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sin embargo da la sensación en las páginas de Séneca de que está algo abandonado a su fortuna o al destino o, al menos, desvalido ante ellos. Estamos frente a una de las aporías no solo de Séneca, sino en general de la filosofía y literaturas grecolatinas. Habrá ocasión de afrontar esta problemática en el capítulo segundo, para detectar la evolución de Séneca en esta incógnita.

      La metáfora de la vida como navegación que nos ha ofrecido Séneca nos seguirá conduciendo una buena parte de estas páginas como alegoría llena de sentido.

      La vida ha comenzado, y está con nosotros la divinidad que nos ha puesto en ella. Pero tenemos que saber nuestro destino, nuestro quo o término ad quem. Saber a dónde nos dirigimos es como tener claro qué queremos en la vida y por qué luchamos en ella. De lo contrario, si no conocemos bien ese objetivo, el error inicial nos llevará a la deriva hacia destinos no queridos. Es de sentido común, sí, pero ese requisito elemental es a la par tan imprescindible, que no hay que darlo por supuesto: «Hasta tal punto no es tan fácil conseguir una vida feliz, que todo el mundo se aparta de ella tanto más lejos cuanto más impetuosamente se lanza a ella, si se ha equivocado el camino. Cuando este lleva en dirección opuesta, la velocidad misma es motivo de un mayor distanciamiento» (Sobre la vida feliz, I, 1). Un consejo tan de Perogrullo se eleva a principio no solo del recto vivir, sino de cualquier ciencia y de toda filosofía. Por eso Aristóteles reivindicaba para el pensamiento esa necesidad de la experiencia humana: no errar en el comienzo.15

      El filósofo hispanorromano nos da las pautas para no errar. Subraya que el hombre busca en la vida, ante todo, la felicidad. La Siracusa de llegada es la vita beata. Estamos en otra vertiente de la contemplada hace un instante, o en la cara posterior complementaria: a la angustia de la vida como tormento del existir es verdad que sigue la muerte, pero no lo es menos que al hombre le repugna una vida como suplicio —versión masoquista—. El hombre anhela la felicidad y una vida que, aun con tormentas e incluso tormentos, llegue a la felicidad, aunque sea después de la muerte. El tratado Sobre la vida feliz lo afirma desde el inicio mismo con sentencia de estilo sapiencial: «Todos, hermano Galio, anhelan vivir felizmente».16 Señalaba Julián Marías17 que este exordio de la obra recuerda la primera frase de la Metafísica de Aristóteles que se ha citado arriba. Queda claro que todos desean, por naturaleza, ser felices, como también quieren saber. La felicidad es algo natural o según la naturaleza del hombre. Cupiditas naturalis, la llama Séneca. Tener claro ese objetivo para la vida y el camino conducente a él nos ayudará a evaluar diariamente la derrota de nuestra travesía, para no desviarnos y para tener noticia de la cercanía o separación del destino último. Así, el deseo de la felicidad es a la vez término inicial —término a quo— de lo que el hombre pide a la vida y quiere de ella, y punto de llegada o término ad quem. Sin olvidar que esa cupiditas naturalis de la felicidad es también motor —término per quem— en el transcurso de la existencia. El puerto de la felicidad ocupará más adelante la reflexión en el capítulo tercero de estas páginas.

       II. Los imponderables de la navegación. El hombre ante Dios y ante el destino

      Estamos en el mare nostrum de la propia vida y vamos a Sicilia. Por más señas, rumbo a Siracusa. No sabemos mucho más de esa travesía en que tanto nos va. No la hemos elegido, aunque, ya en la mar, tampoco la rechazamos, a menos que optemos por el suicidio voluntario. Si después de exponernos alguien el mapa de ruta hacia Siracusa, con todos los pormenores, nos hacemos a la mar, estamos avisados: se darán momentos placenteros —voluptates— y también incomodidades, trabajos y sufrimientos —incommoda— (cf. Consolación a Marcia, XVII, 2). Nosotros, en el viaje de la vida, nos encontramos ya en la travesía cuando alguien nos va enseñando cómo avanzar. Son nuestros padres, nuestros amigos y nuestros educadores. Pero hay muchos imponderables en la navegación. Sabemos que pueden surgir marejadas y borrascas, pero no cuándo ni por dónde se van a levantar.

