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no diferencia las verdes de las maduras?

      —No… Sé un poco amable. Ayúdame.

      Con el ceño fruncido, el ademán entre hosco y burlón, la chica alargó los dedos, bajó una rama, fue tentando ciruelas… y en un abrir y cerrar de ojos, dejó caer una docena, como la pura miel, amarillas por la cara que miraba al sol y reventadas ya de tan dulces, en el pañuelo limpio, marcado con elegante cifra, que Gabriel tenía cogido por las puntas.

      —Mil gracias… Ahora…

      —¿Ahora qué?

      —Cómete tú una primero, para que me sepan mejor las demás.

       —No me da la gana… Estoy harta de ciruelas.

      —Pues dispensa… Una más o menos, no te produciría indigestión, y al comerla, cumplirías un deber.

      —¿De qué? —preguntó ella fijando con dureza en Gabriel sus ojos ariscos.

      —El deber de las señoritas, que es hacerse agradables y simpáticas a todo el mundo, y con mayor razón a los huéspedes que tienen en casa, y todavía más si son sus tíos y vienen a verlas.

      Una ojeada más fiera que las anteriores fue la respuesta de Manolita, que echó a andar apretando el paso, tanto que a Gabriel le costaba trabajo seguirla.

      —Chica, chica… —gritó—. Mira que he trepado por los vericuetos de las Provincias, pero tú eres un gamo… Aguarda un poco.

      Parose la muchacha, y agarrándose al tronco de un peral, y estribando en la pierna izquierda, con la punta del pie derecho describía semicírculos sobre la hierba. Al alcanzarla su tío, no dijo palabra; suspiró con resignación, y siguió andando con menos ímpetu, pero sin hacer caso del forastero.

      Dejado atrás el huerto, pisaron la linde del bosque, alfombrada por las panojas amarillentas de la flor del castaño, que empezaba a desprenderse aquellos días y había impregnado el aire de un olorcillo que sin ser embriagador perfume, tiene algo de silvestre, de fresco, de forestal, de húmedo y refrigerante, por decirlo así, encantador para los que han nacido o vivido largo tiempo en la región gallega. No pecaba el soto de intrincado; como más próximo a la casa, había sido plantado con cierto orden y simetría, y los troncos de sus magníficos árboles formaban calles en todas direcciones, aunque los obstruyese la maleza, dejando sólo relativamente limpia la del centro, atajo que solían tomar los peatones que descendían de la montaña, para llegar a los Pazos más pronto. El ramaje era tan tupido y formaba tan espesa bóveda, que sólo casualmente le atravesaba la claridad solar, engalanándolo con una estrella de oro de visos irisados, trémula sobre la cortina verde. Manolita andaba y andaba, pero más despacio ya, con el involuntario recogimiento que produce la frescura y la oscuridad de un bosque. Gabriel emparejó con ella, y señalándole el repuesto y solitario lugar y la mullida hierba, le dijo:

      —¿Vamos a sentarnos un poco? Esto está envidiable.

      —Bien —contestó lacónicamente la muchacha, siempre con la misma agrazón en el acento y el gesto; y se tumbó como de mala gana en el blando tapiz.

       Capítulo 16

      —¡Cortezuda es la pobrecilla! —pensaba Gabriel mientras su sobrina callaba arrancando uno tras otro los pétalos de una flor silvestre. La flor, que era una margarita, le contestó —mucho— pero la muchacha, que nada tenía de romántica, no le había preguntado cosa alguna.

      —Manuela (esto ya iba dicho en voz alta y con dulzura y ansiedad) dispénsame que te haga una pregunta. ¿Estás así, incomodada y de mal humor, por culpa mía, por tener que acompañarme? Mira, dímelo francamente, porque… no tendrá nada de particular, ¿sabes? Lo que se dice nada. Un pariente forastero que llega ayer, llovido del cielo; a quien tú no has visto jamás ni probablemente oído nombrar dos veces en toda tu vida; que no conoce tus gustos y costumbres, ni tú las de él… más viejo… mucho más viejo que tú; y que va tu padre y te manda que… lo acompañes, ¿no es eso? Hija, comprendo, comprendo perfectamente que reniegues de mí.

