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de sus mejillas. Pensé yo, Queequeg, esto es lo que se dice emplear al límite la mejor cubertería de la marca Roger. Esta operación dejó de sorprenderme posteriormente, cuando me enteré del buen acero de que está hecha la punta de un arpón, y de lo extremadamente afilados que se mantienen siempre los largos filos rectos.

      El resto de su aseo se concluyó pronto, y él salió orgullosamente de la habitación, envuelto en su gran cazadora de piloto, y manejando su arpón como el bastón de mando de un mariscal.

      Capítulo 5

      Desayuno

      Rápidamente seguí su ejemplo, y descendiendo al bar, muy amigablemente abordé al sonriente posadero. No albergaba rencor hacia él, aunque hubiera estado mofándose no poco de mí en el asunto de mi compañero de cama.

      Por más que una buena risa es cosa estupenda, y cosa estupenda más bien demasiado escasa; a más lamentar. Así que, si cualquier hombre, en su propia peculiar persona, alberga materia para gastar una buena broma a alguien, que no se retraiga, que alegremente permita que le empleen y emplearse de esa manera. Y en el hombre que tiene algo pródigamente risible en sí, estad seguros de que en ese hombre hay más de lo que quizá consideréis.

      El bar estaba ahora lleno de los huéspedes que habían ido llegando la noche anterior, y a los cuales yo todavía no había echado una buena mirada. Casi todos eran balleneros; primeros oficiales, y segundos oficiales, y terceros oficiales, y carpinteros de barco, y toneleros de barco, y herreros de barco, y arponeros, y guardanaves: una compañía de boscosas barbas, curtida y fornida; un conjunto peludo, no trasquilado, vistiendo todos cazadoras a modo de batín de mañana.

      Muy fácilmente podías decir cuánto tiempo había estado en tierra cada uno. La sana mejilla de este joven es de una tonalidad como la pera tostada al sol, y pareciera oler casi así de almizcleña; no puede llevar tres días desembarcado de su viaje a la India. El hombre a su lado parece unos tonos más claro; podrías decir que en él hay un toque de madera de satín. En el aspecto de un tercero todavía perdura un bronceado tropical, aunque, con todo, levemente blanqueado; él, sin duda, ha permanecido semanas enteras en tierra. Mas quién podía lucir una mejilla como la de Queequeg, que, rayada con diversas tinturas, parecía mostrar, como la vertiente occidental de los Andes, climas contrapuestos, zona a zona.

      —¡El condumio! –gritó ahora el posadero, abriendo de golpe la puerta; y adentro fuimos a desayunar.

      Dicen que los hombres que han visto el mundo se tornan por esa causa muy sueltos de trato, muy seguros en sociedad. No siempre, no obstante. De entre todos los hombres de un salón, Ledyard, el gran viajero de Nueva Inglaterra, y Mungo Park, el de Escocia, eran los que tenían la menor seguridad en sí mismos. Aunque quizá la mera travesía de Siberia en un trineo tirado por perros, como hizo Ledyard, o el dar un largo y solitario paseo con el estómago vacío por el corazón negro de África, que fue la suma de los logros del pobre Mungo... este tipo de viaje, digo, quizá no sea el mejor modo de adquirir un distinguido lustre social. De cualquier manera, en su mayor parte, este tipo de cosas pueden obtenerse en cualquier sitio.

      Las reflexiones que acabo de hacer están ocasionadas por la circunstancia de que una vez que todos estuvimos sentados a la mesa, y yo me preparaba a escuchar unas buenas historias sobre la pesca de la ballena, ante mi no pequeña sorpresa, casi todos los hombres mantuvieron un profundo silencio. Y no sólo eso, sino que también parecían azorados. Sí, aquí había un grupo de lobos de mar, muchos de los cuales, sin la menor vacilación, habían abordado grandes ballenas en alta mar –unas completas desconocidas para ellos–, y sin pestañear se habían batido con ellas hasta matarlas; y aquí, sin embargo, se sentaban a una mesa comunal de desayuno –todos de la misma ocupación, todos de gustos afines– mirándose unos a otros a su alrededor tan temerosamente como si nunca hubieran perdido de vista algún redil en las Green Mountains. Una curiosa visión; estos vacilantes osos, ¡estos tímidos guerreros balleneros!

