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hechas a torno; pero puede campar en cualquier parte… Vaya si puede.

      —Si se parece a Nucha, para mí ha de ser un serafín, don Máximo.

      —Y a usted se parece también, no se ría, señor de Pardo… Ya sabe que a usted lo saqué yo ayer en el coche, por su hermana.

      —Siempre hay eso que se llama aire de familia… Don Máximo, mire usted que aún no he empezado, como quien dice, a preguntar lo que quiero saber. Yo he sido franco con usted, ¿usted lo será conmigo?

      —No faltaba más. Aunque me fuera la vida en responder.

      —Diga usted. Mi cuñado…

       Capítulo 5

      Tan enamorado estaba Juncal de las buenas trazas y discreción de su huésped, que al día siguiente quiso entrarle en persona el chocolate, varios periódicos, un mazo de tolerables regalías y una calderetilla con agua caliente por si acostumbraba afeitarse. No le maravilló poco encontrar a don Gabriel ya en pie, calzado y vestido. ¡Qué madrugador! ¡Y en ayunas! ¿Qué tal el brazo? ¿Preferiría don Gabriel el chocolate en la huerta, debajo de los limoneros? Don Gabriel dijo que sí, que lo prefería.

      Razón llevaba en ello, porque la mañanita estaba fresca, el azahar trascendía a gloria, y sobre la rústica mesilla de piedra encandilaba los ojos y excitaba el paladar la vista de la bandeja con el pocillo de Caracas, la pella de manteca recién batida, que aún rezumaba suero, el vaso de agua serenada en el pozo, el pan de dorada corteza y las lengüetas rubias de los bizcochos finamente espolvoreados de azúcar.

      —Su señora de usted es una gran ama de casa —observó jovialmente don Gabriel al sorber el último residuo del aromático chocolate—. Nos trata a cuerpo de rey. Es increíble el gusto con que se come en el campo, y qué bien sabe todo. Parece que se le quitan a uno diez años de encima.

      Con efecto, fuese por obra del campo o por otras causas, semejaba remozado el huésped de Juncal.

      —¿Usted quiere ir esta tarde a casa del cura de Ulloa, sin falta? ¿No sería mejor descansar otro diita en mi choza?

      —Me urge, amigo Juncal. Pero si usted por esa ojeriza que profesa al clero, no quiere acompañarme… —murmuró don Gabriel risueño, limpiándose los bigotes con encarnizamiento, a fuer de hombre pulcro.

      —¿Quién?, ¿yo?, ¿a casa del cura de Ulloa? ¡Por vida del chápiro verde! Si todos fuesen como ese… me parece que acabaría por volverme beato.

      —No todos pueden ser iguales, señor don Máximo, usted bien lo sabe.

      —Mire usted, natural sería que el clero… Digo, creo que les tocaba dar ejemplo a los demás.

      —El clero es el reflejo de la sociedad en que vivimos. No estamos ahora en los primeros siglos del cristianismo —replicó con cierta malicia discreta don Gabriel mirando a Juncal que echaba lumbres con un eslabón para darle mecha encendida, pues a causa del viento y de las caminatas, el médico había proscrito los fósforos.

      —Ríase usted de cuentos… Bien gordos y repolludos andan los tales parrocetáceos —refunfuñó Máximo empleando el vocabulario peculiar del Motín— a cuenta de nuestra bobería… Más tocino tiene el Arcipreste encima de su alma, que siete puercos cebados.

      —Pues en realidad, la profesión es de las menos lucrativas que hoy se pueden seguir. ¿Por ambición, quién diablos va a hacerse clérigo? Amigo, seamos razonables. Antaño, decir canónigo era decir hombre de vida regalona y riñón cubierto; hogaño el canónigo a quien le alcanza el sueldo para comer principio y llevar manteos decentes, se tiene por dichoso. Un cura de aldea es un pobre de solemnidad: cuando más, llegará a donde llegue un labriego acomodado: a tener la despensa regularmente abastecida; y eso, para un hombre que recibió cierta instrucción y tiene por consecuencia necesidades que no tiene el labriego… ya usted ve… Esto lo sabrá usted mejor que yo, porque hasta ahora mi carrera me mantuvo alejado de Galicia.

      —¿Es usted artillero, señor don Gabriel?

