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Pedro, significando que por boca del algebrista hablaba la borrachera.

      —Más aún, sí señor. ¿De qué se pasma? Demasiado nos entendemos. Un hombre ha leído algo… ¿Tiene otro misto? Disimule.

      —Ahí va la caja. ¿Conque se ha leído mucho?

      Una sonrisa orgullosa dilató los plieguecillos de la consabida jareta.

      El saber, como dijo el otro, no ocupa lugar… No se burle, señorito, no se burle… Demasiado tendrá usted leído lo que llaman el Treato… el Trato…

      —¿Alguna comedia?

      —¡Comedia! Lo compuso un fraile, hablando con respeto… un fraile de esta tierra, con más sabiduría que todos los de España y del mundo entero juntos… Pues allí dice, ¡sí, señorito!, que las estrellas del cielo son como nosotros… ¡con perdón!, como este universo mundo de acá… y que también allí nacen, y mueren, y comen, y andan atrás de las muchachas…

      Al llegar aquí guiñó picarescamente el algebrista el ojo izquierdo a la bóveda celeste, y como si obedeciese a un conjuro, el hermoso lucero de Venus comenzó a rielar con dulce brillo en el sereno espacio.

      —¡Hay que desengañarse, hay que desengañarse! —prosiguió el viejo moviendo la cabeza, que, al oscilar sobre el seco pescuezo, parecía una pasa pronta a desprenderse del rabo. Por muchas vueltas que se le dé, esta cosa grande, grande, grandísima (y reiteraba el ademán de abarcar todo el valle con los brazos), puede más que vusté, y que yo, y aquel, y que todos, ¡carraspiche! Yo me muero, verbo en gracia; bien, corriente, sí señor; ¿y después? La cosa grande se queda tan fresca. Yo me divertí mis carnes; pero de yo ya propiamente no soy nada; se crían repollos, y patatas, y ortigas, y toda clas de hortalizas… ¿me entiende?

      —¿También de mi cuerpo se han de criar repollos? —preguntó Manolita.

      —Y ¡juy juy! —relinchó el algebrista, trompicándose en una piedra por culpa del arrechucho de galantería que le entró—. Del cuerpo de las señoritas buenas mozas se criará espliego, rositas de Mayo…

      Adoptando de nuevo su gravedad filosófica, añadió:

      —Pero no se ponga hueca… Le es igual… igualito… ¿Qué más tiene volverse chirivía o malva de olor?, carrás… Quiérese decir que las estrellas del cielo, y las tierras, y el mainzo, y el cuerpo de vusté, y el mío, y el del Papa, con perdón, y el espliego, y los repollos, y las vacas, y los gatos, es todito lo mismo, disimulando vusté, y no hay que andar escoge de aquí y escoge de allí… Todo lo mismo señorita, todo lo mismísimo… ¡La cosa grande!

      Al llegar aquí de su perorata le besó un canto en la espinilla, y llevose la mano a la pierna, exhalando un ay doliente; pero al punto mismo, después de refregarse la parte dolorida y tirar con rabia del cigarro, que se apagaba de vez, volvió a su tema, balbuciendo con lengua todavía más estropajosa:

      —La co… la cosa grande… se ríe de todo, sí, señor, de todo… Allá anda, carraspo… haciendo la burla a quien nace… y a quien muere… y a los que buscamos las mo… mozas… de rumbo… ¡juy! La cosa… g… gran… no nació en jamás… ni se ha de morir… Buena gana tiene… A cada a… ño… está… más… fres… frescachona… ¡juy!, vivan las rap… rapazas… ¡Arde, cigarro, arde, condenado, si quieres, que… te… par… to… !

      —Echemos por las viñas, Manola —dijo Pedro a su compañera—. El algebrista va hoy como un templo. Ya no se le sacan del cuerpo sino barbaridades.

      —¿Y si tropieza y cae al río?

      —¡Qué disparate! Estaría muerto ya un millón de veces, mujer, si fuese capaz de caerse. Anda así toda la santa vida.

