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sombría irisación, que tenía replegadas como las alas membranosas del murciélago; y antes de que la fórmula cabalística terminase, alzó el vuelo rápidamente y se perdió en el aire.

      —No he visto en los días de la vida animal más bien mandado —observó Gabriel un tanto sorprendido—. ¿Obedecen así los demás bicharracos?

      —¿Los demás? ¡Buena gana! Si fuese una avispa y le clavase el aguijón… ya vería si obedecen o no.

      —¿De modo que los bichos más dañinos son las avispas?

      —¡Uy!, otros son peores. Hay los de cuatro patas… Raposos y lobos; allá en lo más alto de la sierra, jabalíes; la marta, que se come las gallinas; el miñato, que mata las palomas… Pero a mí esos animales fieros no me dan cuidado ninguno; me gustaría ir con los cazadores cuando dan la batida a los lobos, que debe ser precioso; pero a lo que tengo miedo es a… los perros rabiosos, en este tiempo del año. Dice que cuando muerden, para que uno no se muera, hay que quemarle con un hierro ardiendo el sitio donde dejan la baba… ¡ih, ih, ihhh! (Manolita se estremeció, subiendo los hombros como si tuviese frío.)

      —¡Qué nerviosa es! —pensó para sí Gabriel, el cual, en medio de la embriaguez que le producía el ver a la niña tan domesticada ya y entretenida en tan familiar y afectuosa plática, no dejaba de estudiarla, recordando que tenía que hacer con ella oficio de padre, de maestro, y aun quizás de médico; tierno protectorado, acaso lo más dulce y atractivo de la obra de caridad que su corazón emprendía—. Al mismo tiempo —calculó mirando la coloración trigueña, encendida y melada del rostro de su sobrina— hay sangre, generosa, rica y roja… Me gusta que tenga nervios: ¡por el camino de los nervios se puede conseguir tanto de la mujer!

      Aún charlaron algo más antes de volver a los Pazos a la hora de la comida. Al atravesar el bosque, pudo ver el comandante que los nervios de su sobrina se estaban quietos en ocasiones que alborotarían los de una señorita cortesana. Allá, en lo más oscuro y enmarañado del bosque, notó Gabriel un roce entre las hojas, algo parecido al cimbrear de una vara verde; y al punto mismo vio pasar a dos dedos de sí, con el espinazo arqueado y enhiesto, arrastrado el pecho, la plana cabeza erguida, una gruesa culebra, distinguiendo la blancura azulada de su vientre. Sería como la muñeca de un niño, y mediría de largo vara y media. Gabriel se quedó fascinado, sintiendo el frío que causa la presencia de los reptiles. Manolita en cambio se bajó, y escudriñando entre las hojas caídas y la maleza, blandió triunfalmente un objeto amarillento, larguirucho, diáfano, que parecía hecho de papel de seda untado con aceite, por encima imbricado de escamas, por debajo plegado en pliegues horizontales; un andrajo orgánico, que aún parecía conservar la flexible curvatura del tronco que momentos antes revestía.

      —¡La camisa de la culebra! —gritaba entusiasmada Manola—. ¡La ha soltado ahí la bribonaza! ¡Vestido nuevo, que estamos en tiempo de feria! ¡Ah maldita! ¡Si yo tuviese una piedra con que esmagarte los sesos!… Mire, mire, mire —exclamó metiéndosela a Gabriel casi por los ojos—: mire la hechura de cabeza, mire la boca, mire los ojos… ¡cómo se conocen los ojos!

      —¿La llevas? —preguntó Gabriel viendo que se la enrollaba a la muñeca.

      —¡Toma! Para enseñársela a Perucho.

