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entonces —gritó Bildad—: ¿este filisteo es miembro regular de la reunión del diácono Deuteronomy? Nunca le he visto ir allí, y yo voy todos los días del Señor.

      —Yo no sé nada del diácono Deuteronomy ni de su reunión —dije—, todo lo que sé es que este Queequeg es miembro por nacimiento de la Primera Iglesia Congregacionalista. Él también es diácono, el mismo Queequeg.

      —Joven —dijo Bildad severamente—, estás bromeando conmigo: explícate, joven hetita. ¿A qué iglesia te refieres? Respóndeme.

      Encontrándome tan apremiado, contesté:

      —Quiero decir, capitán, la misma antigua Iglesia universal a que pertenecemos usted y yo, y aquí, el capitán Peleg, y ahí Queequeg, y todos nosotros, y todo hijo de madre y todo bicho viviente; la grande y perenne Primera Congregación de este entero mundo en adoración: todos pertenecemos a ella; sólo que algunos de nosotros cultivamos algunas extravagancias que de ningún modo tocan a la gran creencia: en ésa, todos unimos nuestras manos.

      —Empalmamos las manos, querrás decir que las empalmamos —gritó Peleg, acercándose—. Joven, mejor sería que te embarcaras como misionero, en vez de ir como marinero ante el mástil: nunca he oído un sermón mejor. El diácono Deuteronomy… bueno, ni el mismo padre Mapple lo podría mejorar, y no es un cualquiera. Ven a bordo, ven a bordo; no te preocupes por los papeles. Oye, dile a ese Quohog; ¿cómo le llamas? Dile a Quohog que venga acá. ¡Por el ancla mayor, qué arpón lleva ahí! Parece cosa buena, y lo maneja muy bien. Oye, Quohog, o como te llames, ¿alguna vez has ido a la proa de una ballenera?, ¿alguna vez has cazado un pez?

      Sin decir palabra, Queequeg, con sus maneras extraviadas, saltó sobre las amuradas, y de allí a la proa de una de las lanchas balleneras que colgaban sobre el costado; y entonces, doblando la rodilla izquierda y blandiendo el arpón, gritó algo así como:

      —Capitán, ¿ver gota pequeña de brea allí en agua?, ¿ver? Bueno, piense ojo de ballena, y entonces, ¡zas!

      Y apuntando bien, disparó el hierro por encima mismo del ancho sombrero de Bildad, y a través de toda la cubierta del barco, hasta dar en la brillante mancha de brea, haciéndola desaparecer de la vista.

      —Bueno —dijo Queequeg, recogiendo tranquilamente la lanza—: suponer ojo de ballena; entonces, ballena muerta.

      —Deprisa, Bildad —dijo su socio Peleg, que, horrorizado ante la proximidad inmediata del arpón volante, se había retirado hasta la entrada de la cabina— deprisa, digo, Bildad, trae los papeles del barco. Tenemos que tener aquí a ese Hedgehog, quiero decir Quohog, en una de nuestras lanchas. Mira, Quohog, te daremos una parte de noventa, y eso es más de lo que se ha dado nunca a un arponero salido de Nantucket.

      Así que entramos en la cabina, y con gran alegría mía, Queequeg quedó pronto enrolado en la tripulación del mismo barco a que pertenecía yo.

      Terminamos los preliminares, cuando Peleg tenía todo dispuesto para firmar, se volvió a mí y dijo:

      —Supongo que este Quohog no sabe escribir, ¿no? Digo, Quohog, maldito seas, ¿sabes firmar o poner tu señal?

      Pero ante esta pregunta, Queequeg, que ya había tomado parte dos o tres veces en ceremonias semejantes, no pareció de ningún modo cohibido, sino que, tomando la pluma que le ofrecían, copió en el papel, en el lugar adecuado, una exacta reproducción de una extraña figura en redondo que llevaba tatuada en el brazo, de modo que, por la obstinada equivocación del capitán Peleg respecto a su nombre, quedó algo así como:

      Quohog

      su + señal

      Mientras tanto, el capitán Bildad seguía observando a Queequeg con gravedad y fijeza, y por fin, levantándose solemnemente y hurgando en los grandes bolsillos de su chaquetón grisáceo de anchos faldones, sacó un manojo de folletos y, eligiendo uno titulado «Se Acerca el Día del juicio; o, No Hay Tiempo que Perder», lo puso en las manos de Queequeg, y luego, agarrándoselas con las suyas, junto con el libro, le miró a los ojos y dijo:

      —Hijo de la tiniebla, tengo que cumplir mi deber contigo; soy copropietario de este barco, y me siento responsable de las almas de toda su tripulación; si sigues aferrándote a tus maneras paganas, como me temo tristemente, te exhorto a que no permanezcas para siempre jamás como siervo de Belial. Desdeña al ídolo Bel y al horrendo dragón; apártate de la cólera venidera; anda con ojo, quiero decir; ¡ay, por la gracia divina! ¡Gobierna a lo largo del abismo de la condenación!

