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una flaca anciana de espíritu muy decidido e infatigable, pero no obstante muy benévola, que parecía resuelta a que si ella podía remediarlo, no se echara de menos nada en el Pequod una vez bien metido en el mar. Unas veces llegaba a bordo con un tarro de adobos para la despensa del mayordomo; otras veces, con un manojo de plumas para el escritorio del primer oficial, donde éste llevaba el cuaderno de bitácora; en otra ocasión, con una pieza de franela para la rabadilla reumática de alguno. Nunca hubo mujer que mereciera mejor su nombre, que era Caridad: tía Caridad, como la llamaban todos. Y como una Hermana de la Caridad, esta caritativa Caridad se afanaba de un lado para otro, dispuesta a extender su corazón y sus manos hacia todo lo que prometiera proporcionar seguridad, comodidad y consuelo a cuantos estaban a bordo del barco en que tenía intereses su amado hermano Bildad, y en que ella misma había invertido una veintena o dos de dólares bien ahorrados.

      Pero fue desconcertante ver a esta cuáquera de excelente corazón subir a bordo, como lo hizo el último día, con un largo cucharón para aceite en una ¡nano, y un arpón todavía más largo en la otra. Y tampoco se quedaron atrás el propio Bildad ni el capitán Peleg. En cuanto a Bildad, llevaba consigo una larga lista de los artículos necesarios, y, a cada nueva llegada, ponía su señal junto a ese artículo en el papel. De vez en cuando Peleg salía renqueando de su guarida de hueso de ballena, rugía a los hombres en las escotillas, rugía a los aparejadores subidos en los masteleros, y luego terminaba por volver rugiendo a su cabaña india.

      Durante esos días de preparativos, Queequeg y yo a menudo visitamos la nave, y también a menudo pregunté por el capitán Ahab, y cómo estaba, y cuándo subiría a bordo de su barco. A esas preguntas me contestaban que se estaba poniendo cada vez mejor y que le esperaban a bordo de un día a otro; mientras tanto, los dos capitanes, Peleg y Bildad, podían ocuparse de todo lo necesario para acondicionar el barco para el viaje. Si yo hubiera sido absolutamente sincero para conmigo mismo, habría visto con toda claridad en mi corazón que no me acababa de gustar comprometerme de ese modo a tan largo viaje sin haber puesto los ojos una sola vez en el hombre que iba a ser su absoluto dictador, tan pronto como el barco saliera a alta mar. Pero cuando un hombre sospecha algo que no está bien, ocurre a veces que, si ya está metido en el asunto, se esfuerza sin sentirlo por esconder sus sospechas incluso ante sí mismo. Y eso es lo que me pasó a mí. No dije nada, y trataba de no pensar nada.

      Al fin, se anunció que a cierta hora del día siguiente el barco zarparía con toda seguridad. Así que a la mañana siguiente, Queequeg y yo nos levantamos muy pronto.

      XXI.— Yendo a bordo

      Eran casi las seis, pero sólo con un amanecer a medias, gris y neblinoso, cuando nos acercamos al muelle.

      —Hay unos marineros que corren ahí delante, si no veo mal —dije a Queequeg—: no puede ser, una sombra: el barco zarpa al salir el sol, supongo. ¡Vamos allá!

      —¡Esperad! —gritó una voz, cuyo propietario, llegando al mismo tiempo junto a nosotros, nos puso una mano a cada uno en el hombro, y luego, introduciéndose entre los dos, se quedó inclinándose un poco hacia delante, en la penumbra incierta, y lanzando extrañas ojeadas desde Queequeg a mí. Era Elías.

      —¿Vais a bordo?

      —Fuera las manos, ¿quiere? —dije.

      —Cuidado —dijo Queequeg, sacudiéndose—: ¡váyase! —¿No vais a bordo, entonces?

      —Sí que vamos —dije—, pero, ¿a usted qué le importa? ¿Sabe usted, señor Elías, que le considero un poco impertinente?

      —No, no me daba cuenta de eso —dijo Elías lentamente y lanzando miradas interrogativas alternativamente a mí y a Queequeg, con las más inexplicables ojeadas.

      —Elías —dije—, mi amigo y yo le estaríamos muy agradecidos si se retirara. Nos vamos al océano Pacífico y al Índico, y preferiría que no nos entretuviera.