       Capítulo 17

      Después de comer, transcurrida la hora sagrada de la siesta, Gabriel sintió otra vez llamar a su puerta, no con los nudillos y desdeñosamente como por la mañana, sino con el batir imperioso de una manecita que manifiesta cierta cordialidad y deseo de ver pronto a la persona que busca. Saltó el comandante del canapé en que se había recostado, más a leer que a dormir. Como todo hombre de hábitos intelectuales, Gabriel, al llegar a los Pazos, había buscado algún alimento del alma, alguna lectura: el obsequioso Gallo le había ofrecido sus periódicos (el señor los leía también al día siguiente); pero Gabriel, recordando haber visto por la mañana en el archivo un armario—estantería donde encima de las oscuras encuadernaciones de antiguos libros relucía algún filete de oro, se fue allá terminada la comida. Al abrir las hojas forradas, en vez de vidrios, de rejilla de alambre, salió una tufarada de moho, de polvo, de humedad; cenicientas polillas huyeron despavoridas de su refugio predilecto. No se arredró: fue sacando volúmenes. Cada libro que abría era un depósito de larvas, una red de túneles abiertos por el diente del insecto bibliófilo: y el cadáver del siglo XVIII se alzaba de su sepulcro, todo comido de gusanos: allí estaban, calados y alicatados por la polilla con mil pintorescos dibujos, La Enriqueida, El Contrato Social, la Moral universal, las Confesiones, la Nueva Heloísa: y también las novelas del género sentimental interminable; Clara Harlowe, Pamela Andrews, a las cuales las ratas, por no ser menos que los bichos, habían roído los cantos y puesto como una sierra el borde de las hojas. Lo único que encontró Gabriel en mediano estado fueron las obras de Feijóo y Sarmiento, unos tomos del Viajero universal y un ejemplar de los Nombres de Cristo, así como la traducción del Cantar de los cantares, también del Maestro León. Llevose para su cuarto lo más aceptable, y recordando sus aficiones filosóficas, se hundió en las luminosas simas platónicas de los Nombres. Pero entre su vista y la hoja de grueso papel en que el tiempo había derramado un baño de ámbar, se interponían dos ojos serenos y ariscos, ojos de novilla virgen, que miraban con despego primero y con pensativa curiosidad después. ¡Qué aprisa soltó el libro al oír llamar!

      —¿Está cansado? Si no, es hora de ir saliendo.

      —¿Adónde?

      —Por ahí. ¿No dijo que quería… ?

      —Sí, chiquilla; contigo, al fin del mundo.

      Ella se encogió de hombros, respuesta que tenía preparada para cuanto le sonaba a galante broma: pero ya sin el enfado rabiosillo de por la mañana.

      Al salir a campo abierto, sobrecogió a Gabriel el ardor sofocante del día. El aire era fuego, fuego fluido que envolvía el cuerpo, penetraba en el cerebro, derretía los sesos y causaba la sensación de hallarse metido en una zanja, rodeado de hogueras. La naturaleza, abrumada por aquella temperatura canicular, yacía inmóvil: no corría brisa alguna. Manuela sin embargo andaba ligera, en términos que a su tío siempre le costaba trabajo seguirla. Tomaron un sendero oculto días antes por el movible mar de oro del trigo: pero ya la vega había ido despojándose del manto de seda amarilla, y la vista no se recreaba al contemplar, desde los oteros, las anchas alfombras, tan alegres, que parecían un pedazo de luz solar: ahora se veía la desnudez de la tierra, la negrura de los surcos, invadidos por el estéril helecho, y sobre los cuales yacían los haces en desorden como muertos después de la batalla; entre las cortadas espigas doblaban la cabeza moribundas las amapolas de tafetán con corazón de terciopelo negro, las nevadas mejoranas, los cardos, las alfalfas y tréboles, toda la flora que se cobija a la sombra de la mies y vive por ella sola. Aún queda otra cosecha, en verano, otra planta tierna y verde que esparce su polen fecundante por el aire encendido: es el maíz, el maíz susurrón y melancólico, nunca saciado de agua; la cosecha del otoño gallego. Manuela fijó los ojos en la cortiña segada.

      —Después de que siegan ya parece que se escapa el verano— pronunció con cierta pesadumbre, pensando en alto, pues el verano era para ella la época suspirada, la época en que su compañero, su amigo de toda la vida, regresaba de Orense, y corrían y se solazaban juntos. Gabriel no comprendió el pesar de la montañesa: creyó que pensaba en el trigo no más, y miró a su vez los surcos. Empezaba a considerar con simpatía, aunque por reflejo, aquella cosa vasta y vaga, el campo, mas no se le ocultaba que la veía al través de Manuela, con ese interés que inspiran las cosas que son el ambiente y el marco de la persona querida.

      —¿Se puede saber a dónde me lleva su alteza la infanta? —preguntó cuando cruzaron el barbecho y fueron bajando a una pequeña hondonada en que crecían hasta una docena de olmos muy bajos.

      —Vamos a la represa del molino… le enseñaré cómo muele… porque si subiese por la montaña, se moriría con el calor que hace…

      —No, mujer… ¿por quién me tomas?, tú crees que yo soy una damita… Verás cómo no me canso, por muy largo

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