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que tan voluptuosamente se recrea la pupila; y el amarillo, anaranjado y rojo parecían luz de bengala encendida en el firmamento, círculos concéntricos trazados por un compás celestial con fuego del que abrasa a los serafines, fuego sin llamas, ascuas, ni humo.

      A la vista del hermoso meteoro, aproximose la pareja, según la costumbre inveterada en los que se quieren, de expresarlo todo acercándose.

      —¡El Arco de la Vieja! —exclamó en dialecto la niña, señalando con una mano al horizonte y cogiéndose con la otra a la ropa del muchacho.

      —Nunca vi otro tan claro. Si parece pintado, así Dios me salve. Chica, ¡qué bonito!

      —¡Mira, mira, mira! —chilló ella—. ¡El arco anda!

      —¿Que anda? Tú estás loca… ¡Ay, pues anda y bien que anda!

      El arco se trasladaba en efecto, con dulce e imponente lentitud, de manera teatral. Se vio un instante la cima del Pico recortada sobre el fondo de vivos esmaltes; luego, poco a poco, el arco dejó atrás la montaña y vino a coronar con su curva magnífica la profundidad del valle. Mas ya palidecían sus tintas espléndidas, y se borraban sus líneas brillantes, dejando como un vapor de colores, delicadísimo toque casi fundido ya con el firmamento, casi velado por la humareda de las nubecillas blancas, que vagaban y se deshacían también.

       Capítulo 2

      A caminar por la carretera, fastidiosa de puro cómoda, prefirieron seguir atajos en cuyo conocimiento eran muy duchos, y aun cruzar los sembrados, desiertos a la sazón, pero donde, durante la noche entera y la madrugada, cuadrillas de mujeres habían estado segando el centeno —a las horas de calor no se siega, pues se desgrana la espiga madura—. No se daban mucha priesa, al contrario, tácitamente estaban de acuerdo en no recogerse a techado hasta entrada la noche. Apenas comenzaba a caer la tarde. El campo, fresco y esponjado después de la tormenta y el riego de las nubes, oreado por suave vientecillo, convidaba a gozar de su hermosura: cada flor de trébol, cada manzanilla, cada cardo, se había adornado el seno con un grueso brillante líquido; y grillos y cigarrones, seguros ya de que cesaba el diluvio, se atrevían a rebullirse en los barbechos, sintiendo con deleite la caricia del sol sobre sus zancas ya enjutas.

      Vagaba la pareja sin rumbo cierto, cuando, casi debajo de sus cabezas, en un sendero que se despeñaba hacia el valle, divisaron una figura rara, que se movía despaciosamente. A un mismo tiempo la reconocieron ambos.

      —¡El señor Antón, el algebrista!

      —¡El atador de Boán!

      —¿A dónde irá?

      —Aventuro algo bueno que a casa de la Sabia.

      —¿Quién te lo dijo?

      —Tiene la vaca más vieja muy malita.

      —¿Vamos a ver?

      —Corriente. Hay que bajar por las viñas; si no, es mucha la vuelta.

      —Por las viñas. Ale.

      —Dame la mano.

      —¿Piensas que no sé bajar sola?

      El descenso era casi vertical, y había que escalar paredones y tener cuidado de no desnucarse al sentar el pie sobre los guijarros; pero las cuatro piernas juveniles alcanzaron pronto al estafermo, que caminaba dibujando eses al tropezar en cualquier canto de la senda. Iba el señor Antón en mangas de camisa (por señas que la gastaba de estopa): chaqueta terciada al hombro y un pitillo tras la oreja derecha. Los pantalones pardos lucían un remiendo triangular azul en el lugar por donde más suelen gastarse, y otros dos, haciendo juego con el de las nalgas, en las perneras; de puro cortos, descubrían el hueso del tobillo, cubierto apenas de curtida y momificada piel, y los zapatos torcidos y contraídos como una boca que hace muecas. Fuera del bolsillo interior de la chaqueta asomaba un libro empastado en pergamino, cuyas esquinas habían roído los ratones y cuyas hojas atesoraban grasa suficiente para hacer el caldo una semana.

