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¡Qué grande eres!

      É intentó huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asombro, pareció reconocerle y se enroscó en torno de sus hombros, estrechándolo con un anillo de su piel rugosa sacudida por nerviosos estremecimientos. El soldado forcejeó.

      —¡Suelta, Sancha, suelta! No me abraces. Eres demasiado grande para estos juegos.

      Otro anillo oprimió sus brazos, agarrotándolos. La boca del reptil le acariciaba como en otros tiempos; su aliento le agitaba el bigote, causándole un escalofrío angustioso, y mientras tanto los anillos se contraían, se estrechaban, hasta que el soldado, asfixiado, crujiéndole los huesos, cayó al suelo envuelto en el rollo de pintados anillos.

      Á los pocos días unos pescadores encontraron su cadáver: una masa informe, con los huesos quebrantados y la carne amoratada por el irresistible apretón de Sancha. Así murió el pastor, víctima de un abrazo de su antigua amiga.

      En la barca correo reían los forasteros oyendo el cuento, mientras las mujeres agitaban sus pies con cierta inquietud, creyendo que lo que rebullía cerca de sus faldas con sordos gemidos era la Sancha, refugiada en el fondo de la embarcación.

      Terminaba el lago. Otra vez la barca penetraba en una red de canales, y lejos, muy lejos, sobre el inmenso arrozal, se destacaban las casas del Saler, el pueblecito de la Albufera más cercano á Valencia, con el puerto ocupado por innumerables barquichuelos y grandes barcas que cortaban el horizonte con sus mástiles sin labrar, semejantes á pinos mondados.

      Terminaba la tarde. La barca deslizábase con menos velocidad por las aguas muertas del canal. La sombra de la vela pasaba como una nube sobre los arrozales enrojecidos por la puesta del sol, y en el ribazo marcábanse sobre un fondo anaranjado las siluetas de los pasajeros.

      Continuamente pasaban moviendo la percha gentes que volvían de sus campos, de pie en los barquichuelos negros, pequeñísimos, con la borda casi á ras del agua. Estos esquifes eran los caballos de la Albufera. Desde la niñez, todos los nacidos en aquella tribu lacustre aprendían á manejarlos. Eran indispensables para trabajar en el campo, para ir á la casa del vecino, para ganarse la vida. Tan pronto pasaba por el canal un niño, como una mujer, ó un viejo, todos moviendo la percha con ligereza, apoyándola en el fondo fangoso para hacer resbalar sobre las aguas muertas el zapato que les servía de embarcación.

      En las acequias inmediatas se deslizaban otros barquitos, invisibles tras los ribazos, y por encima de las malezas avanzaban los bateleros con el tronco inmóvil, corriendo á impulsos de sus puños.

      De vez en cuando los del correo veían abrirse en los ribazos anchas brechas, por las que se esparcían sin ruido ni movimiento las aguas del canal, durmiendo bajo una capa de verdura viscosa y flotante. Suspendidas de estacas cerraban estas entradas las redes para las anguilas. Al aproximarse la barca, saltaban de las tierras de arroz ratas enormes, desapareciendo en el barro de las acequias.

      Los que antes se habían enardecido con venatorio entusiasmo ante los pájaros del lago, sentían renacer su furia viendo las ratas de los canales. ¡Qué buen escopetazo! ¡Magnífica cena para la noche!...

      La gente de tierra adentro escupía con expresión de asco, entre las risas y protestas de los de la Albufera. ¡Un bocado delicioso! ¿Cómo podían hablar si nunca lo habían probado? Las ratas de la marjal sólo comían arroz; eran plato de príncipe. No había más que verlas en el mercado de Sueca, desolladas, pendientes á docenas de sus largos rabos en las mesas de los carniceros. Las compraban los ricos; la aristocracia de las poblaciones de la Ribera no comía otra cosa. Y Cañamèl, como si por su calidad de rico creyese indispensable decir algo, cesaba de gemir para asegurar gravemente que sólo conocía en el mundo dos animales sin hiel: la paloma y la rata; con esto quedaba dicho todo.

