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comida, reparaba los desperfectos de la barraca y tomaba lecciones de las vecinas para que su padre no notase la ausencia de una mujer en la vivienda. Todo lo hacía con gravedad, como si la terrible lucha sostenida para subsistir hubiese dejado en él un rastro inextinguible de tristeza.

      El padre se mostraba satisfecho cuando marchaba hacia la barca seguido por el muchacho casi oculto bajo el montón de redes. Crecía rápidamente, sus fuerzas eran cada vez mayores, y el tío Paloma enorgullecíase viendo con qué impulso sacaba los mornells del agua ó hacía deslizarse la barca sobre el lago.

      —Es el hombre más hombre de toda la Albufera—decía á sus amigos—. Su cuerpo se la venga ahora de las enfermedades que sufrió de pequeño.

      Las mujeres del Palmar alababan no menos sus sanas costumbres. Ni locuras con los jóvenes que se congregaban en la taberna, ni juegos con ciertos perdidos que, una vez terminada la pesca, se tendían panza abajo sobre los juncos, á espaldas de cualquier barraca, y pasaban las horas manejando una baraja mugrienta.

      Siempre serio y pronto para el trabajo, Tono no daba á su padre el más leve disgusto. El tío Paloma, que no podía pescar acompañado, pues al menor descuido se enfurecía é intentaba pegar al camarada, jamás reñía á su hijo, y cuando, entre bufidos de mal humor, intentaba darle una orden, ya el muchacho, adivinándola, había puesto manos á la obra.

      Cuando Tono fué un hombre, su padre, aficionado á la vida errante y rebelde á la existencia de familia, experimentó los mismos deseos que el primitivo tío Paloma. ¿Qué hacían aislados los dos hombres en la soledad de la vieja barraca? Le repugnaba ver á su hijo, un hombretón ancho y forzudo, inclinarse ante el hogar, en el centro de la barraca, soplando el fuego y preparando la cena. Muchas veces sentía remordimiento contemplando sus manos cortas y velludas, con dedos de hierro, fregando las cazuelas y haciendo saltar con un cuchillo las escamas duras, de reflejos metálicos, de los peces del lago.

      En las noches de invierno parecían náufragos refugiados en una isla desierta. Ni una palabra entre ellos, ni una risa, ni una voz de mujer que los alegrase. La barraca tenía un aspecto lúgubre. En el centro ardía el fogón á nivel del suelo, un pequeño espacio cuadrado con orla de ladrillos. Enfrente el banco de la cocina, con una pobre fila de cacharros y antiguos azulejos. Á ambos lados los tabiques de dos cuartos, construídos con cañas y barro, como toda la barraca; y por encima de estos tabiques, que sólo tenían la altura de un hombre, todo el interior de la techumbre negro, con capas de hollín, ahumado por el fuego de muchos años, sin otro respiradero que un orificio en la montera de paja, por donde entraban silbando los vendavales de invierno. Del techo pendían los trajes impermeables del padre y del hijo para las pescas nocturnas: pantalones rígidos y pesados, chaquetas con un palo atravesado en las mangas, la tela gruesa, amarilla y reluciente por las frotaciones de aceite. El viento, al penetrar por el boquete que servía de chimenea, columpiaba estos extraños monigotes, que reflejaban en su grasienta superficie la luz roja del hogar. Parecía que los dos habitantes de la barraca se habían ahorcado de la techumbre.

      El tío Paloma se aburría. Gustábale hablar: en la taberna juraba á su gusto, maltrataba á los otros pescadores, los deslumbraba con el recuerdo de los grandes personajes que había conocido; pero en su casa no sabía qué decir, su conversación no merecía la menor réplica del hijo obediente y callado, perdiéndose sus palabras en un silencio respetuoso y abrumador. El barquero lo declaraba á gritos en la taberna con su alegre brutalidad. Aquel hijo era muy bueno, pero no se le parecía; siempre silencioso y sumiso. La difunta debía haberle hecho alguna trampa.

      Un día abordó á Tono con su expresión imperiosa de padre al uso latino, que considera á los hijos faltos de voluntad y dispone sin consulta de su porvenir y su vida. Debía casarse: así no estaban bien; en la casa faltaba una mujer. Y Tono acogió esta orden como si le hubiera dicho que al día siguiente había de aparejar la barca grande para esperar en el Saler á un cazador de Valencia. Estaba bien. Procuraría cumplir cuanto antes la orden de su padre.