      Si nos asomamos a las páginas de Séneca, esos fenómenos meteorológicos de la travesía de la vida son, sobre todo, el destino y la fortuna.

      Al hombre siempre le ha desconcertado comprobar que hay acontecimientos que escapan a sus cálculos y planes, por más precisos y detallados que puedan ser. En el mundo grecorromano ese horizonte del destino indomable invadió poderosamente las mentes y encontró su reflejo en las páginas literarias. Homero, educador de Grecia, como le llamó Platón,18 y por eso mismo educador de Occidente, contribuyó a plasmar la teología griega en acción. Fue posteriormente Hesíodo quien buscó los orígenes de los principales pobladores del Olimpo y quien recogió los mitos de su teogonía.

      La problemática era siempre la misma: el destino. En esta exposición aparecerán indistintamente los términos destino, fatum y fata. Las inquietudes de los antiguos eran sobre todo estas: el destino, ¿está implacablemente sobre los hombres?; ¿es él voluntad de los dioses, o incluso está sobre ellos mismos?; ¿hay algún margen de la libertad humana frente a él o esta no existe? Que es como decir: ¿puede el hombre obrar contra lo que el destino señala?

      Séneca conocía muy bien estas inquietudes y estaba al tanto de las desazones y sobresaltos que causa la μoῖρα en los héroes de los poemas homéricos19 y en el mundo de la tragedia. Él mismo reprodujo esos enigmas en sus tragedias, inspiradas en los dramaturgos griegos, si bien retocó el conjunto con acentos personales. El filósofo sabía que en el estoicismo griego se debatía esa misma cuestión: si el destino —εἰμαρμέvη— equivalía a Dios y a la razón universal.20 Además tenía expresadas ya en las páginas filosóficas latinas, sobre todo en las de Cicerón,21 la misma problemática con tonos más cercanos a la mentalidad de Roma.

      Si bien el pensamiento de Séneca experimenta en este tema casi los mismos tambaleos que el resto del pensamiento filosófico y literario grecorromano, se pueden hilvanar las siguientes consideraciones.

      Considerando en primer lugar las características de los hados —fata—, los Diálogos y las Epístolas recalcan con frecuencia que aquellos abarcan toda nuestra vida. La tienen rodeada en lo relevante y en lo menudo. Lo pueden disimular ellos o lo podemos revestir nosotros de diferentes apariencias, pero al final tenemos que reconocer que las cosas no suceden al azar, sino que llegan a nosotros determinadas. Nos rige el destino, que tiene señalada la agenda de nuestra vida desde el primer momento de la existencia: «Los hados nos conducen, y la primera hora de los nacidos tiene ya dispuesto para cada uno cuánto tiempo le queda» (Sobre la providencia, V, 7). Es el mismo pensamiento que aparece en la tragedia Edipo: «Todo marcha por un camino fijado,/ y el primer día ha marcado ya el último» (vv. 987-988): el hombre parece estar así a merced del destino siguiendo, como máquina programada, el recorrido fijado por los fata. En esa tragedia el acento es más «fatalista» —sit venia verbo—. Impera en ella la irrevocabilidad de los hados: «Somos manejados por los hados. Ceded a los hados./ No pueden los solícitos afanes/ mudar los hilos fijados de la rueca./ Todo lo que padecemos como raza mortal,/ todo lo que hacemos viene de lo alto» (vv. 980-985). Abandonarse a la voluntad del hado —cedere fatis— es la enseñanza o moraleja —el «ὁ μῦθoς δηλoῖ» de las fábulas— que el coro pretende dejar hacia el final del horrible drama del protagonista.

      Nadie se escapa del proyecto que el destino le fija. A cada quien le llega la resolución de los hados a la hora oportuna que han establecido: «A cada uno en su momento lo atraparán los hados; a nadie pasarán por alto» (Consolación a Polibio, XI, 3).

      Son duros e inexorables. No podemos cambiarlos. No perdonan a nadie: «Podemos, sí, acusar a los hados por más tiempo; cambiarlos no lo podemos. Se mantienen rígidos e inexorables. Nadie los hace vacilar ni con insultos, ni con llantos, ni con razones. Nunca le ahorran ni le rebajan nada a nadie» (Consolación a Polibio, IV, 1). Y lo que causa más perplejidad: ni siquiera

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