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Moby-Dick o la ballena. Herman Melville
Читать онлайн.Название Moby-Dick o la ballena
Год выпуска 0
isbn 9788446037064
Автор произведения Herman Melville
Жанр Языкознание
Серия Básica de Bolsillo
Издательство Bookwire
Id y observad los emblemáticos arpones de hierro alrededor de aquella excelsa mansión, y vuestra pregunta será respondida. Sí: todas estas rumbosas casas y estos jardines floridos vinieron desde los océanos Atlántico, Pacífico e Índico. Unas y otros fueron arponeados y arrastrados aquí arriba desde el fondo del mar. ¿Puede Herr Alexarder1 obrar una proeza semejante?
En New Bedford, dicen, los padres dan ballenas a sus hijas como dote, y legan a sus sobrinas unas cuantas marsopas por cabeza. Debéis ir a New Bedford para ver una boda brillante; pues, dicen, todas las casas tienen depósitos de aceite, y cada noche se queman sus reservas despreocupadamente en velas de esperma de ballena.
En verano la ciudad es agradable de ver; llena de magníficos arces... largas avenidas de verde y oro. Y en agosto, a lo alto en el aire, los bellos y generosos castaños de Indias ofrecen al paseante, como candelabros, sus piramidales conos erguidos de agrupadas floraciones. Tan omnipotente es el arte, que en muchos distritos de New Bedford ha superpuesto brillantes terrazas de flores sobre las desoladas rocas de desecho dejadas de lado en el día final de la Creación.
Y las mujeres de New Bedford florecen como sus propias rosas rojas. Aunque las rosas sólo florecen en verano; mientras que el hermoso carmesí de sus mejillas es perenne, como la luz del sol en el séptimo cielo. Igualar en otra parte ese florecer suyo no podréis, excepto en Salem, donde, me dicen, las jóvenes emanan tal fragancia que sus novios marineros las olfatean a millas lejos de la costa, como si estuvieran acercándose a las olorosas Molucas en lugar de a las puritanas arenas.
1 Herr Alexarder: mago alemán que actuó con enorme éxito en Nueva York en la década de 1840.
Capítulo 7
La capilla
En este mismo New Bedford se yergue una Capilla de los Balleneros y pocos son los apesadumbrados marineros que, próximamente rumbo al océano Índico o al Pacífico, dejan de hacer una visita dominical al lugar. En verdad que yo no dejé de hacerla.
De regreso de mi primer paseo matinal, volví a encaminarme por este especial recorrido. El cielo había cambiado de claro, frío y soleado a niebla y una intensa aguanieve. Me abrí paso contra la terca tormenta arropándome en mi holgada cazadora del paño llamado «piel de oso». Al entrar me encontré una pequeña y dispersa congregación de marineros, y esposas y viudas de marineros. Reinaba un enmudecido silencio sólo roto a veces por los chirridos de la tormenta. Cada callado feligrés parecía haberse sentado intencionadamente alejado del otro, como si todo silencioso pesar fuera insular e incomunicable. El capellán no había llegado todavía; y esas mudas islas de hombres y mujeres se sentaban allí, observando impávidamente varias losas de mármol con bordes negros, encastradas en la pared a ambos lados del púlpito. Tres de ellas rezaban algo así como lo que sigue, aunque no pretendo citar...
Consagrada
a la memoria
de
John Talbot,
el cual, a la edad de dieciocho años, fue perdido fuera borda,
cerca de la isla de la Desolación, en aguas de la Patagonia,
1 de noviembre, 1836
esta lápida
es erigida en su memoria
por su hermana
Consagrado
a la memoria
de
Robert Long, Willis Ellery,
Nathan Coleman, Walter Canny,
Seth Macy y Samuel Cleig,
que formaban una de las dotaciones de las lanchas
del
barco Eliza
que fue remolcada por una ballena hasta perderse de vista
en el caladero de alta mar del
Pacífico,
31 de diciembre, 1839
este mármol
es colocado aquí por sus supervivientes
compañeros de tripulación
Consagrada
a la memoria
del
difunto
capitán Ezekiel Hardy,
que en la proa de su lancha fue muerto por un
cachalote en la costa de Japón
3 de agosto, 1833
esta lápida
es erigida a su memoria
por
su viuda
Sacudiéndome el aguanieve de mis congelados sombrero y cazadora, me senté cerca de la puerta, y al volverme de lado me sorprendió ver a Queequeg cerca de mí. Afectado por la solemnidad de la escena, había en su semblante una embelesada mirada de incrédula curiosidad. Este salvaje fue la única persona presente que pareció darse cuenta de mi entrada; pues era el único que no sabía leer y, por lo tanto, no estaba leyendo esas frígidas inscripciones de la pared. Yo no sabía si en aquel momento estaba entre la congregación alguno de los parientes de los marineros cuyos nombres aparecían allí; pero son tantos los accidentes no registrados en la pesquería, y tan claramente ostentaban varias mujeres presentes el semblante, si no los modos, de algún incesante pesar, que estoy seguro de que aquí, ante mí, se hallaban reunidos aquellos en cuyos incurables corazones la visión de esas desoladas lápidas provocaba compasivamente que las antiguas heridas sangraran de nuevo.
¡Oh, vos, cuyos muertos yacen enterrados bajo la verde hierba!; que estando entre flores podéis decir... Aquí, aquí yace mi ser amado; vos no sabéis la desolación que se incuba en pechos como éstos. ¡Qué amargos espacios en blanco en esos mármoles bordeados de negro que no cubren cenizas! ¡Qué desesperación en esas inamovibles inscripciones! Qué mortales vacíos e indeseadas infidelidades en las líneas que parecen roer toda fe, y negar la resurrección a los seres que han ilocalizadamente perecido, sin una tumba. Esas lápidas podían lo mismo estar en la cueva de Elefanta que aquí.
En qué censo de criaturas vivas se incluyen los muertos de la humanidad; por qué hay un proverbio universal que dice de ellos que no cuentan historias, aunque albergan más secretos que Goodwin Sands; cómo es que al que ayer partió para el otro mundo, a su nombre anteponemos una palabra tan significativa e infiel1, y no le agraciamos, sin embargo, de este modo si sólo se embarca a las remotas Indias de esta tierra viva; por qué las compañías de seguros de vida pagan indemnizaciones de muerte sobre inmortales; en qué eterna, inmovilizante parálisis y mortal desahuciado trance yace todavía el vetusto Adán, que murió hace sesenta siglos cumplidos; cómo es que aún nos negamos a ser confortados por esos que no obstante mantenemos que habitan en inexpresable dicha; por qué todo lo vivo se esfuerza en acallar todo lo muerto; de dónde que el rumor de unos golpes en una tumba aterrorice a una ciudad entera. Todas estas cosas no carecen de su significado.
Pero la fe, como un chacal, se alimenta entre las tumbas, e incluso en esas dudas muertas recolecta su más vital esperanza.
Apenas se necesita decir con qué sentimientos, en la víspera de un viaje a Nantucket, observé esas lápidas, y a la lóbrega luz de ese oscurecido y entristecido día leí el sino de los balleneros que habían partido antes que yo. Sí, Ismael, el mismo sino puede ser vuestro. Pero de algún modo me volví a alegrar. Atrayentes incentivos para embarcar, buena oportunidad de promoción... Sí, una lancha desfondada me hará inmortal por méritos en combate. Sí, hay muerte en este negocio de la pesca de la ballena... un rápido, mudo y caótico empaquetado de un hombre a la eternidad.