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principio del filósofo: praeesse universis providentiam—, ¿cómo actúa de cara al hombre? Se trata de observar, si permanece en el exterior, como el piloto que conduce el timón y da órdenes a los marineros y tripulantes, pero sin dirigir sus pensamientos y su voluntad desde el interior, o si por el contrario esa providencia o dios actúa por dentro y desde dentro del hombre. Séneca afirma con valentía lo segundo, dando un paso de gigante en la teología latina pagana: dios está entre nosotros, teniendo inter-és, como señala con fuerza el verbo latino inter-esseinteresse nobis deum, al que también se aludía antes al recordar el pórtico mismo del diálogo Sobre la providencia—. Está interesándose por nosotros e interviniendo en nosotros. De este modo, la embarcación de cada vida humana no va a la deriva personal, sino que es pilotada desde dentro por esa mente divina, por más que el ordenamiento exterior del cosmos pueda ir según el cauce que le marca desde fuera también la providencia.

      Así, la misma voῦς que lleva el devenir exterior del universo está con nosotros. El paso ulterior lo dará efectivamente Séneca cuando hable de que ese dios no solo va a nuestro lado interesándose por nosotros, sino que habita dentro de nosotros: «Dios está cerca de ti, contigo está, dentro está» (Epístolas, lib. IV, 41, 1). Y leemos aún en la misma carta: «En cada hombre bueno habita Dios “(aunque es incierto qué Dios)”: In unoquoque virorum bonorum “(quis deus incertum est) habitat deus”» (Epístolas, lib. IV 41, 2).

      Séneca, como otras veces, se remonta a Virgilio y acaba de citar casi íntegramente un hexámetro de la Eneida.34

      En esa famosa carta número 41, el filósofo hispanorromano afirma que el deus interior, por usar la terminología de san Agustín de Hipona,35 es el guardián que vela por nosotros desde dentro y avizora las tormentas del mar interior: «Observador y guardián de nuestros males y de nuestros bienes» (Epístolas, lib. IV, 41, 2). Así se logra la armonía en la providentia, porque el custos del macrocosmos o gran obra del universo —tantum opus, como la llama el de Córdoba (cf. Sobre la providencia, I, 2) es también custos de los hombres, buenos o malos, y dirige el microcosmos de cada hombre, que es también una obra excelsa: tantum opus. En efecto: ese dios nos aconseja sabiamente: «Él ofrece consejos magníficos y elevados» (Epístolas, lib. IV, 41, 2).

      A ese deus interior o absconditus36 se le puede invocar fácilmente en la travesía de la vida, sin necesidad de levantar las manos al cielo, ni edificarle santuarios, ni pedir al sacristán que nos acerque a los oídos de la estatua para escuchar lo que nos dice (cf. Epístolas, lib. IV, 41, 1), como si la divinidad viviera fuera de nosotros. Y es que ese dios tiene como templo nuestra intimidad.

      La acción y evolución entre la divinidad, el mundo y el hombre es patente: providentia - praesidentia - praesentia.

      Séneca no profundizará ulteriormente en quién es ese deus o sacer spiritus ni en su esencia, pero lo importante es que constata que él preside y recorre la vida con nosotros, en nuestra misma morada interior.

      En el paganismo, difícilmente se podía llegar más hondo ni más lejos en la parcela de la teología.

      Pero sigue agitando la mente el problema del mal, con el que el filósofo incursionaba en el tema de la providencia. Y preocupa tanto más por cuanto Séneca ha ido aquilatando en su vida y en su filosofía la idea de la divinidad para dejarla aterrizada en el que hemos llamado deus interior.

      El tratado Sobre la providencia ha dado una respuesta momentánea, casi de compromiso, para acallar cuanto antes y «por ahora» la queja ardiente de Lucilio: los buenos también sufren males, ¿es que entonces se puede decir que una providencia rige el mundo? Lucilio —interpretado por Séneca— se expresa casi en forma de conclusión silogística: si hay males para los hombres buenos y una providencia rige el mundo, esa providencia será mala, o al menos no buena.

      El filósofo ha contestado que sí hay un guardián y que en el universo no sucede todo al azar. Eso mismo hay que aplicarlo, de entrada, a los buenos que sufren: esa providencia rectora dispone y ordena esos acontecimientos; al menos en la acepción de marcar el orden; no, por ahora, en la de dar la orden para que existan.

