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Gabriel golpeando familiarmente en el hombro del médico, porque veía a éste colgado de su boca y oyéndole como a un oráculo, y no quería poner cátedra. Sucedíale a veces avergonzarse del calor que involuntariamente tenían sus palabras al discutir o afirmar, y para disimularlo recurría a la ironía y a la broma. Juncal se extasiaba encontrando tanta sencillez y llaneza en aquel hombre cuya superioridad intelectual, social y hasta psíquica le había subyugado desde el primer instante.

      —Vamos —pensaba para su capote—, que aunque fuese mi hermano no estaría más contento de tenerle aquí. Y todo cuanto dice me convence… No sé disputar con él, ¡qué rábano! —Echose el sombrero atrás con un papirotazo del dedo cordial sobre la yema del pulgar, ademán muy suyo cuando quería explicar detenidamente alguna cosa, y añadió:— Mire usted, así que conozca al cura de Ulloa y le compare con los demás… Se quita la camisa por dársela a los pobres: no alza los ojos del suelo: dicen que hasta trae cilicio… Apenas quiere cobrar a los feligreses ni oblata, ni derechos, ni nada, y su criado (porque ese no entiende de amas ni de bellaquerías) está que trina, como que les falta a veces hasta para arrimar el puchero a la lumbre.

      —Bien, ese ya es un santo —repuso Gabriel—. ¡Si abundase tal género, qué mayor milagro! Pero en general, ¿qué va usted a exigirle, señor don Máximo, a una clase tan mal retribuida? ¿Qué instrucción, dice usted? ¿Sabe usted lo que cuesta la carrera de un seminarista? Una futesa, porque si costase mucho, la Iglesia no podría sostenerlos… ¡Instrucción! ¿Dónde se recluta la clase sacerdotal? Entre los labriegos o los muchachos más pobres de las poblaciones. La clase media, que es la cantera de que se extraen hoy los sabios, buena gana tiene de enviar al seminario sus hijos… Los manda a las universidades, y de allí, si puede, al Parlamento, caminito del Ministerio, o al menos del destino pingüe… En las clases altas, por milagro aparece una vocación al sacerdocio: ¡los tiempos no son de fe! La aristocracia es devota, mas no lo bastante para producir otro duque de Gandía. Y los pocos que se inclinan a la Iglesia, van a las órdenes, en particular a los jesuitas. Así y todo, nuestro episcopado, señor de Juncal, le aseguro a usted que compite con cualquiera de Europa, en luces y en piedad… Y nuestro clero parroquial, aunque algo atrasado y díscolo, posee virtudes y cualidades que no son de despreciar.

      —Es usted… —preguntó Juncal con la cara más afligida del mundo— es usted… neocatólico, por lo visto.

      —No, nada de eso —respondió apaciblemente Gabriel—. Soy, platónicamente hablando, avanzadísimo; tengo ideas mucho más disolventes que las de usted solamente… Pero ¡qué limoneros tan hermosos!

      Tomó una rama y respiró con delicia los cálices blancos, de pétalos duros como la cuajada cera.

      —Estoy encantado con mi tierra, don Máximo… Es de los países más poéticos y hermosos que se pueden soñar. Yo no conocía ni esa parte de Vigo, tan pintoresca, tan amena, ni esto de aquí; y lo poco que ya he visto, me seduce… El suelo y el cielo, una delicia; el entresuelo… gente amable y cariñosa hasta lo sumo; las mujeres parece que le arrullan a uno en vez de hablarle.

      —¿Mecha otra vez?

      —Gracias, no fumo más. ¿Vamos a saludar a la señora? Aún no le hemos dado los buenos días.

      —Catalina apreciará tanto… Pero a estas horas… va en el molino, de seguro. Así que alistó el chocolate, le faltó tiempo para recrearse con aquel barullo de dos mil diablos que arman las parroquianas…

      Una mariposilla blanca, la vanesa de las coles que abundaban por allí, vino revoloteando a posarse en el sombrero de Juncal. Don Gabriel tendió los dedos índice y pulgar entreabiertos, para asirla de las alas. La mariposa, como si olfatease aquellos amenazadores dedos, voló con gran rapidez, muy alto, entre la radiante serenidad matutina. Don Gabriel la siguió con los ojos estirando el pescuezo, y el médico reparó en lo bien cuidada (sin afeminación) que traía la barba el comandante. Cada pormenor acrecentaba la simpatía en el médico, que estancado en la cultura de los años universitarios, arrinconado en un poblachón, olvidado ya, a fuerza de bienestar material y de pereza mental, de sus antiguas lecturas científicas, y sus grandes teorías higiénicas, conservaba no obstante la facultad de respetar y admirar, en un grado casi supersticioso, cuando veía en alguien la plenitud de circulación y el oxígeno intelectual que él había ido perdiendo poco a poco. Además, ¡era tan cortés, resuelto, despejado y afable aquel señor!