      Y mientras el muchacho buscaba por cuenta propia, el viejo barquero comunicaba sus propósitos á todas las comadres del Palmar. Su Tono quería casarse. Todo lo suyo era del muchacho: la barraca, la barca grande con su vela nueva y otra vieja que aún era mejor; dos barquitos, no recordaba cuántas redes, y encima de esto, las condiciones del chico, trabajador, serio, sin vicios y libre del servicio militar por un buen número en el sorteo. En fin: no era un gran partido, pero desnudo como un sapo de las acequias no estaba su Tono; ¡y para las muchachas que había en el Palmar!...

      El viejo, con su desprecio á la mujer, escupía viendo las jóvenes, entre las cuales se ocultaba su futura nuera. No; no eran gran cosa aquellas vírgenes del lago, con sus ropas lavadas en el agua pútrida de los canales, oliendo á barro y las manos impregnadas de una viscosidad que parecía penetrar hasta los huesos. El pelo descolorido por el sol, blanquecino y pobre, apenas si sombreaba sus caras enjutas y rojizas, en las que los ojos brillaban con el fuego de una fiebre siempre renovada al beber las aguas del lago. Su perfil anguloso, la sutilidad escurridiza de su cuerpo y el hedor de los zagalejos, las daba cierta semejanza con las anguilas, como si una nutrición monótona é igual de muchas generaciones hubiera acabado por fijar en aquella gente los rasgos del animal que les servía de sustento.

      Tono escogió una; cualquiera, la que menos obstáculos opuso á su timidez. Se verificó la boda, y el viejo tuvo en la barraca un ser más con quien hablar y á quien reñir. Sentía cierta voluptuosidad al ver que sus palabras no quedaban en el vacío y que la nuera oponía protestas á sus exigencias de malhumorado.

      Con esta satisfacción coincidió un disgusto. Su hijo parecía olvidar las tradiciones de la familia. Despreciaba el lago para buscar la vida en los campos, y en Septiembre, cuando recogían el arroz y los jornales se pagaban caros, abandonaba la barca, haciéndose segador, como muchos otros que excitaban la indignación del tío Paloma. Esta tarea de trabajar en el barro, de martirizar los campos, correspondía á los forasteros, á los que vivían lejos de la Albufera. Los hijos del lago estaban libres de tal esclavitud. Por algo les había puesto Dios junto á aquella agua, que era una bendición. En su fondo estaba la comida, y era un disparate, una vergüenza, trabajar todo el día con barro á la cintura, las piernas comidas de sanguijuelas y la espalda tostada por el sol, para coger unas espigas que finalmente no eran para ellos. ¿Iba su hijo á hacerse labrador?... Y al formular esta pregunta, el viejo metía en sus palabras todo el asombro, la inmensa extrañeza de un hecho inaudito, como si hablase de que algún día la Albufera podía quedarse en seco.

      Tono, por primera vez en la vida, osaba oponerse á las palabras de su padre. Pescaría, como siempre, el resto del año. Pero ahora era casado, las atenciones de la casa resultaban mayores, y sería una imprudencia despreciar los magníficos jornales de la siega. Á él le pagaban mejor que á los otros, por su fuerza y su asiduidad en el trabajo. Los tiempos había que tomarlos como venían; cada vez se cultivaba más arroz en las orillas del lago, las antiguas charcas se cubrían de tierra, los pobres se hacían ricos, y él no era tan tonto que perdiese su parte en la nueva vida.

      El barquero aceptaba refunfuñando esta transformación en las costumbres de la casa. La sensatez y la gravedad de su hijo le imponían cierto respeto, pero protestaba, apoyado en la percha, á orillas del canal, conversando con otros barqueros de su buena época. ¡Iban á transformar la Albufera! Dentro de pocos años nadie la conocería. Por la parte de Sueca colocaban ciertos armatostes de hierro dentro de unas casitas con grandes chimeneas y... ¡eche usted humo! Las antiguas norias, tranquilas y simpáticas, con su rueda de madera carcomida y sus arcaduces negros, iban á ser sustituidas por maquinarias infernales que moverían las aguas con un estrépito de mil demonios. ¡Milagro sería que toda la pesca no tomase el camino del mar, fastidiada por tales innovaciones! Iban á cultivarlo todo; echaban tierra y más tierra sobre el lago. Por poco que él viviese, aún había de ver cómo la última anguila, falta de espacio, se marchaba moviendo el rabo por la boca del Perelló, desapareciendo en el mar. ¡Y Tono metido en esta obra de piratas! ¡Habría que ver á un hijo suyo, á un Paloma, convertido en labrador!... Y el viejo reía como si imaginase un suceso irrealizable.

      Pasó el tiempo y su nuera le dió un nieto, un Tonet, que el abuelo

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