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en efecto. Yo conocí á vuestro padre, y es tan parecido á él, como lo son entre sí estas dos manos mías.

      Hamlet.—¿Y en dónde fué eso?

      Marcelo.—En la muralla de palacio, donde estábamos de centinela.

      Hamlet.—¿Y no le hablasteis?

      Horacio.—Sí, señor, yo le hablé; pero no me dió respuesta alguna. No obstante, una vez me parece que alzó la cabeza haciendo con ella un movimiento, como si fuese a hablarme; pero al mismo tiempo se oyó la aguda voz del gallo matutino, y al sonido huyó con presta fuga desapareciendo de nuestra vista.

      Hamlet.—¡Es cosa bien admirable!

      Horacio.—Y tan cierta como mi existencia. Nosotros hemos creído que era obligación nuestra avisaros de ello, mi venerable príncipe.

      Hamlet.—Sí, amigos, sí... pero esto no me llena de turbación. ¿Estáis de centinela esta noche?

      Todos.—Sí, señor.

      Hamlet.—¿Decís que iba armado?

      Todos.—Sí, señor, armado.

      Hamlet.—¿De la frente al pie?

      Todos.—Sí, señor, de pies á cabeza.

      Hamlet.—Luego no le visteis el rostro.

      Horacio.—Le vimos, porque traía la visera alzada.

      Hamlet.—Y qué, ¿parecía que estaba irritado?

      Horacio.—Más anunciaba su semblante el dolor, que la ira.

      Hamlet.—¿Pálido, ó encendido?

      Horacio.—No, muy pálido.

      Hamlet.—¿Y fijaba la vista en vosotros?

      Horacio.—Constantemente.

      Hamlet.—Yo hubiera querido hallarme allí.

      Horacio.—Mucho pavor os hubiera causado.

      Hamlet.—Sí, es verdad, sí... ¿Y permaneció mucho tiempo?

      Horacio.—El que puede emplearse en contar desde uno hasta ciento con moderada diligencia.

      Marcelo.—Más, más estuvo.

      Horacio.—Cuando yo le ví, no.

      Hamlet.—La barba blanca, ¿eh?

      Horacio.—Sí, señor, como yo se la había visto, cuando vivía, de un color ceniciento.

      Hamlet.—Quiero ir esta noche con vosotros al puesto, por si acaso vuelve.

      Horacio.—¡Oh! sí volverá, yo os lo aseguro.

      Hamlet.—Si él se me presenta en la figura de mi noble padre, yo le hablaré, aunque el infierno mismo abriendo sus entrañas, me impusiera silencio. Yo os pido á todos, que así como hasta ahora habéis callado a los demás lo que visteis, de hoy en adelante lo ocultéis con el mayor sigilo; y sea cual fuere el suceso de esta noche, fiadlo al pensamiento, pero no a la lengua; yo sabré remunerar vuestro celo. Dios os guarde, amigos. Entre once y doce iré á buscaros á la muralla.

      Todos.—Nuestra obligación es serviros.

      Hamlet.—Sí, conservadme vuestro amor, y estad seguros del mío. Adiós. (Vanse los tres.) El espíritu de mi padre... con armas... no es esto bueno. Recelo alguna maldad. ¡Oh, si la noche hubiese ya llegado! Esperémosla tranquilamente, alma mía. Las malas acciones, aunque toda la tierra las oculte, se descubren al fin á la vista humana.

       Sala de casa de Polonio LAERTES, OFELIA

       Índice

      Laertes.—Ya tengo todo mi equipaje á bordo. Adiós, hermana, y cuando los vientos sean favorables y seguro el paso del mar, no te descuides en darme nuevas de ti.

      Ofelia.—¿Puedes dudarlo?

      Laertes.—Por lo que hace al frívolo obsequio de Hamlet, debes considerarle como una mera cortesanía, un hervor de la sangre, una violeta que en la primavera juvenil de la naturaleza se adelanta á vivir, y no permanece; hermosa, no durable; perfume de un momento, y nada más.

