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      ¿Qué tiene de especial que un viejo mezquino capitán me mande coger una escoba y barrer la cubierta? ¿A qué equivale esa ignominia, quiero decir, sopesada en la balanza del Nuevo Testamento? ¿Pensáis que el arcángel Gabriel me subestima porque obedezco con respeto y prontitud a ese viejo mezquino en ese particular asunto? ¿Quién no es un esclavo? Respondedme a eso. Bien, entonces, sea lo que fuere que los viejos capitanes me ordenen... sea como fuere que me aporreen y me den puñadas por todas partes, tengo la satisfacción de saber que bien está; que todos los demás, de una manera u otra, reciben más o menos lo mismo... ya sea, digo, desde un punto de vista físico o metafísico; y así el universal aporreo se pasa de uno a otro, y los compañeros todos deberían palmearse entre sí en los omoplatos, y estar satisfechos.

      Finalmente, siempre me hago a la mar como marinero por el saludable ejercicio y el aire puro de la cubierta del castillo. Pues como en este mundo los vientos de proa son más prevalecientes que los vientos de popa (esto es, si nunca vulneras el precepto pitagórico), así, al comodoro, en el alcázar, las más de las veces le llega la atmósfera ya usada por los marineros del castillo. Él piensa que es el primero en respirarla; pero no es así. De modo similar adelanta el pueblo llano a sus dirigentes en muchas otras cosas, al tiempo que los dirigentes siquiera lo sospechan. Pero a raíz de qué vino que, tras haber repetidamente venteado el mar como marinero mercante, se me metiera en la cabeza embarcarme en un ballenero; a esto el oficial de la invisible policía de las Parcas, que ejerce una constante vigilancia sobre mí, que en secreto me acecha, y que de algún modo inexplicable influye sobre mí... puede responder mejor que nadie. Y, sin duda, mi participación en esta expedición ballenera formaba parte del grandioso programa de la Providencia que fue planeado hace mucho tiempo. Iba como una especie de breve entremés y soliloquio entre piezas más extensas. Entiendo que esta parte del cartel debía desarrollarse más o menos así:

      Importante y reñida elección para la presidencia de los Estados Unidos

      expedición ballenera por un tal ismael

      SANGRIENTA BATALLA EN AFGANISTÁN

      Aunque no puedo decir con exactitud por qué esas directoras de escena, las Parcas, me asignaron este despreciable papel de una expedición ballenera, mientras a otros les designaban para magníficos papeles de nobles tragedias, y pequeños y fáciles papeles en gentiles comedias, y alegres papeles en farsas... aunque no puedo decir por qué exactamente, no obstante, ahora que evoco todas las circunstancias, creo poder penetrar un poco en los resortes y motivos que, siéndome astutamente presentados bajo diversos disfraces, me indujeron a ponerme a representar el papel que desempeñé, además de persuadirme del delirio de que era una elección tomada como resultado de mi propio imparcial albedrío y discernidor juicio.

      Principal entre estos motivos era la irresistible idea de la propia gran ballena. Un monstruo tan portentoso y enigmático despertaba toda mi curiosidad. Luego, los salvajes y lejanos mares en los que volteaba su mole de isla; los insalvables, innombrables peligros de la ballena; éstos, junto a las maravillas que aguardaban de miles de visiones y sonidos de la Patagonia, me hicieron inclinarme por mi capricho. Quizá para otros hombres tales factores no habrían constituido estímulos, pero, en lo que a mí respecta, una perenne ansia de cosas remotas me atormenta. Me encanta navegar mares prohibidos y desembarcar en costas agrestes. No ignorando lo beneficioso, percibo con rapidez el horror, y puedo adaptarme –si me lo permiten–, pues es conveniente mantener una relación amigable con todos los residentes del lugar en el que uno se hospeda.

      Por tanto, a causa de estos motivos, la expedición ballenera se aceptó de buen grado. Las grandes compuertas del mundo de la fantasía se abrieron de par en par, y en las irracionales ínfulas que me inclinaron hacia mi propósito, de dos en dos flotaron hasta lo más profundo de mi alma interminables comitivas de ballenas, y, en medio de todas ellas, un gran fantasma encapuchado, similar a una colina de nieve en el aire.

      Capítulo 2

      La talega

      Metí una o dos camisas en mi vieja talega, la plegué bajo el brazo y me puse en camino hacia el cabo de Hornos y el Pacífico. Dejando atrás la muy antigua y benefactora ciudad de Manhatto, llegué a New Bedford sin novedad. Era una noche de sábado de diciembre. Muy decepcionado quedé al enterarme de que ya había zarpado el pequeño paquebote de Nantucket, y de que hasta el siguiente lunes no se ofrecería manera alguna de alcanzar aquel lugar.

      Ya que muchos jóvenes candidatos a los sufrimientos y penalidades de la pesca de la ballena paran en este mismo New Bedford, para desde allí embarcarse en su expedición, es propio que se diga que yo, personalmente, no tenía intención de hacerlo así. Pues estaba resuelto a no navegar en navío alguno que no fuera de Nantucket, ya que, en todo lo asociado con esa famosa añeja isla, había un algo peculiar y perturbador que me agradaba extraordinariamente. Además, aunque en los últimos tiempos New Bedford ha ido monopolizando gradualmente el negocio de la pesca de la ballena, y aunque en este aspecto la pobre Nantucket está ahora muy por detrás de ella, Nantucket, sin embargo, fue la gran pionera –el Tiro de este Cartago–, el lugar donde encallaron la primera ballena americana a la que se dio muerte. ¿De qué otro lugar, sino de Nantucket, par­tieron inicialmente en sus canoas esos balleneros aborígenes, los pieles rojas, para dar caza al leviatán? ¿Y de dónde, sino también de Nantucket, partió esa primera pequeña balandra aventurera, lastrada en parte con guijarros importados –eso dice la historia–, para arrojar a las ballenas, con objeto de saber cuándo estaban suficientemente cerca como para arriesgar un arpón desde el bauprés?

      Disponiendo ahora ante mí de una noche, un día y de aún otra noche posterior en New Bedford, antes de poder embarcar para mi puerto de destino, tornose asunto de preocupación dónde iba yo a comer y dormir mientras tanto. Era noche de aspecto muy poco claro; qué digo, noche muy oscura y lúgubre, fría, que cortaba, y desabrida. No conocía a nadie en aquel lugar. Con ansiosos rezones me había sondado el bolsillo, y sólo había sacado unas pocas monedas de plata... Así que, donde quiera que vayas, Ismael, me dije a mí mismo mientras permanecía en medio de una lóbrega calle, con mi bolsa al hombro, y comparando las tinieblas hacia el norte con la oscuridad hacia el sur... donde quiera que en tu sabiduría puedas decidir alojarte para pasar la noche, mi querido Ismael, asegúrate de preguntar el precio, y no seas muy escogido.

      Con indecisos pasos vagué por las calles, y pasé el rótulo de Los Arpones Cruzados... pero aquello parecía demasiado gravoso y animado. Más adelante, desde las brillantes ventanas rojas de La

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