       Capítulo 4

      Tan enamorado estaba Juncal de las buenas trazas y discreción de su huésped, que al día siguiente quiso entrarle en persona el chocolate, varios periódicos, un mazo de tolerables regalías y una calderetilla con agua caliente por si acostumbraba afeitarse. No le maravilló poco encontrar a don Gabriel ya en pie, calzado y vestido. ¡Qué madrugador! ¡Y en ayunas! ¿Qué tal el brazo? ¿Preferiría don Gabriel el chocolate en la huerta, debajo de los limoneros? Don Gabriel dijo que sí, que lo prefería.

      Razón llevaba en ello, porque la mañanita estaba fresca, el azahar trascendía a gloria, y sobre la rústica mesilla de piedra encandilaba los ojos y excitaba el paladar la vista de la bandeja con el pocillo de Caracas, la pella de manteca recién batida, que aún rezumaba suero, el vaso de agua serenada en el pozo, el pan de dorada corteza y las lengüetas rubias de los bizcochos finamente espolvoreados de azúcar.

      —Su señora de usted es una gran ama de casa —observó jovialmente don Gabriel al sorber el último residuo del aromático chocolate—. Nos trata a cuerpo de rey. Es increíble el gusto con que se come en el campo, y qué bien sabe todo. Parece que se le quitan a uno diez años de encima.

      Con efecto, fuese por obra del campo o por otras causas, semejaba remozado el huésped de Juncal.

      —¿Usted quiere ir esta tarde a casa del cura de Ulloa, sin falta? ¿No sería mejor descansar otro diita en mi choza?

      —Me urge, amigo Juncal. Pero si usted por esa ojeriza que profesa al clero, no quiere acompañarme… —murmuró don Gabriel risueño, limpiándose los bigotes con encarnizamiento, a fuer de hombre pulcro.

      —¿Quién?, ¿yo?, ¿a casa del cura de Ulloa? ¡Por vida del chápiro verde! Si todos fuesen como ese… me parece que acabaría por volverme beato.

      —No todos pueden ser iguales, señor don Máximo, usted bien lo sabe.

      —Mire usted, natural sería que el clero… Digo, creo que les tocaba dar ejemplo a los demás.

      —El clero es el reflejo de la sociedad en que vivimos. No estamos ahora en los primeros siglos del cristianismo —replicó con cierta malicia discreta don Gabriel mirando a Juncal que echaba lumbres con un eslabón para darle mecha encendida, pues a causa del viento y de las caminatas, el médico había proscrito los fósforos.

      —Ríase usted de cuentos… Bien gordos y repolludos andan los tales parrocetáceos —refunfuñó Máximo empleando el vocabulario peculiar del Motín— a cuenta de nuestra bobería… Más tocino tiene el Arcipreste encima de su alma, que siete puercos cebados.

      —Pues en realidad, la profesión es de las menos lucrativas que hoy se pueden seguir. ¿Por ambición, quién diablos va a hacerse clérigo? Amigo, seamos razonables. Antaño, decir canónigo era decir hombre de vida regalona y riñón cubierto; hogaño el canónigo a quien le alcanza el sueldo para comer principio y llevar manteos decentes, se tiene por dichoso. Un cura de aldea es un pobre de solemnidad: cuando más, llegará a donde llegue un labriego acomodado: a tener la despensa regularmente abastecida; y eso, para un hombre que recibió cierta instrucción y tiene por consecuencia necesidades que no tiene el labriego… ya usted ve… Esto lo sabrá usted mejor que yo, porque hasta ahora mi carrera me mantuvo alejado de Galicia.

      —¿Es usted artillero, señor don Gabriel?

      —Para servir a usted.

      —Por muchísimos años. ¿Grado?

      —Comandante efectivo. Hoy excedente, a petición mía. Convénzase usted: al clero no le podemos exigir tantas cosas.

      —Pero usted también sabe de sobra… ¿porque usted habrá viajado?, ¿eh?

      —Sí, he estado algún tiempo en el extranjero.

      —En otras partes, la ilustración, la moralidad…

      —Moralidad… Sí… Pero el hombre es hombre en todas partes. El clero protestante, en Inglaterra por ejemplo, alardea de muy moral; sólo que un vicario protestante, en resumidas cuentas, es un hombre casado, un empleado con buen sueldo y respetadísimo; ¿qué ha de hacer? ¿Tendría usted

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