamente “el pequeño T.”, sus amigos, “True Heart” –corazón sincero–, a veces firmaba “Tru”. Jugaba con su nombre. Se convirtió en el “Capitán Truman” en el barco de vapor de ruedas del Misisipi. Disfrazaba su nombre: era “Truman Kaputt” cuando lloraba y “Namurt Etopac” cuando se reía. Lo hacía según el público, según las circunstancias. Actor consumado, escribió todos sus papeles y los interpretó, aunque quiso ser bailarín de tap y luego cantante de night-club, pero sobre todo, escritor. En cada oportunidad, era como un seudónimo o un nombre artístico. Él, el camaleón Truman Capote, era todo eso al mismo tiempo y su firma valía oro.

      Repartía firmas por todos lados. En 1964, fue arrestado por conducir en estado de ebriedad en las primeras horas de la maña­na, cerca de su pequeña casa de la playa en Sagaponack. Lo encerraron en una celda de desintoxicación. Cuando la esposa del sheriff se enteró, lo visitó y le preguntó si aceptaría que fueran a verlo sus amigas con sus álbumes de autógrafos. Capote aceptó: pronto llegó una cohorte de personas del lugar con sus preciosos cuadernos de nombres coleccionados y él los firmó todos. Era un indicio de su notoriedad local en ese pequeño territorio situado al sur de Long Island, y también de su popularidad general en otras partes del país, ya que sus libros eran muy leídos por el gran público norteamericano. A propósito de los pedidos de autógrafos, Sartre decía con cierta crueldad: “Existe un malentendido cuando las personas se dirigen al escritor. Este cree que les interesa su trabajo, cuando en realidad solo quieren su firma”. Pero esta afirmación ignora a la gran cantidad de lectores de la prosa de Capote, una prosa que quedó en las memorias con sus imágenes insólitas, sus asombrosos hallazgos y sus personajes cincelados. Imposible olvidar, en efecto, a la elegante martiniquesa de pálida tez de ron de Música para camaleones, contando historias con el perfume del ajenjo, martillando el piano para que los camaleones de color verde, escarlata y lavanda se reunieran como una partitura de música mozartiana escrita en el piso. Imposible olvidar la poética evocación del Misisipi nocturno en el que se esfumaban los barcos rodeados de nieve con sus contornos atenuados. Del mismo modo, ¿cómo no guardar en la memoria los crímenes y la pequeña caja de cartón con su ataúd en miniatura cerrado de Féretros tallados a mano o el autorretrato como hermano siamés y a Marilyn, la “adorable criatura”, con los cabellos suavemente desordenados, en Staten Island, dándoles de comer a las gaviotas? Siempre recordaremos esos personajes conmovedores y frágiles, esas atmósferas que tienen la poesía de las estampas o la dureza de la hoja de una espada. Imposible no cruzarse con Audrey Hepburn, con su ajustado vestido negro, su enorme collar de perlas, rodete alto y larga boquilla, que parece salir del afiche del film Desayuno en Tiffany’s. Con sus libros que siguen alineados hoy en grandes cantidades en los estantes de literatura de las librerías, Truman Capote se convirtió en un familiar.

      Capote, un hombre amante de los cócteles, las serpientes y los fuegos artificiales sobre el Gran Canal de Venecia, era él mismo un cóctel: probablemente un manhattan –vermut blanco, whisky–, un ángel blanco –mitad gin, mitad vodka–, o un daiquiri del bar del Ritz –ron, jugo de limón, azúcar blanca–. Durante la investigación para la novela-testimonio A sangre fría, llegó a la casa de sus anfitriones de Kansas con una botella de whisky J&B bajo el brazo y siempre con el oído atento. Ese eterno invitado era un gran oído que captaba los secretos de los asesinatos y las alcobas, de las mucamas y los magnates. Un dandy que deslumbraba por su talento de narrador y por su indumentaria: traje de terciopelo negro o frac en el Plaza, capa de gabardina en Brooklyn, traje de marino en Roma, piyama oscuro estilo vietcong y sombrero claro, chilaba blanca y sombrero negro en Long Island. Así, vestido de blanco y negro, como en el famoso baile que ofreció en el Plaza de Manhattan en 1966, era un hombre de marcados contrastes, al que le encantaban las mezclas tóxicas.