      La conversación se animó. Las demostraciones de repugnancia de los forasteros servían para enardecer á los de la Albufera. El envilecimiento físico de la gente lacustre, la miseria de un pueblo privado de carne, que no conoce más reses que las que ve correr de lejos en la Dehesa y vive condenado toda su vida á nutrirse con anguilas y peces de barro, se revelaba en forma bravucona, con el visible deseo de asombrar á los forasteros ensalzando la valentía de sus estómagos. Las mujeres enumeraban las excelencias de la rata en el arroz de la paella; muchos la habían comido sin saberlo, asombrándose con el sabor de una carne desconocida. Otros recordaban los guisados de serpiente, ensalzando sus rodajas blancas y dulces, superiores á las de la anguila, y el barquero desorejado rompió el mutismo de todo el viaje para recordar cierta gata recién parida que había cenado él con otros amigos en la taberna de Cañamèl, arreglada por un marinero que después de correr mucho mundo tenía manos de oro para estos guisos.

      Comenzaba á anochecer. Los campos se ennegrecían. El canal tomaba una blancura de estaño á la tenue luz del crepúsculo. En el fondo del agua brillaban las primeras estrellas, temblando con el paso de la barca.

      Estaban próximos al Saler. Sobre los tejados de las barracas erguíase entre dos pilastras el esquilón de la casa de la Demaná, donde se reunían cazadores y barqueros la víspera de las tiradas para escoger los puestos. Junto á la casa se veía una enorme diligencia, que había de conducir á la ciudad á los pasajeros del correo.

      Cesaba la brisa, la vela caía desmayada á lo largo del mástil, y el desorejado empuñaba la percha, apoyándose en los ribazos para empujar la embarcación.

      Pasó con dirección al lago una barca pequeña cargada de tierra. Una muchacha perchaba briosamente en la proa, y en el otro extremo la ayudaba un joven con un gran sombrero de jipijapa.

      Todos los conocieron. Eran los hijos del tío Tòni, que llevaban tierra á su campo: la Borda, aquella expósita infatigable, que valía más que un hombre, y Tonet el Cubano, el nieto del tío Paloma, el mozo más guapo de toda la Albufera, un hombre que había visto mundo y tenía algo que contar.

      —¡Adiós, Bigòt!—le gritaron familiarmente.

      Le daban tal apodo á causa del bigote que sombreaba su rostro moreno, adorno desusado en la Albufera, donde todos llevan rasurado el rostro. Otros le preguntaban con irónico asombro desde cuándo trabajaba.

      Se alejó el barquito, sin que Tonet, que había lanzado una rápida ojeada á los pasajeros, pareciese oir las bromas.

      Muchos miraron con cierta insolencia á Cañamèl, permitiéndose las mismas bromas brutales que se usaban en su taberna... ¡Ojo, tío Paco! ¡Él iba á Valencia, mientras Tonet pasaría la noche en el Palmar!...

      El tabernero fingió al principio no oirles, hasta que, cansado de sufrir, se enderezó con nervioso impulso, pasando por sus ojos una chispa de ira. Pero la masa grasienta del cuerpo pareció gravitar sobre su voluntad, y se encogió en el banco, como aplastado por el esfuerzo, gimiendo otra vez dolorosamente y murmurando entre quejidos:

      —¡Indesents!... ¡indesents!...

       Índice

      La barraca del tío Paloma se alzaba á un extremo del Palmar.

      Un gran incendio había dividido la población, cambiando su aspecto. Medio Palmar fué devorado por las llamas. Las barracas de paja se convirtieron rápidamente en cenizas, y sus dueños, queriendo vivir en adelante sin miedo al fuego, construyeron edificios de ladrillo en los solares calcinados, empeñando muchos de ellos su escasa fortuna para traer los materiales, que resultaban costosos después de atravesar el lago. La parte del pueblo que sufrió el incendio se cubrió de casitas, con las fachadas pintadas de rosa, verde ó azul. La otra parte del Palmar conservó el primitivo carácter, con las techumbres de sus barracas redondas por los dos frentes, como barcos puestos á la inversa sobre las paredes de barro.

      Desde la plazoleta de la iglesia hasta el final de la población por la parte de la Dehesa, se extendían las barracas, separadas unas de otras por miedo al incendio, como sembradas al azar.

      La

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