      Desde luego que se le imponen al hombre, según Séneca, unos parámetros para acercarnos a la explicación de por qué dios —o su providencia— envía males a los buenos.

      La primera regla se refiere a lo que el dios envía. Se trata de esclarecer el proceder de la divinidad y sus mismos dones según la cualidad moral del receptor de los mismos: es bueno lo que da a los buenos; malo, lo que envía a los malos: «Será […] evidente que es bueno si no lo aplica más que a los buenos, y que es malo si tan solo lo destina a los malos» (Sobre la providencia, V, 1). En efecto, en un planteamiento racional, si el dios da a los malos lo que es deseable a los hombres, esos supuestos bienes ansiados por todos quedan desacreditados y, simplemente, se convierten en males (cf. Sobre la providencia, V, 2). Y lo ilustra con un ejemplo que parece fuerte a nuestra sensibilidad actual: el quedarse ciego es un mal cuando pierde los ojos solo aquel malvado al que deben arrancárselos como castigo. En cambio, la vista será un bien para los demás, que no deben sufrir ese castigo de la ceguera, pues su vida es arreglada.

      La segunda regla es contemplar la pedagogía del dios o de los dioses. Adoptan ellos una metodología parecida a la nuestra. El dios educa a los hombres como un padre a su hijo: lo ama y lo prueba para que se haga robusto en la vida. No como una madre, que en todo condesciende y busca lo cómodo para el hijo (cf. Sobre la providencia, II, 5). No, el dios toma el proceder del padre: «El dios adopta con los hombres una actitud paterna, los ama con fuerza y dice: “Que se vean acosados por quehaceres, penalidades y perjuicios, para que adquieran la auténtica fortaleza”» (Sobre la providencia, II, 6).

      Más aún, los dioses o el dios, como buenos maestros, hacen trabajar más a aquel discípulo en quien tienen más esperanza (cf. Sobre la providencia, II, 11), que es como decir: a quien más aman. Ese «sistema educativo» divino es severo y recio: «Aquel progenitor magnífico, recaudador nada blando de virtudes, educa con gran rigor, tal como los padres severos» (Sobre la providencia I, 5).

      Es verdad que no pocas veces esa pedagogía divina es dura. Y Séneca no titubea en aducir el ejemplo de la educación espartana: los lacedemonios templaban a sus hijos con azotes, no porque los odiaran, sino porque querían curtirlos para los peligros de la guerra y de la vida (cf. ib.). El dios también prueba así a los valerosos, incluso a veces con educación que podríamos llamar espartana: a base de duras y recias penalidades y trabajos. Ahora bien, esta pedagogía de «la letra con sangre entra» no responde a crueldad divina, y por lo tanto no debe extrañarnos. Es, al contrario, en beneficio nuestro. La virtud lo exige, dado que esta no es para nada fácil. La analogía del maestro o del padre —incluso espartano— está siempre de fondo: el padre no es cruel porque castiga; es bueno aun castigando. Busca el bien del hijo, sobre todo cuando le quiere enderezar con firmeza: «Quien bien te quiere, te hará llorar». El hijo no lo entiende en ese momento. Posiblemente solo alcanzará a comprenderlo el día de mañana, cuando él por su parte tenga que encaminar a su hijo tal vez con la misma pedagogía austera. El dios tantea y templa de ese mismo modo a los buenos o spiritus generosi: «¿Qué tiene de sorprendente que el dios tantee los ánimos generosos con dureza? Un modelo de valor nunca es blando. La fortuna nos azota y desgarra: suframos. No es saña; es una competición. Cuanto más a menudo la entablemos, más esforzados seremos. La parte más firme del cuerpo es aquella que más se ha movido con el ejercicio» (Sobre la providencia, IV, 12).

      Se constata en este proceder una velada muestra de la mente del mismo ser divino. Séneca da un paso adelante para ayudar a su interlocutor en sus dificultades. Este parece seguir devanando en su mente dudas sobre el modo de obrar de la providencia: —«¿Por qué […] el dios fue tan injusto en la asignación del destino, que a los hombres buenos les dio la pobreza y los golpes y las muertes crueles?» (Sobre la providencia, V, 9). Y un poco

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