      Siempre de blanco y negro, Capote angelical y un prodigio al comienzo de su carrera, proclive a la melancolía cuando ya no sentía deseos de arder en la hoguera de las vanidades, al mismo tiempo mundano y viajero nómada, ¿quién era? Un fabuloso escritor de la década del cincuenta a la del ochenta. Truman Capote deslumbraba, Truman Capote intrigaba, Truman Capote sorprendía. Se lo comparó con Jean Cocteau y también se dijo que era el Elvis Presley de las letras norteamericanas. ¿Cómo imaginar semejante diferencia? Un escandaloso tardío, un ambicioso que hacía fuego con toda clase de maderas, un bufón de los poderosos que lo alimentaron durante veinte años. En la cima de la gloria y del dinero, con el éxito mundial de A sangre fría y de la película tomada de esa novela, cambió de línea, abandonó la vibración gótica y el lirismo de sus historias de Alabama para dedicarse al reportaje. Y cuando se interesó por los retratos, hizo retratos de estrellas, por supuesto, al igual que sus amigos, los grandes fotógrafos del siglo: Richard Avedon, Cecil Beaton o Andy Warhol. Era un inmenso honor ser fotografiado, serigrafiado, descripto por esos grandes maestros de la imagen y la prosa. A Liz, Marilyn, Bogie, Armstrong, todos personajes representativos de una época, él los frecuentaba, participaba de sus festines.

      El 21 de agosto de 1980, día de autógrafos en la librería Brentano del 586 de la Quinta Avenida, Truman Capote compartió cartel con el actor Sidney Poitier. Él firmaba la colección de relatos Música para camaleones, que se vendía a 11,83 dólares. Se organizaron dos filas, una para Poitier y la otra para Capote: dos estrellas casi de la misma edad, que habían conquistado al público por su talento fuera de lo común. Aparentemente, eran distintos en todo: el color de la piel, la altura, la orientación sexual. Pero se parecían en la fama: Sidney Poitier, primer negro en recibir un premio Oscar; Truman Capote, primer escritor que convirtió un crimen en un objeto de arte. Ambos se mantenían en el primer plano desde hacía mucho tiempo, famosos antes de los treinta años: uno había recibido el premio al “mejor actor” en 1963 y el otro fue consagrado como niño prodigio de la literatura. Sus fotos habían dado la vuelta al mundo, ambos captaron el espíritu de su tiempo y llevaron a la sociedad a hacerse preguntas: el primero, sobre la discriminación racial y el segundo, sobre la homosexualidad y la pena de muerte. En el fondo, los dos eran monstruos sagrados en estado puro.

      Los anglosajones son un ejemplo en el arte de esperar en la fila: no se adelantan ni empujan. La librería había colocado estacas de cobre lustrado y gruesos cordones rojos para ordenar a las multitudes. Había mucho sol en la acera que daba al este. Se iniciaron conversaciones. En la fila de Capote, citaban Desayuno en Tiffany’s y A sangre fría; en la de Poitier, ¿Sabes quién viene a cenar? y Al maestro con cariño. Después de pasar la puerta de entrada, la frescura del aire acondicionado fue un alivio y la gente calculaba la distancia que le faltaba recorrer para llegar hasta el escritor o el actor, en los meandros formados entre las grandes mesas de exposición. Había libros en pilas, en filas, en bloques, de todos los colores, que destilaban la voluptuosidad de estar en el interior de un inmenso cofre de tesoros, en el umbral de una fabulosa promesa. La fila de Poitier se orientaba hacia el norte y la de Capote, hacia el sur. Se impuso el silencio, se instaló la espera: aún no se veía la mesa de las firmas; todavía, no.

      Libros con tapa dura y gruesa de tela negra, que apenas asomaba bajo la sobrecubierta violeta y brillante con cuatro líneas, en las que se leía “Music for Chameleons”

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