      Algo de sal marina quedaba todavía en el lenguaje del viejo Bildad, mezclado de modo heterogéneo con frases bíblicas y domésticas.

      —Deja, déjate de eso, Bildad, deja de echar a perder a nuestro arponero —gritó Peleg—. Los arponeros piadosos nunca son buenos navegantes: eso les quita la fuerza, y no hay arponero que valga una paja que no sea muy fiero. Ahí estaba el joven Nat Swaine, que en otro tiempo fue el más valiente en la proa de todas las lanchas balleneras de Nantucket y del Vineyard: empezó a ir a la capilla, y no llegó nunca a ser nada bueno. Se puso tan asustado por su alma viciada que se echó atrás y se apartó de las ballenas y por temor a las consecuencias en caso de que le desfondaran y le mandaran con Davy Jones.

      —¡Peleg, Peleg! —dijo Bildad, levantando los ojos y las manos—, tú mismo, como yo, has pasado momentos de peligro; tú sabes, Peleg, lo que es tener miedo a la muerte: entonces, ¿cómo puedes charlar de ese modo impío? Mientes contra tu propio corazón, Peleg. Dime, cuando este mismo Pequod perdió los tres palos por la borda en aquel tifón en el Japón, en ese mismo viaje en que fuiste de segundo de Ahab, ¿no pensaste entonces en la Muerte y el juicio?

      —¡Oídle ahora, oídle ahora! —exclamó Peleg, dando vueltas por la cabina, y con las manos bien metidas en los bolsillos—, oídle todos. ¡Pensad en eso! ¡Cuando a cada momento pensábamos que se iba a hundir el barco! ¿La Muerte y el juicio entonces? ¡No! No había tiempo entonces de pensar en la Muerte. En la vida, es en lo que pensábamos el capitán Ahab y yo, y en cómo salvar a toda la tripulación, cómo aparejar bandolas, y cómo llegar al puerto más cercano; en eso es en lo que estaba pensando.

      Bildad no dijo más, sino que, abotonándose hasta arriba su chaquetón, salió a grandes zancadas hasta cubierta, adonde le seguimos. Allí se quedó, vigilando calladamente a unos veleros que remendaban una gavia en el combés.

      De vez en cuando se agachaba a recoger un trozo de lona o a aprovechar un cabo del hilo embreado, que de otro modo se hubieran desperdiciado.

      XIX.— El profeta

      —Marineros, ¿os habéis enrolado en ese barco?

      Queequeg y yo acabábamos de dejar el Pequod y nos alejábamos tranquilamente del agua, cada cual ocupado por el momento en sus propios pensamientos, cuando nos dirigió las anteriores palabras un desconocido que, deteniéndose ante nosotros, apuntó con su macizo índice al navío en cuestión. Iba desastradamente vestido con un chaquetón descolorido y pantalones remendados, mientras que un jirón de pañuelo negro revestía su cuello. Una densa viruela había fluido por su cara en todas las direcciones, dejándola como el complicado lecho en escalones de un torrente cuando se han secado las aguas precipitadas.

      —¿Os habéis enrolado en él? —repitió.

      —Supongo que se refiere al barco Pequod —dije, tratando de ganar un poco más de tiempo para mirarle sin interrupción.

      —Eso es, el Pequod ese barco —dijo, echando atrás el brazo entero, y luego lanzándolo rápidamente por delante, derecho, con la bayoneta calada de su dedo disparada de lleno hacia su objetivo. —Sí —dije—, acabamos de firmar el contrato. —¿Y se hacía constar algo en él sobre vuestras almas? —¿Sobre qué?

      —Ah, quizá no tengáis almas —dijo rápidamente—. No importa, sin embargo: conozco a más de un muchacho que no tiene

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