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creerme —escribe para consolar a su madre que llora su destierro en Córcega—, quedó determinado por quienquiera que haya sido el configurador del universo [formator universi], bien sea un dios omnipotente, bien una inteligencia incorpórea creadora de obras inmensas, bien un soplo esparcido por todo lo más grande y lo más pequeño con igual intensidad, bien el hado y la invariable sucesión de causas vinculadas unas con otras (Consolación a su madre Helvia, VIII, 3).

      Son muchas las expresiones de Séneca para manifestar que la autoría de la naturaleza es divina. Por eso, además de formator universi, que aparece en el citado fragmento, llama a Dios también formator rerum y artifex mundi (Epístolas, lib. VII, 65, 19), omnium conditor et rector (Sobre la providencia, V, 8).

      Asunto diferente de la teología de Séneca es analizar la inmanencia o trascendencia de Dios en relación con la naturaleza. En ocasiones parecerá inclinarse a la inmanencia, pero otras veces (cf. por ejemplo, Epístolas, lib. VII, 65, 23-24) parece despegarse hacia la trascendencia.5

      Esta ratio ingentium operum —el Λόγoς— dirige el universo todo, y, por supuesto, no deja al ser humano al arbitrio ajeno ni para darle el ser y situarlo en el mundo, ni para el desarrollo de su vida. Una de las obras ingentes y maravillosas suyas, la más grandiosa, es el hombre. Dios contiene las esencias seminales —λόγoι σπερματικoί— de cuanto existe o va a existir, sobre todo las semillas del ser humano.

      Origen pues de la vida humana es el Λόγoς. Y al permitir existir al hombre dando vida a esas rationes seminales de la divinidad, hace que el ser humano sea racional. Séneca, como se ve en el fragmento ahora citado, respeta la estructura metafísica y teológica del estoicismo, deudora en buena medida sobre todo de la filosofía de Heráclito, introductor del Λόγoς como ordenador del eterno fluir de lo que existe. Pero también el filósofo cordobés recoge la herencia platónica y especialmente la neoplatónica.

      El hombre comienza su andadura por la vida, y lo primero que debe hacer es conocer su identidad. La repetida sentencia γvῶθι σαυτόv del pronaos del templo de Apolo en Delfos la presenta también Séneca como pórtico de la vida humana: «Nosce te: conócete» (Consolación a Marcia, XI, 3).6 El filósofo quiere guiar a todo hombre para interrogarse con él, o incluso en sustitución de él: «Quid est homo?» pregunta que formula dos veces, y no como mero recurso retórico-literario, sino para subrayar su importancia vital. El filósofo cuaja la respuesta en una descripción poco alentadora, quizá por un excesivo realismo. El hombre es un alma arrojada y aherrojada en el cuerpo. Un ser endeble, frágil, necesitado de ayuda. Un ser caduco; más aún, inútil. Con sus palabras: «¿Qué es el hombre? Una vasija frágil ante cualquier golpe y cualquier sacudida. No hay necesidad de un violento temporal para destrozarte: en cuanto te des un golpe, te desharás. ¿Qué es el hombre? Un cuerpo endeble y frágil, desvalido, indefenso por su misma naturaleza, necesitado de ayuda ajena, abandonado a todas las insolencias de la suerte; […] fabricado con materiales flojos y deleznables, elegante en sus rasgos externos; […] precisa una vigilancia ansiosa y atenta, su aliento es precario e inestable […]; motivo constante de preocupación para sí mismo, defectuoso e inútil» (Consolación a Marcia, XI, 3).7 Rasgos impresionistas, pero ocres y oscuros, que basculan hacia el pesimismo. Esta meditación tan humanística es de acentos platónicos. Aun así, el préstamo que Séneca toma de esa filosofía no quita fuerza a su estoicismo vital.

      Más difícil es encontrar en el filósofo el origen del alma: ¿es emanación de la Naturaleza —con mayúscula—, que equivale a decir: emanación de Dios?; ¿tiene principio y fin?; ¿es una parte o partícula más del universo fundida con él? Inquietudes que permean el pensamiento de los filósofos más adelantados de la Antigüedad, sobre todo Platón. También invade la filosofía existencial de Séneca que, como se ha dicho, sigue en esto las huellas de la Academia.