      —Conque os vais, ¿eh? ¿Volveréis para la hora de desayunar? —Está tocado, Queequeg —dije—, vámonos.

      —¡Eh! —gritó Elías, inmóvil, hacia nosotros cuando nos apartamos unos pocos pasos.

      —No te importe —dije—: Queequeg, vamos.

      Pero él volvió a deslizarse hasta nosotros, y echándome de repente la mano por el hombro, dijo:

      —¿Has visto algo que parecía unos hombres corriendo hacia el barco, hace un rato?

      Sorprendido por esa sencilla pregunta positiva, contesté diciendo: —Sí, me pareció ver a cuatro o cinco hombres, pero estaba demasiado oscuro para tener la seguridad.

      —Muy oscuro, muy oscuro —dijo Elías—. Tened muy buenos días.

      Una vez más le dejamos, pero otra vez más llegó suavemente por detrás de nosotros, y tocándome de nuevo en el hombro, dijo:

      —Mirad si los podéis encontrar ahora, ¿queréis?

      —¿Encontrar a quién?

      —¡Tened muy buenos días, muy buenos días! —replicó, volviendo a alejarse—. ¡Oh! Era para preveniros contra…, pero no importa, no importa…, es todo igual, todo queda en familia, también…; hay una helada muy fuerte esta mañana, ¿no? Adiós, muchachos. Supongo que no os volveré a ver muy pronto, a no ser ante el Tribunal Supremo.

      Y con estas demenciales palabras, se marchó por fin, dejándome por el momento con no poco asombro ante su desatada desvergüenza.

      Por fin, subiendo a bordo del Pequoa, lo encontramos todo en profunda calma, sin un alma que se moviera. La entrada de la cabina estaba atrancada por el interior; las escotillas estaban todas cerradas, y obstruidas por rollos de jarcia. Avanzando hasta el castillo de proa, encontramos abierta la corredera del portillo. Al ver una luz, bajamos y encontramos sólo un viejo aparejador, envuelto en un desgarrado chaquetón. Estaba tendido todo lo largo que era sobre dos cofres, con la cara hacia abajo, metida entre los brazos doblados. El sopor más profundo dormía sobre él.

      —Aquellos marineros que vimos, Queequeg, ¿dónde pueden haber ido? —dije, mirando dubitativamente al dormido. Pero parecía que, cuando estábamos en el muelle, Queequeg no había adverádo en absoluto aquello a que ahora aludía yo, por lo que habría considerado que sufría una ilusión óptica, de no ser por la pregunta de Elías, inexplicable de otro modo. Pero silencié el asunto, y, volviendo a observar al dormido, sugerí jocosamente a Queequeg que quizá sería mejor que velásemos aquel cuerpo presente, diciéndole que se acomodara del modo adecuado. Él puso la mano en las posaderas del durmiente, como para tocar si eran bastante blandas, y luego, sin más, se sentó encima tranquilamente.

      —¡Por Dios, Queequeg, no te sientes ahí! —dije.

      —¡Ah, mucho buen sentar! —dijo Queequeg—, como en país mío; no hacer daño su cara.

      —¡Su cara! —dije—: ¿le llamas cara a eso? Un rostro muy benévolo, entonces; pero respira muy fuerte: se está incorporando. Quítate, Queequeg, que pesas mucho; eso es aplastar la cara de los pobres. ¡Quítate, Queequeg! Mira, te derribará pronto. Me extraña que no se despierte.

      Queequeg se apartó hasta junto a la cabeza del durmiente, y encendió su pipahacha. Yo me senté a los pies. Nos pusimos a pasarnos la pipa por encima del durmiente, del uno al otro. Mientras tanto, al preguntarle, Queequeg me dio a entender en su forma entrecortada, que, en su país, debido a la ausencia de sofás y canapés de toda especie, los reyes, jefes y gente importante en general, tenían la costumbre de engordar a algunos de las clases bajas con el, fin de que hicieran de otomanas, y para amueblar cómodamente una casa en ese aspecto, sólo había que comprar ocho o diez tipos perezosos y dejarlos por ahí en los rincones y entrantes. Además, resultaba muy conveniente en una excursión, mucho mejor que esas sillas de jardín que se pliegan en bastones de paseo; pues, llegado el momento, un jefe llamaba a su asistente y le mandaba que se convirtiera

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