      Manuela bajó los ojos, que tenía clavados en el ondeante pabellón de las ramas, y miró a su tío primero con cierta sorpresa, después con atención. Gabriel, habiéndose quitado los quevedos, concentraba en sus expresivas pupilas toda la vida de su espíritu.

      —Como lo comprendo, no pienses que me he de enfadar contigo… Lo que te dije antes, cuando te pedí que comieses las ciruelas, fue pura broma. Yo no me enfado por sentimientos naturales y cosas propias de la edad; además, nada que venga de ti puede enfadarme, niña. Tú puedes hacer de mí lo que quieras.

      —¿Por qué? —preguntó la montañesa, cuya negra pupila se dilató de asombro.

      —Porque eres un ángel, y los ángeles no ofenden a nadie… y porque aunque fueses un diablillo, yo… te querría, ¿sabes? Lo mismo que te quiero… con toda el alma… ¡con toda el alma!

      Fue dicha la frase con tan sabrosa mezcla de calor y galantería, de ternura paternal y fuego profano, que Manuela se sintió poco a poco enrojecer desde la punta de la barbilla hasta la raíz del cabello, y su infalible instinto femenil le dijo que había allí algo inusitado, algo distinto de lo que podía decir un tío a una sobrina en el fondo de un bosque. Y otra vez se juntaron sus cejas, y su boca de finos labios adquirió expresión severísima.

      —Tu madre —añadió Gabriel como para atemperar el encendimiento de sus palabras— fue mi hermana del corazón, y he conservado de ella tal memoria, que sólo por ser tú hija suya, besaría la tierra que pisas… ¿te ríes, chiquilla? Pues verás como lo hago, ahora mismo.

      Y sin más preliminares, Gabriel, que estaba recostado un poco más abajo que la niña, se volvió, llegó el rostro a las hierbas en que el pie de esta reposaba, y aplicoles un sonoro beso.

      La gravedad de la montañesa se disipó como el humo. Ver a aquel señor, tan elegante, tan fino, tan formal, que aunque no era precisamente viejo, parecía «persona de respeto», y que sin más ni más besuqueaba el suelo delante de ella, le arrancó una viva y sonora carcajada. Gabriel le hizo coro.

      —¡Gracias a Dios que te veo reír! —dijo al disiparse el primer alborozo—. ¡Gracias a Dios! Todo lo que sea no estar con aquella cara de juez de antes, me gusta. A tu edad se debe reír… es lo natural. ¡Qué contento me da verte así! Sobrina mía… te declaro solemnemente que eres muy bonita cuando te ríes. (Ya lo sabía la niña, y aunque montañesa, no ignoraba que al reír se le ahondaba un par de graciosos hoyos en las mejillas y se lucían sus dientes, que en lo blancos y parejos afrentaban a los piñones). Por lo demás —siguió Gabriel— a mí, como te quiero, me pareces siempre muy linda… Sí, sobrinita. Antes de verte ya me gustabas…

      —¿Antes de verme? —interrogó la chiquilla con serenidad burlona, enjugándose con las yemas de los dedos lágrimas de risa.

      —Antes. ¿De qué te pasmas? ¿Te acuerdas tú de tu mamá?

      —No… ¡Era yo tan cativa cuando se murió la pobre!

      —¿Y cómo te la figuras tú? ¿Fea o bonita?

      —¡Qué pregunta! Ya se sabe que bonita.

      —Pues… lo mismo me pasaba a mí contigo antes de verte. Ea: ¿están hechas las paces? ¿Somos amigos?

      —Sí señor —respondió Manuela entornando los párpados.

      —¿No estás disgustada por tener que acompañarme?

      —No señor…

      —Sí señor, no señor… ¡Ay, ay, ay! ¡Qué sonsonete! Mira que si me enfado… te hago reír otra vez. Ya que no quieres tutearme… al menos, no me digas señor: dime Gabriel, que es mi nombre.

      —¿Tío Gabriel?

      —Bueno, tío Gabriel, sí así te parece que te podrás ir acostumbrando a llamarme Gabriel a secas. Y ahora, que ya estamos con más confianza

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