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el tiempo te está convidando, y tus criados esperan; véte.

      Laertes.—Adiós, Ofelia (abrazándose Ofelia y Laertes) y acuérdate bien de lo que te he dicho.

      Ofelia.—En mi memoria queda guardado, y tú mismo tendrás la llave.

      Laertes.—Adiós.

       POLONIO, OFELIA

       Índice

      Polonio.—¿Y qué es lo que te ha dicho, Ofelia?

      Ofelia.—Si gustáis de saberlo, cosas relativas al príncipe Hamlet.

      Polonio.—Bien pensado, en verdad. Me han dicho que de poco tiempo á esta parte te ha visitado varias veces privadamente, y que tú le has admitido con mucha complacencia y libertad. Si esto es así (como me lo han asegurado, á fin de que prevenga el riesgo), debo advertirte que no te has portado con aquella delicadeza que corresponde á una hija mía y á tu propio honor. ¿Qué es lo que ha pasado entre los dos? Dime la verdad.

      Ofelia.—Ultimamente me ha declarado con mucha ternura su amor.

      Polonio.—¡Amor! ¡ah! Tú hablas como una muchacha loquilla y sin experiencia en circunstancias tan peligrosas. ¡Ternura la llamas! ¿Y tú das crédito á esa ternura?

      Ofelia.—Yo, señor, ignoro lo que debo creer.

      Polonio.—En efecto es así, y yo quiero enseñártelo. Piensa bien, que eres una niña, que has recibido por verdadera paga esas ternuras que no son moneda corriente. Estímate en más á ti propia; pues si te aprecias en menos de lo que vales (por seguir la comenzada alusión), harás que pierda el entendimiento.

      Ofelia.—El me ha requerido de amores, es verdad; pero siempre con una apariencia honesta, que...

      Polonio.—Sí, por cierto; apariencia puedes llamarla. ¿Y bien? Prosigue.

      Ofelia.—Y autorizó cuanto me decía con los más sagrados juramentos.

      Polonio.—Sí, ésas son redes para coger codornices. Yo sé muy bien, cuando la sangre hierve, con cuánta prodigalidad presta el alma juramentos á la lengua; pero son relámpagos, hija mía, que dan más luz que calor: éstos y aquéllos se apagan pronto, y no debes tomarlos por fuego verdadero, ni aun en el instante mismo en que parece que sus promesas van á efectuarse. De hoy en adelante cuida de ser más avara de tu presencia virginal; pon tu conversación á precio más alto, y no á la primera insinuación admitas coloquios. Por lo que toca al príncipe, debes creer de él solamente que es un joven, y que si una vez afloja las riendas, pasará más allá de lo que tú le puedes permitir. En suma, Ofelia, no creas sus palabras, que son fementidas, ni es verdadero el color que aparenta; son intercesoras de profanos deseos; y si parecen sagrados y piadosos votos, es sólo para engañar mejor. Por último, te digo claramente, que de hoy más no quiero que pierdas los momentos ociosos en hablar ni mantener conversación con el príncipe. Cuidado con hacerlo así; yo te lo mando. Vete á tu aposento.

      Ofelia.—Así lo haré, señor.

       Explanada delante del palacio. Noche obscura HAMLET, HORACIO, MARCELO

       Índice

      Hamlet.—El aire es frío y sutil en demasía.

      Horacio.—En efecto, es agudo y penetrante.

      Hamlet.—¿Qué hora es ya?

      Horacio.—Me parece que aun no son las doce.

      Marcelo.—No, ya han dado.

      Horacio.—No las he oído. Pues en tal caso ya está cerca el tiempo en que el muerto suele pasearse. Pero ¿qué significa este ruido, señor?

      (Suena á lo lejos música de clarines y timbales.)

      Hamlet.—Esta noche se huelga el rey, pasándola desvelado en un banquete con gran vocería y traspiés de embriaguez; y a cada copa del Rhin que bebe, los timbales y trompetas anuncian con estrépito sus victoriosos brindis.

      Horacio.—¿Se acostumbra eso aquí?

      Hamlet.—Sí se acostumbra; pero aunque he nacido en este país y estoy hecho á sus estilos, me parece que sería más decoroso quebrantar esta costumbre que seguirla. Un exceso tal, que embrutece el entendimiento, nos infama á los ojos de las otras naciones desde oriente á occidente. Nos llaman ebrios; manchan nuestro nombre con este dictado afrentoso, y en verdad que él solo, por más que poseamos en alto grado otras buenas cualidades, basta á empañar el lustre de nuestra reputación. Así acontece frecuentemente a los hombres. Cualquier defecto natural en ellos, sea de nacimiento, del cual no son culpables (puesto que nadie puede escoger su origen), sea cualquier desorden ocurrido en su temperamento, que muchas veces rompe los límites y reparos de la razón, ó sea cualquier hábito que se aparta demasiado de las costumbres recibidas, llevando estos hombres consigo el signo de un solo defecto que imprimió en ellos la naturaleza ó el acaso, aunque sus virtudes fuesen tantas cuantas es concedido á un mortal, y tan puras como la bondad celeste, serán, no obstante, amancilladas en el concepto público por aquel único vicio que las acompaña; un solo adarme de mezcla quita el valor al más precioso metal, y le envilece.

      Horacio.—¿Veis, señor? ya viene.

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