      Al sentir ruido de gente, volvió el rostro, que lo tenía más arrugado que una pasa, más sequito que un sarmiento, y con todas las facciones inclinadas unas hacia otras, a manera de piedras de murallón que se derrumba: la nariz desplomada sobre la barba, esta remontada hacia la boca, y las mejillas colgando en curtidos pellejos a ambos lados de la pronunciada nuez. En los pómulos parecía como si le hubiesen pintado con teja dos rosetas simétricas; los labios se le habían sumido; y de la abertura donde estuvieron partían innumerables rayitas y plieguecillos convergentes, remendando el varillaje de un paraguas. ¿Paraguas dijiste? No hay que omitir que bajo el codo izquierdo sujetaba el señor Antón uno colosal, de algodón colorado rabioso, con remates y contera de latón dorado; ni menos debe callarse que honraba su cabeza, por encima de un pañuelo de yerbas, un venerable y caduco sombrero de copa alta, de los más empingorotados y de los más apabullados también.

      —Buenas tardes, señorito don Perucho y la compaña… —dijo el vejestorio al alcanzarle la pareja. Era su voz opaca y aguardentosa, pero no tan cascada como pedían sus años.

      —¿A dónde va, señor Antón? —preguntó la niña.

      —Para servir a vustede, señorita Manolita… ¡ahí a curar una vaca en casa de la señora María la Sabia… !

      —¿Qué le duele?

      —Parece ser que le ha salido, dispensando vustedes, una tumificación muy atroz en los cadriles… con perdón, carraspo, aquí donde las personas humanas tenemos el hueso llamado líaco…

      —¿Un lobanillo?

      —Propiamente hablando, sí, señorito, un lobanillo.

      Riose Perucho, pues le hacía gracia la facha del algebrista y su manía de aplicar a todo los cuatro términos de anatomía mal aprendidos en su libro ratonado. Moríase el vejete por dar explicaciones difusas acerca de los padecimientos de sus clientes, fuesen novillos, cerdos, canes o, como él decía, personas humanas, que a todos indistintamente les sabía reparar los desperfectos, con su ciencia heredada de encolar y recomponer la máquina animal. Ya llegaban al emparrado que sombreaba la casa de la Sabia.

      Era una casuca baja y construida con piedras mal trabadas: adornábala principalmente un balcón o solana de madera, al cual nadie podía asomarse, por obstruirlo una barricada de enormes calabazas, de amarilla corteza, rameada de verde; en una esquina colgaban a secar ropas de recién nacido, y al través de ellas se abría paso una soberbia mata de claveles reventones, rojo coral, que florecía en una olla desportillada, con las raíces escapándose de la tierra negruzca que las mantenía. A la puerta de la casa, una mujer moza, de rostro curtido ya, desgranaba habas en una criba; a sus pies dos chiquillos de corta edad, con pelo casi blanco de puro rubio, se revolcaban por el suelo jugando con las vainas de las habas. Cuando vio asomar al algebrista y a los que él llamaba señoritos, levantose la mujer con servilismo obsequioso, pegando un moquete a los chiquillos, sin duda con el fin de agasajar mejor a la visita; no contaban con él, y la misma sorpresa les impidió llorar.

      La pareja entró. Tenía la casa piso de tierra; una escalera de madera conducía al sobrado o cuarto alto; y en el bajo se notaba una pintoresca mezcla de racionales e irracionales. El lar y la chimenea con asientos de madera bajo su campana; la artesa de guardar el pan; el horno de cocerlo; algunos taburetes con cuatro patas muy esparrancadas; la cuna de mimbres de una criatura y el leito o camarote de tablas en que dormía el matrimonio que la había engendrado, eran los muebles que pertenecían a la humanidad en aquel recinto. La animalidad invadía el resto. Al través de una división de tablones mal juntos pasaba el hálito caliente, el lento rumiar y los quejumbrosos mugidos del ganado; gallinas y pollos escarbaban el suelo y huían con señales de ridículo terror, renqueando, al acercárseles la gente; dos o tres palomas se paseaban, muy sacadas de buche y muy balanceadas de cuello, esperando a que cayese alguna migaja; un marrano sin cebar, magro y peludo aún como un jabalí, sopeteaba con el hocico, gruñendo sordamente, en una tartera de barro donde nadaban berzas en aguachirle; un perro de esa raza híbrida llamada en el país de pajar, completamente tendido en tierra, dormía; al respirar, se señalaba

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