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a la gente que bajaba del sobrado: era de los que llaman malteses, fondo blanco, manchas anaranjadas y negras distribuidas con la graciosa disimetría que embellece la piel del tigre. Manuela se inquietó al ver al pequeñuelo rubio descender solito por la escalera sin balaústre; la abuela se encogió de hombros: ¡bah!, a los chiquillos los guarda el diablo; ¿pues no se había quedado un día colgado del primer escalón, sosteniéndose con las uñas y berreando hasta que lo fueron a coger? Esa clase de hierba nunca muere… Que pasasen, que verían su bolla… Entraron en la cocina, que cogía a la derecha tanto trecho como los establos y el sobrado: recibía luz por la puerta de la división de tablas, que comunicaba con el corredor, y una poca más se colaba libremente por el techado a tejavana; es verdad que también la iluminaban los hilos de brasa de unos tallos o troncos menudos que ardían en el hogar. Encendió la vieja un fósforo, y enseñó orgullosamente un magnífico pan, una soberbia torta de brona, color de castaña madura, bien redonda, bien cocida, bien combada hacia el medio, bien cruzada de rayas formando un enrejado romboidal. Alumbró después con su fósforo las profundidades del horno, cuya boca guarnecían ascuas inflamadas, y allá en el fondo se vieron tres o cuatro torterones enormes, que acababan de cocerse. En el hogar resonaba un coro de grillos, muy bien afinado; un concierto misterioso, que sin lastimar el oído, vencía la tristeza del silencio. La vieja partió la torta, y alargó un pedazo a Gabriel y otro a Manolita, rogándoles que no la despreciasen, que probasen su pobreza. Hincaron el diente en el pan, de bonísima gana: al partirse el cortezón, descubría una masa amarilla, caliente y sabrosa, que Manuela alabó mucho.

      —Pero, señora Andrea, ¿qué le echa a la brona? Por fuerza esta mujer es meiga, y tiene algún secreto… Si parece bizcocho de Vilamorta.

      —¡Ay mi ama, paloma! Ni siquiera mistura llevó, que se nos acabó el centeno y está el nuevo por majar aún… Cuando lo haya, entonces me ha de venir a probar mi bola…

      —Pues está mucho mejor hecha que la de casa; vaya si está… ¿Le gusta, tío Gabriel?

      —Riquísima… La mejor prueba es que he despachado la mía ya… ¿Me das de la tuya?

      —Tome, tome, señor —murmuró la paisana ofreciendo otro trozo: pero al ver, a la luz del fósforo, el rostro de Gabriel vuelto hacia su sobrina implorando el pedazo que la niña mordía aún, con la rápida intuición y la astuta sagacidad de las gentes del campo, bajó lentamente el brazo y no insistió en el ofrecimiento. Cuando salieron, llamó la atención de Gabriel, enseñándole las puertas de su casa, todas carcomidas.

      —Señor —dijo en tono quejumbroso— ¿y no le ha de decir al señor marqués o al señor Ángel que nos ponga unas puertas nuevas? Estamos sin defensa, señor, sin defensa para el invierno… ¿Si entra gente mala y nos roban nuestra pobreza toda, señor?… Mi ama ¿no lo ha de decir en casa, por el alma de quien la parió, paloma?

      —Calle, calle —respondía Manuela—; que si les hiciesen caso, estaría siempre el carpintero amañándoles algo.

      —Pero mire, santa, mire… —Y la vieja arrancaba con los dedos astillas del podrido maderamen para demostrar la justicia de su pretensión. Los chiquillos, domesticados ya, venían a enredarse entre las piernas: Gabriel hubiera dado dos duros por tener allí uno, en pesetas, y repartirlas a aquella tropa.

      —Os he de traer una cosa… —les dijo besándolos con tanta resolución como su sobrina. El rapaz continuaba con su pucho encasquetado; la abuela se lo derribó, advirtiéndole con la misma severidad de antes:

      —¿No se dice besustélamano? ¿O cómo se dice? —Y arrancando la cobertera de la cabeza de su nieto, la mostró a Gabriel metiendo los cinco dedos por otros tantos agujeros fenomenales: podían creerle que era un sombrero nuevecito, comprado en la última feria de Cebre; pero al enemigo del rapaz, ¿qué se le había ocurrido hacer? Pues con la hoz de segar la hierba, lo había segado, perdonando ustedes… y así estaba ahora, que parecía un Antruejo (Antroido). Con esto, la buena de la vieja acompañó a las visitas hasta el límite de su era, a fin de librarlos del colmilludo mastín, y los despidió con un ¡vayan muy dichosos! que ahogaron los ladridos del vigilante.