      Toda la grandeza del hombre se encuentra en la verdad sobre él: su alma está encarnada en un cuerpo. O encarcelada, si se prefiere la terminología platónica. Pero también la verdad del hombre incluye su miseria. Su documento humano de identidad le define como alma o espíritu encarnado.8 El hombre es un regalo divino y un mensajero de la divinidad para los demás: «Homo, sacra res homini» (Epístolas, lib. XV, 95, 33). La cuasi religiosa definición, cargada por otra parte de humanismo, evoca de cerca la que circulaba entre los mejores pensadores griegos: ἄvθρωπoς ἀvθρώπῳ δαίμωv, caracterización o definición de las más elevadas que nos legó la Antigüedad.9 Con esas palabras, el filósofo de Córdoba completa el lado positivo del hombre, que había quedado oscuro o encubierto en la descripción anterior de la Consolación a Marcia. Si el hombre es un ser sagrado o divino para el hombre, lo debe principalmente a su alma. Si el hombre da vueltas a las cosas espirituales e inmortales —«immortalia, aeterna volutat» (Consolación a Marcia, XI, 5)—, es por su alma; si el hombre es racional, se debe a su alma. El hombre, un pequeño dios o δαίμωv por su alma. Un prodigio siempre admirable por la grandeza de su espíritu. Viene aquí a la mente como eco el himno a la grandeza del hombre y a sus hallazgos que Sófocles hace entonar al coro en Antígona. Los dos primeros versos abren así ese canto: «Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre» (vv. 334-335). San Agustín de Hipona, siglos más tarde, va casi a reproducir ese noble pensamiento del dramaturgo griego, cuando escribe en La Ciudad de Dios: «El hombre es un milagro mayor que todos los que el hombre realiza».10 En cambio el cuerpo, cualquiera que sea el estatuto metafísico de unión que se le dé con el alma, evidencia su fragilidad, su desnudez y mendicidad existenciales. El cuerpo será el causante de que este animal —el hombre—, tan admirado, sea a la par tan despreciado —«hoc tam contemptum animal» (Consolación a Marcia, XI, 4)— y haga que su miseria termine en la muerte. El dualismo platónico cobra en Séneca fuerte sabor romano y lleva al filósofo a moverse entre los dos polos naturales de esos elementos: encontraremos textos que son cabales himnos a la grandeza humana, parecidos al de Sófocles arriba mencionado, y luego tropezaremos — como nos ha pasado ya (cf. Consolación a Marcia, XI, 3)11— con algunos escorados intensamente hacia la fragilidad que nos constituye.

      Y continúa el texto con una descripción y desentrañamiento concretos y vivos para explicar la debilidad y fragilidad del cuerpo. Pero líneas más adelante del mismo capítulo, el pensamiento de Séneca despega de ese territorio del cuerpo, aun sin olvidarse de la vejez y de la muerte, para volar a lomos de la grandeza espiritual del alma: «En su mente da vueltas a proyectos inmortales y toma disposiciones para nietos y bisnietos, mientras la muerte le sorprende haciendo planes a largo plazo, y lo que se llama vejez se le reduce a un periodo de muy pocos años» (Consolación a Marcia, XI, 5). Esa lucha entre la grandeza y la pequeñez están en la definición filosófica técnica del hombre. Séneca se atiene a ella: «rationale enim animal est homo» (Epístolas, lib. IV, 41, 8). Pero sobre todo es el camino vital del hombre el que evidencia el forcejeo entre su elevación y su levedad.

      De ahí que, con esas señas de identidad grabadas en su ser, el hombre recibe de la naturaleza un documento abierto a los avatares que pueblan su viaje existencial. Son las cartas de marear por la vida. Y Séneca usa con viveza esa metáfora del marinero que se embarca y de la nave que surca el mar. Incluso el filósofo, con un lenguaje más desgarrador, llega a escribir que estamos «arrojados a este mar profundo y turbulento que va y viene con sus flujos y reflujos, y tan pronto nos eleva con repentinas crecidas como nos precipita con mayores perjuicios y nos zarandea sin cesar y nunca hacemos pie en tierra firme» (Consolación a Polibio, IX, 6). El de Córdoba sigue describiendo vigorosamente esas incertidumbres y naufragios de la vida. El símil entre la vida y la navegación es tópico en la literatura occidental. Por ejemplo, san Agustín, en el tratado sobre la felicidad, ya citado, compara la vida humana con navegantes arrojados también a un mar proceloso que, por fin, llegan a la paz del puerto de la filosofía.

      La vida humana es, en efecto, una travesía con una serie de etapas que se van alejando y quedando atrás a medida que avanza la nave de cada uno. Etapas que corresponden

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