      Gabriel permanecía con los ojos medio guiñados, como cuando seguimos un objeto distante. Sin embargo, la mariposa había desaparecido hacía tiempo. El artillero se volvió de repente.

      —Don Máximo, ¿me hará usted el favor de contestar francamente a varias preguntas que tengo que hacerle?

      —Señor de Pardo, por Dios… Me manda y yo obedezco. En cuanto le pueda servir…

      —Pensaba entenderme con el abad de Ulloa; pero por la descripción que usted me hace de él, temo… ¿cómo diré?… temo que sea uno de esos seres angelicales, pero inocentes y pacatos, que no le sacan a uno de dudas… y que además, por lo mismo que son buenos, conocen mal a la gente que les rodea. (A medida que hablaba don Gabriel, aprobaba más enérgicamente con la cabeza el médico, murmurando —¡por ahí, por ahí!) Usted es un hombre inteligente y honrado, Juncal…

      Ruborizose este como se ruborizan los morenos, dorándosele la piel hasta por las sienes, y con algo atragantado en la nuez, murmuró:

       —Honrado… eso sí… Me tengo por honrado, señor don Gabriel. Tanto como el que más.

      —Pues yo fío en usted enteramente. Sepa que he venido aquí con objeto de casarme…

      Abrió Juncal dos ojos tamaños como dos aros de servilleta.

      —… Con mi sobrina, la señorita de Moscoso.

      —¿La señorita de Moscoso? —exclamó el médico apenas repuesto de la sorpresa—. ¿Qué me dice, don Gabriel? ¿La señorita Manolita? ¡No sabía ni lo menos!

      —Ya lo creo —repuso Gabriel soltando la risa—. Como que tampoco lo sabía yo mismo pocos días hace; ni lo sabe nadie aún. Es usted la primera persona a quien se lo cuento.

      Juncal sintió dulce cosquilleo en la vanidad, y aturrullado de puro satisfecho, trató de formular varias preguntas, que Gabriel atajó adelantándose a ellas.

      —Diré a usted, para que comprenda mi propósito, que la persona a quien más quise yo en el mundo fue mi pobre hermana Marcelina, la que casó con don Pedro Moscoso; y si hay cielo —aquí le tembló un poco la voz a don Gabriel— allí debe estar pidiendo por mí, porque fue una… már… una santa. Al morir me dejó encargada su hija; no lo supe hasta que mi padre falleció. Yo me encuentro hoy libre, no muy viejo aún, sin compromisos ni lazos que me aten, con regular hacienda y deseoso del calor de una familia. Teniendo Manolita padre como tiene, un tío… no está autorizado para velar por ella. Un marido, es otra cosa. Si no le repugno a mi sobrina y quiere ser mi mujer… Estoy determinado a casarme cuanto antes.

      Oía Juncal, y poniendo las manos en los hombros del artillero, respondió vagamente, cual si hablase consigo mismo:

      —En efecto… no hay duda que… Realmente, ¿quién mejor? La verdad es…

      Miró don Gabriel, sonriéndose de alegría, al médico. Su corazón se dilataba dulcemente con la confidencia, y se le ocurría que por la serena atmósfera revoloteaba un porvenir dichoso, columpiado en el espacio infinito, como la mariposilla blanca, que una superstición popular cree nuncio de dicha. Clavó sus ojos garzos en el médico: la luz del día hacía centellear en ellos filamentos de derretido oro. Se había guardado los quevedos en el bolsillo, y parpadeaba como suelen los miopes cuando la claridad les deslumbra.

      —Francamente, Juncal, no conozco a mi sobrina Manuela ni sé… ¿Cómo es?

      —El retrato de su difunta madre, que esté en gloria —respondió muy cristianamente el tremendo clerófobo Juncal.

      —¡De su madre! —repitió el artillero extasiado.

      —Pero

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