      —Para servir a usted.

      —Por muchísimos años. ¿Grado?

      —Comandante efectivo. Hoy excedente, a petición mía. Convénzase usted: al clero no le podemos exigir tantas cosas.

      —Pero usted también sabe de sobra… ¿porque usted habrá viajado?, ¿eh?

      —Sí, he estado algún tiempo en el extranjero.

      —En otras partes, la ilustración, la moralidad…

      —Moralidad… Sí… Pero el hombre es hombre en todas partes. El clero protestante, en Inglaterra por ejemplo, alardea de muy moral; sólo que un vicario protestante, en resumidas cuentas, es un hombre casado, un empleado con buen sueldo y respetadísimo; ¿qué ha de hacer? ¿Tendría usted disculpa si incurriese en algún desliz, amigo Juncal, con esa bella, complaciente y hacendosa mitad, y esta dorada medianía que goza? Y además toma usted un chocolate… ¡Cuántas veces habrá usted echado en cara a los frailes la afición a chocolatear! ¡Pues lo que es usted… no se descuida!

      Dijo esto don Gabriel golpeando familiarmente en el hombro del médico, porque veía a éste colgado de su boca y oyéndole como a un oráculo, y no quería poner cátedra. Sucedíale a veces avergonzarse del calor que involuntariamente tenían sus palabras al discutir o afirmar, y para disimularlo recurría a la ironía y a la broma. Juncal se extasiaba encontrando tanta sencillez y llaneza en aquel hombre cuya superioridad intelectual, social y hasta psíquica le había subyugado desde el primer instante.

      —Vamos —pensaba para su capote—, que aunque fuese mi hermano no estaría más contento de tenerle aquí. Y todo cuanto dice me convence… No sé disputar con él, ¡qué rábano! —Echose el sombrero atrás con un papirotazo del dedo cordial sobre la yema del pulgar, ademán muy suyo cuando quería explicar detenidamente alguna cosa, y añadió:— Mire usted, así que conozca al cura de Ulloa y le compare con los demás… Se quita la camisa por dársela a los pobres: no alza los ojos del suelo: dicen que hasta trae cilicio… Apenas quiere cobrar a los feligreses ni oblata, ni derechos, ni nada, y su criado (porque ese no entiende de amas ni de bellaquerías) está que trina, como que les falta a veces hasta para arrimar el puchero a la lumbre.

      —Bien, ese ya es un santo —repuso Gabriel—. ¡Si abundase tal género, qué mayor milagro! Pero en general, ¿qué va usted a exigirle, señor don Máximo, a una clase tan mal retribuida? ¿Qué instrucción, dice usted? ¿Sabe usted lo que cuesta la carrera de un seminarista? Una futesa, porque si costase mucho, la Iglesia no podría sostenerlos… ¡Instrucción! ¿Dónde se recluta la clase sacerdotal? Entre los labriegos o los muchachos más pobres de las poblaciones. La clase media, que es la cantera de que se extraen hoy los sabios, buena gana tiene de enviar al seminario sus hijos… Los manda a las universidades, y de allí, si puede, al Parlamento, caminito del Ministerio, o al menos del destino pingüe… En las clases altas, por milagro aparece una vocación al sacerdocio: ¡los tiempos no son de fe! La aristocracia es devota, mas no lo bastante para producir otro duque de Gandía. Y los pocos que se inclinan a la Iglesia, van a las órdenes, en particular a los jesuitas. Así y todo, nuestro episcopado, señor de Juncal, le aseguro a usted que compite con cualquiera de Europa, en luces y en piedad… Y nuestro clero parroquial, aunque algo atrasado y díscolo, posee virtudes y cualidades que no son de despreciar.

      —Es usted… —preguntó Juncal con la cara más afligida del mundo— es usted… neocatólico, por lo visto.

      —No, nada de eso —respondió apaciblemente Gabriel—. Soy, platónicamente hablando, avanzadísimo; tengo ideas mucho más disolventes que las de usted solamente… Pero ¡qué limoneros tan hermosos!

      Tomó una rama y respiró con delicia los cálices blancos, de pétalos duros como la cuajada cera.

      —Estoy encantado con mi tierra, don Máximo… Es de los países más poéticos y hermosos que se pueden soñar. Yo no conocía

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