      Ofelia.—¿Nada más?

      Laertes.—Pienso que no; porque no sólo en nuestra juventud se aumentan las fuerzas y tamaño del cuerpo, sino que las facultades interiores del talento y del alma crecen también con el templo en que ella reside. Puede ser que él te ame ahora con sinceridad, sin que manche borrón alguno la pureza de su intención; pero debes temer al considerar su grandeza, que no tiene voluntad propia, y que vive sujeto á obrar según á su nacimiento corresponde. El no puede, como una persona vulgar, elegir por sí mismo, puesto que de su elección depende la salud y la prosperidad de todo un reino; y ve aquí por qué esta elección debe arreglarse a la condescendencia unánime de aquel cuerpo de quien es cabeza. Así pues, cuando él diga que te ama, será prudencia en ti no darle crédito, reflexionando que en el alto lugar que ocupa, nada puede cumplir de lo que promete, sino aquello que obtenga el consentimiento de la parte más principal de Dinamarca. Considera cuál pérdida padecería tu honor, si con demasiada credulidad dieras oídos á su voz lisonjera, perdiendo la libertad del corazón, ó facilitando á sus instancias impetuosas el tesoro de tu honestidad. Teme, Ofelia; teme, querida hermana; no sigas inconsiderada tu inclinación; huye el peligro, colocándote fuera de tiro de los amorosos deseos. La doncella más honesta es libre en exceso, si descubre su belleza al rayo de la luna. La virtud misma no puede librarse de los golpes de la calumnia. Muchas veces el insecto roe las flores hijas del verano, aun antes que su botón se rompa; y al tiempo que la aurora matutina de la juventud esparce su blando rocío, los vientos mortíferos son más frecuentes. Conviene pues no omitir precaución alguna, pues la mayor seguridad estriba en el temor prudente. La juventud, aun cuando nadie la combata, halla en sí misma su propio enemigo.

      Ofelia.—Yo conservaré para defensa de mi corazón tus saludables máximas. Pero, mi buen hermano, mira no hagas tú lo que algunos rígidos pastores hacen, mostrando áspero y espinoso el camino del cielo, mientras como impíos y abandonados disolutos pisan ellos la senda florida de los placeres, sin cuidarse de practicar su propia doctrina.

      Laertes.—¡Oh! no lo receles. Yo me detengo demasiado; pero allí viene mi padre: pues la ocasión es favorable, me despediré de él otra vez. Su bendición repetida será un nuevo consuelo para mí.

       POLONIO, LAERTES, OFELIA

       Índice

      Polonio.—¿Aún estás aquí? ¡Qué mala vergüenza! A bordo, á bordo; el viento impele ya por la popa tus velas, y á ti solo aguardan. Recibe mi bendición, y procura imprimir en la memoria estos pocos preceptos: No publiques con facilidad lo que pienses, ni ejecutes cosa no bien premeditada primero. Debes ser afable, pero no vulgar en el trato. Une á tu alma con vínculos de acero aquellos amigos que adoptaste después de examinada su conducta; pero no acaricies con mano pródiga á los que acaban de salir del cascarón y aún están sin plumas. Huye siempre de mezclarte en disputas; pero una vez metido en ellas, obra de manera que tu contrario huya de ti. Presta el oído á todos, y á pocos la voz. Oye las censuras de los demás; pero reserva tu propia opinión. Sea tu vestido tan costoso cuanto tus facultades lo permitan, pero no afectado en su hechura; rico, no extravagante; porque el traje dice por lo común quién es el sujeto, y los caballeros y principales señores franceses tienen el gusto muy delicado en esta materia. Procura no dar ni pedir prestado á nadie; porque el que presta suele perder á un tiempo el dinero y el amigo, y el que se acostumbra á pedir prestado falta al espíritu de economía y buen orden

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