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en quien latía la inclinación más irresistible al fausto y esplendor, y que procuraba deslumbrar al huésped con la vajilla y con cuanto pudiese.

      Cuando después de reposar la cena fumando un par de cigarrillos, pedía Gabriel a don Pedro una entrevista confidencial para el día siguiente, retirábase el Gallo a sus habitaciones en compañía de su mujer, la cual acababa de disponer todo lo necesario al alojamiento del huésped. Nada menos que a sus habitaciones que eran en la planta baja, muy apañadas y cucas, con divisiones nuevecitas de barrotillo y enlucido de yeso. Todo lo que antes fue madriguera del zorro Primitivo, lo había convertido el presuntuoso Gallo en corral digno de sus espolones y fachenda. Y cuanto tenían de destartalados y tristes los aposentos de arriba, que habitaba el señor, otro tanto de cómodos y alegres los de abajo, el nido que se labraba el mayordomo. Llenitas como un huevo, nada faltaba en ellas: ni los cómodos armarios recién pintados, ni las útiles perchas, ni las sillas y sofá de yute, ni el espejo grande en la salita, ni las fotografías harto ridículas, en sus marcos dorados, ni cromos de frailes y majas, ni muñequitos de porcelana tocando el violín, ni calendario americano, ni, en suma, ninguno de los objetos que componen el falso bienestar y el lujo de similor que hoy penetra hasta en las aldeas. La cama de matrimonio era negra maqueada, es decir, con unos pecaminosos medallones dorados y unas inicuas guirnaldas de rosas; a cada viaje que el Gallo hacía a Orense, se le acrecentaba el deseo de trocarla por una dorada enteramente, lo cual era a sus ojos el colmo de la ostentación y sibaritismo humano; pero un vago recelo de lo que podría decir la gente envidiosa y chismosa, le contenía siempre, reduciendo su vehemente capricho al estado de sueño, de aspiración imposible, y por lo mismo más seductora.

      Las pollitas, o sean las hijas del Gallo, de siete y nueve años de edad, dormían ya como sardina en banasta en una misma cama, la una en posición natural, la otra con los pies hacia la cabecera; dormían con los ojos colorados y los carrillos hechos un tomate de tanto becerrear y llorar, porque querían ir a la era, a oír tocar la pandereta y cantar la encomienda; pero su padre, que profesaba las más severas ideas respecto al decoro de las señoritas, no se lo había permitido. Sabel empezaba a soltarse los cordones de las innumerables sayas que vestía según la costumbre aldeana: y el Gallo, sentado en una butaca, al lado de una mesa que sustentaba la lámpara de petróleo (una lámpara nada menos que de imitación de porcelana japonesa) tomó el periódico que a la sazón recibía, y era si no mienten las crónicas El Globo, y comenzó a chapucear sueltos, asombrándose mucho del calor que hacía en Nueva York, y exclamando:

      —¡Ave María de gracia!… ¡Dice que están a noventa… y cin… y cin… co farengues… (95º Fahrenheit se cree que sería), y trin… trienta y ci… cinco y ciento gra… dos! (35º centígrados, supongo que rezaría la hoja.) Mujer… ¡qué pasmo!

      Sabel, que se acostaba entonces, respondió con una especie de complaciente gruñido, estirándose gustosa entre las sábanas, pues sin saber cuántos farengues de calor se gastaban por allí, sabía que había sudado el quilo el día entero. Y con ese género de gruñidos salía del apuro siempre que su consorte se empeñaba en enseñarle el santito, el grabado, o mejor dicho el borrosísimo cliché del periódico, para hacerle admirar cuatro chafarrinones y media docena de rayas en que una fantasía ardiente podía reconocer, ya una Aldea rusa a orillas del Volga, ya la Vista de Constantinopla tomada desde el Bósforo, con otros primores artísticos de la misma laya. Aquella noche, después de pagar el imprescindible tributo a la política exterior y al movimiento europeo, ambos cónyuges, después de apagar el quinqué soplando fuertemente en la boca del tubo, entre el silencio y la oscuridad y el bienestar del lecho, que refuerza muchísimo la potencia discursiva, se echaron a indagar, comunicándose sus reflexiones, qué demonios sería aquella venida del señorito don Gabriel.

       Capítulo 15

      La primer noche de los Pazos fue para Gabriel Pardo noche de fiebre. Fiebre de impaciencia, fiebre de cólera, fiebre de recuerdos, de esperanzas, de curiosidad, de indefinible y hondo temor, y además… ¿por qué negarlo?, ¿por qué dudarlo?, ¡fiebre amorosa!