      —Vaya, ¿se divirtió? —preguntó Manuela muy risueña al salir.

      —No sabes cuánto, hija. No doy lo que acabo de ver por las más pintadas distracciones que puede ofrecer un pueblo. Chiquilla, no sólo me divierte, sino que me interesa… pero no sabes cómo. ¿No te parece a ti que daría gusto ir entrando así en todas las casas de estas pobres gentes, una por una, y enterarse de lo que necesitan, de lo que quieren, de lo que piensan… ?

      —¡Ay!, son tantas cosas las que necesitan… A mí y a Perucho nos rompen siempre los oídos pidiendo… Que una chaminé porque los mata el humo; que rebaja del arriendo porque la cosecha fue mala; que perdón de la renta de castañas porque no se cogieron… El diablo y su madre. Si uno pudiera… Pero mi padre y Ángel no hacen caso maldito… Son muy pedigüeños; lo que es eso es la pura verdad. Yo… dar… les doy lo que tengo: toda mi ropa vieja… pero es poquita.

      Gabriel Pardo, olvidando ideas humanitarias y fantasías sociológicas, sintió al oír estas frases, que dijo Manolita con acento alegre e indiferente, tiernísima compasión por su sobrina; y la miró de tal manera, que la montañesa volvió el rostro y cogió una rama del espliego que formaba el seto del huerto de la señora Andrea. Gabriel se alegró de la turbación de la niña. Le parecía imposible haberla amansado tanto en tan corto tiempo: indiferente del todo hacía pocas horas en la era, áspera por la mañana, se había ablandado, conversaba familiar e íntimamente con él, se pasaba el día acompañándolo, sin dar muestras de cansancio ni de fastidio; más aún: sentía involuntariamente el poder de aquel afecto nuevo, no se enojaba por miradas claras y expresivas ni por palabras o movimientos afectuosos; era en suma una cera virgen, y Gabriel presentía enajenado los deliciosos relieves que un hombre como él sabría imprimirle. Resolvió no espantar a la cierva, no insinuarse más por no perder las conseguidas ventajas; seguir aprovechándolas, haciéndose simpático, adquiriendo cierto ascendiente sobre Manuela y aguardar un momento favorable.

      Bajaron hacia el fondo del valle, donde debía estar terminándose la faena de la siega. De repente, recordó algo el artillero:

      —Tengo que ver al señor cura… ¿Me llevas allá?

      —Bien… justamente estamos cerquita de la iglesia y de la casa.

       Capítulo 18

      La rectoral de Ulloa, en poder de su actual párroco, era la mansión más apacible y sosegada. El cura vivía con un criado, y no pisaba los aposentos otro pie femenino sino el de las mozuelas que en Pascua florida venían a traer las acostumbradas cestas de huevos, los quesos y los pollos —en cantidad bien escasa, pues el señor abad no exigía, y los labriegos se aprovechaban, contentándole con poco y malo.

      El criado era uno de esos fámulos eclesiásticos que sólo pueden compararse con los asistentes de militares, porque además de una lealtad canina, son seres universales y andróginos, que reúnen todas las buenas cualidades del varón y de la hembra. El del cura de Ulloa podía servir de modelo. Lo poseía por herencia de otro cura del arciprestazgo, a quien Goros —que así se llamaba el sirviente— había cuidado y asistido hasta el último instante en una enfermedad larga y cruel, con tanto esmero como la enfermera más solícita. Al encontrar a Goros, el cura de Ulloa resolvió el problema que él juzgaba más arduo: arreglar la vida práctica sin admitir en casa mujeres. Goros tenía cuidado de levantarse por la mañana muy temprano, y de despertar a su amo, pues según decía él en dialecto, demostrando su pericia en asuntos de la vida eclesiástica, el clérigo y el zorro, si pierden la mañana, lo pierden todo; y cuando el párroco volvía de misar, le aguardaba ya un chocolate hecho al modo conventual, con una onza de cacao mitad caracas y mitad guayaquil, macho y sin espuma, confortativo como él solo. Mientras su amo rezaba, leía o asentaba alguna partida en el registro parroquial, Goros se dedicaba a guisar la comida, no sin haber entregado a medio día la llave de la iglesia al sacristán, para que tocase a las Ave—Marías. A la una, contada por el sol, único reloj de que se servía Goros para

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