      Mas en lo referente a Queequeg... Sí, Queequeg se sentaba allí, entre ellos... en la cabecera de la mesa, además, así se había dado; tan frío como un carámbano. Por supuesto, no puedo decir mucho a favor de su educación. Su mayor admirador no podría haber sinceramente justificado que se trajera el arpón consigo al desayuno, y que lo utilizara allí sin ninguna ceremonia; alcanzando con él por encima de la mesa, y pinchando los filetes de buey hacia sí, para inminente peligro de muchas cabezas. Pero eso ciertamente lo hacía con desenvoltura, y todo el mundo sabe que, según la opinión de mucha gente, hacer algo con desenvoltura es hacerlo con gentileza.

      No hablaremos aquí de todas las peculiaridades de Queequeg; cómo renunciaba al café y a los bollos, y centraba toda su atención en los filetes de buey, poco hechos. Baste que cuando terminó el desayuno se retiró como los demás al salón público, encendió su pipa-tomahawk, y allí estaba sentado, tranquilamente digiriendo y fumando, con su inseparable sombrero puesto, cuando yo salí a dar una vuelta.

      Capítulo 6

      La calle

      Si inicialmente me hubiera quedado perplejo al haber podido observar un individuo tan inverosímil como Queequeg circulando entre la cortés sociedad de una ciudad civilizada, esa perplejidad pronto desapareció al dar mi primer paseo diurno por las calles de New Bedford.

      En las vías públicas cercanas a los muelles, cualquier puerto de mar de cierta entidad brindará con frecuencia la oportunidad de observar indescriptibles tipos de la más extraña apariencia, llegados de tierras lejanas. Incluso en Broadway y en Chestnut Street, marineros mediterráneos dan a veces un empellón a las atemorizadas damas. Regent Street no es desconocida para los malayos y los lascars; y en Bombay, en el Apollo Green, yanquis de carne y hueso asustaban con frecuencia a los nativos. Pero New Bedford supera a todas las Water Streets y a todos los Wappings. En estos últimos rincones sólo ves marineros; pero en New Bedford hay auténticos caníba­les charlando en las esquinas, absolutos salvajes; muchos de los cuales todavía portan sobre sus huesos carne profanada. Es algo que a un forastero le hace mirar.

      Pero además de los fijianos, tongataboanos, erromangoanos, pannangios, y brighggios, y además de los fieros especímenes de la profesión ballenera que fluctúan por las calles, verás otras vistas todavía más curiosas, ciertamente más cómicas. A esta ciudad llegan semanalmente montones de cándidos nativos de Vermont y de New Hampshire, todos sedientos de lucro y de gloria en la pesquería. En su mayor parte son jóvenes, de complexión recia; tipos que han talado bosques y que ahora buscan dejar el hacha y empuñar la lanza ballenera. Muchos están tan verdes como las Green Mountains de donde vinieron. En algunos aspectos pensarías que apenas tienen unas horas de edad. ¡Mirad allí!, a ese individuo volviendo la esquina. Lleva un sombrero de castor y una chaqueta de frac ceñida con cinturón de marinero y navaja enfundada. Aquí viene otro con un sueste y una capa de bombasí.

      No hay dandi criado en ciudad que pueda compararse con uno criado en el campo... Me refiero a un auténtico dandi paleto... un tipo que en plena canícula siega sus dos acres con guantes de cabritilla por temor a broncearse las manos. Ahora bien, cuando a un dandi campestre de este tipo se le mete en la cabeza hacerse una reputación distinguida, y se enrola en la gran pesquería de la ballena, deberíais ver las payasadas que hace cuando llega al puerto de mar. Al encargar su indumentaria marina, pide botones de fantasía para sus chalecos; tirantes para sus pantalones de lienzo. ¡Ah, pobre palurdo! Qué amargamente se partirán esos tirantes en la primera aullante galerna, cuando seáis arrastrado, tirantes, botones y demás, garganta de la tempestad abajo.

      Mas no penséis que esta famosa ciudad sólo tiene arponeros, caníbales y paletos que mostrar a sus visitantes. En modo alguno. Pues New Bedford es un sitio singular. De no haber sido por nosotros, balleneros, esa porción de tierra quizá estaría hoy en día en tan ululante condición como la costa del Labrador. Tal como están las cosas, hay zonas de su comarca interior que se bastan para asustarle a uno, tan esqueléticas se las ve. La propia ciudad es quizá el lugar más caro para vivir de toda Nueva Inglaterra. Es tierra de aceite, sin duda: aunque no como Canaan, también una tierra de grano y vino. Por las calles no corre la leche; ni pavimentan éstas con huevos frescos en primavera. No obstante, a pesar de ello, en ningún lugar de toda América encontraréis más casas de apariencia patricia,

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