      ¡Amorosa! ¡Una niña a quien había visto un cuarto de hora, que le había dicho buenas tardes por junto y enseguida a recoger gavillas de centeno sin mirarle más a la cara! ¡Una niña cuyos rasgos fisiognómicos le sería imposible recordar con exactitud!

      —No soy yo quien se enamora, es mi imaginación condenada —pensaba el comandante—. Parezco un cadete. Pero es que en esa chiquilla he cifrado yo muchas cosas. La familia pasada y la futura, mi mamita y mi hogar, mis ya casi desvanecidas memorias de cariño y mis justas aspiraciones a los afectos santos que todo hombre tiene derecho a poseer. Por eso me ha entrado así, tan fuerte.

      Cabalmente le habían dado el cuarto de su mamita, ¡el cuarto en que había muerto! Él no lo sabía. Por una especie de convenio tácito consigo mismo, y a fuer de persona recta, le repugnaba hacer ninguna pregunta hostil o desagradable en una casa adonde venía en son de paz; así es que no había querido ni enterarse de cuál era el cuarto. Se lo dieron porque, arreglado poco antes de la boda, se encontraba más presentable que el resto de la desmantelada huronera, tan invadida por las aficiones agrícolas del dueño, que en algún salón la cosecha de maíz sobrante se amontonaba a ambos lados en rimero de oro. Allí la cama barroca, con su dorado copete figurando el sol; allí el biombo con inverosímiles pinturas de casas y árboles; allí todavía el canapé de estilo Imperio en que se reclinaba la enferma, la honda ventana junto a la cual se sentaba a leer en un sillón de gutapercha ya descascarado; sobre la cabecera estampas de su devoción, un rosario de azabache con engarce de plata… todo había sido conservado allí, no por respeto ni por ternura, sino por la indiferencia de la vida campesina, por el tamaño del gran caserón, donde se pasaba un año sin que fuesen visitados algunos aposentos.

      Gabriel velaba revolviéndose en la cama, escuchando el silencio, ese silencio campesino en que vibran siempre ladridos de canes vigilantes, murmullos de agua y brisa, coros de ranas, y antes de la aurora, gemir de carros, y a la aurora, dianas de gallos de sangre ligera. Calculaba qué línea de conducta le convendría adoptar al día siguiente, al fin optó por la más leal. Hablaría con el hidalgo francamente, se lo diría todo, obraría de —acuerdo con él y previo su consentimiento. Y si le negaba autorización para hacerse querer de la niña… bien, entonces le asistiría el derecho de tomársela.

      Llegó al cabo el amanecer y sucediole a Gabriel lo que a todos los que se pasan la noche en blanco suspirando por el día: que se quedó profunda e invenciblemente dormido. El marqués de Ulloa, inveterado madrugador gracias a sus hábitos de caza y siesta, vino con impertinente celo a despertar a su cuñado, aguijoneándole ya la curiosidad de saber el objeto de la venida del comandante. Gabriel fue llamado al mundo real cuando más a su sabor se encontraba en el de las quimeras. Propuso el marqués, a guisa de armisticio, que la conversación fuese de cama a butaca, pero Gabriel rechazó las sábanas, y empezó a vestirse y lavarse en un aguamanil tan chico como incómodo, con dos toallas no mayores que pañuelos de narices. Convinieron en que la entrevista se celebraría dentro de media hora en el despacho y archivo del marqués de Ulloa —archivo que ya volvía a encontrarse punto más punto menos, en su prístino estado, antes de arreglarlo cierto capellán.

      El artillero acudió puntualmente, y sin saber cómo, el diálogo que Gabriel se había propuesto que fuese sumamente correcto y formal, tomó en seguida giro humorístico, descarado y hostil por ambas partes. —Me dejas pasmado. —No sé por qué. —Pero, vamos claros: ¿tú tienes gana de broma? —Nada de eso: con nadie, y menos contigo. —¿En qué quedamos; me pides o no a Manolita? —No te la pido; lo que hago es advertirte que voy a intentar tomarla, porque me parece desleal proceder de otra manera: al fin eres su padre. —¿Tomarla? ¿Cómo se entiende eso de tomarla? —¿Cómo se entiende? No como lo entiendes tú, sino de otro modo: y para explicártelo mejor, voy a ver si logro que la chica me quiera, y entonces… entonces sí que te la pido. —Sólo faltaba que tampoco me la pidieras entonces. —Pues bien mirado, si ella quiere darse, es cuando menos falta me hace que me la des tú; pero… yo soy así. —Tú eres por lo visto una buena pieza. —Nada de eso; al contrario, por sencillez y por honradez te cuento a ti todo esto. —Pero… ¿estará decente que andes tú

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