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sufren tanto —muerte de hijos, destierro...— es por este motivo: «Para que enseñen a otros a sufrir. Han nacido para ser ejemplo» (ib.). Están llamados a un alto grado de perfección moral, a ser dechados de virtus, y necesitan una índole más trabajada, que solo se consigue con un destino más trabajoso: «Para que se produzca un hombre del que se deba hablar con consideración hace falta una índole más fuerte» (Sobre la providencia, V, 9). Al sufrir, se templan en la virtud. Con esto son para los otros exemplar doble: tanto de virtud como del modo de sobrellevar los trabajos y sufrimientos.

      Como se ve en el filósofo cordobés, la pedagogía que saca bien de los males pasa de la divinidad a los hombres buenos; y de estos —acrisolados ya por la prueba—, a los demás hombres, pues se convierten en su modelo. Los dioses son maestros para los hombres de pro; estos, para otros que deben llegar a serlo siguiendo las huellas de los varones ejemplares.

      Del conjunto de todo este raciocinio brota la cuarta y fundamental regla: la divinidad o providencia siempre es buena, incluso cuando manda azotes y desgracias al individuo bueno o a los buenos, quienes se transformarán en ejemplo para los demás de cómo llevar esos infortunios. La providencia es buena, como buenos son el maestro y el padre cuando dan una reprimenda o unos azotes al discípulo o al hijo.

      Séneca ha querido de este modo acercar a Lucilio una analogía escolar o familiar que le ayude a tener un poco de luz para responderse a su pregunta e inquietudes. No es que el de Córdoba haya reducido la metafísica o la teodicea a pedagogía, sino que esta le ha servido de ropaje explicativo de la cuestión. Ahora Lucilio mismo, no ya su amigo filósofo, tendrá que construir la respuesta, pero tiene a la mano en la metáfora brindada una pista aclaratoria del proceder pedagógico de la divinidad cuando aparecen los males de este mundo. Quizá por esta aproximación de la teología y de la teodicea a la pedagogía, Séneca vea y haga más rastreable el código de conducta de la divinidad con el hombre, aunque nunca se vaya a descifrar completamente para la mente humana el misterio del mal.

      Quedaba arriba la inquietud de si ante el destino solo hay que responder con la re-acción del sustine o de si hay campo de maniobra para la acción positiva, para la pro-acción, que permita a la voluntad humana poner algo de su parte. Es la pregunta por la libertad ante la divinidad.

      Recorrido el camino senequista que va del fatum aplastante e inevitable —o del «nolentem [fata] trahunt» de la carta 107 ya citada— al deus interior o providencia favorable por la pedagogía que imprime a las desgracias, es más asequible despejar el terreno de la respuesta actual. Además, si el destino es la expresión o fatum de la divinidad y su voluntad, también, y sobre todo para los hombres, parece que mantenerse en la resignación del nolentem que es llevado a rastras por la voluntad de Dios es una actitud contraproducente para el hombre; es dementia, como la llama Séneca.

      La voluntad humana se ha de ejercitar principalmente en ese traslado: del trahi forzado debe llegar al sequi. Del «ir a rastras» al «seguir» de buen grado. Además, le tiene cuenta al hombre. De lo contrario, es esclavo y no desarrolla su razón y su libertad. Y, miradas las cosas con realismo, como no va a poder cambiar la voluntad de la divinidad —el fatum—, es mejor que se sume a ella sin protestas ni disgustos: «Todo el que se queja y llora y gime se ve a la fuerza obligado a hacer lo que le han mandado y, a pesar de todo, mal que le pese, se ve atraído a lo que le han ordenado. Pero ¡qué locura es preferir ser arrastrado a seguir!» (Sobre la vida feliz, XV, 6).

      Séneca echa mano, como lo hace frecuentemente, de metáforas y comparaciones explicativas, que valen tanto como raciocinios silogísticos bien trabados. Ahora toma el elemento del mundo militar. Dios es más que un general, pues de él proviene todo, y no podemos seguir maldiciendo nuestra fortuna junto a él ni, menos, maldiciéndole a él: «Es una disposición excelente la de soportar lo que no puedas enmendar y acompañar sin quejas al dios, por cuya acción todo se produce. Es un mal soldado el que sigue con gemidos al general» (Epístolas, lib. XVII, 107, 9).

      El hombre cabal —el sapiens37 adoptará como regla para su virtus la sentencia del estoico Cleantes: «Tendrá en su ánimo aquel antiguo precepto: sigue al dios» (Sobre la vida feliz, XVI, 5). Esa virtud personificada o encarnada —que es en realidad el vir sapiens—seguirá a su general o dios con valentía, hasta caer muerta en su seguimiento: «Como buen soldado soportará las heridas, contará las cicatrices y, cuando esté muriendo atravesado por las flechas, amará al general por el que cae» (ib.).

      Ya estamos ahora, por fin, plenamente situados en el recinto del volens —«Ducunt volentem fata»—, tras el viaje desde el nolens —«nolentem trahunt»—, según el citado verso. Y ese trayecto hacia el volens va acercando al interesado hacia el sapiens. Ese ámbito de seguir voluntariamente al dios es ya dominio de la libertad. De esclavo del soportar, el hombre pasa al reino de la libertad: «Hemos nacido en un reino: obedecer al dios es libertad» (Sobre la vida feliz, XV, 5). En los escritos de mayor madurez de Séneca, estamos en el ápice a que pudo llegar el estoicismo: «Al hombre se le considera libre para mudar de actitud interior y adoptar una de sumisión y resignación más bien que de rebelión».38 He ahí el itinerario que nos hace recorrer el filósofo de Córdoba: nolensvolenssapiensliber.

      Libertad, no libertinaje, pues es ejercicio de la propia decisión racionalmente, no caprichosamente. Este ejercicio de la libertad de acuerdo con la ratio se ajustará a las reglas o leyes de la naturaleza, que es como decir: obedecerá al dios. El principio enunciado: deo parere.

      En el ejercicio de su ratio, el hombre dará respuesta verdaderamente humana al dios y a su fatum o voluntad. Y en esto estribará su felicidad. Además, con esa libertad humana ejercida con obediencia al dios, entrará, más aún, dirigirá el concierto y armonía del universo: «¿Qué es propio de un hombre bueno? Ofrecerse al destino. Es un profundo alivio ser arrebatado junto con el universo. Sea lo que sea lo que haya decretado: que vivamos de este modo o que muramos de ese otro, obliga también a los dioses con la misma necesidad» (Sobre la providencia, V, 8).

      «Deo parere libertas est!» Sentencia a todas luces sublime. Según ella, la voluntad humana es libérrima siguiendo el fatum o querer divino, porque la sentirá como voluntad propia: lo que ella elegiría a la primera o de buen grado —libens—, de tener un muestrario de posibilidades a su alcance. De la voluntas que se ajusta con libertad al mandato del dios «deo parere»—, se pasa a la voluptas, a la felicidad. No es solo un juego literario por la paronomasia. Es más bien el acabamiento y redondeo del itinerario antes esbozado, que ha llegado a su destino: la felicidad.

      Interesante recorrido: del nolens, al volens; del volens, al libens. Si al inicio se sometía uno al destino por pura necessitas, doblegando a él de mala gana —invitus— la propia voluntas, ahora al obedecer al dios desemboca serenamente en la voluptas. Se ha dejado la obligatio y se ha llegado a la delectatio. De ese modo se ha entrado también en el regnum libertatis, que es la beatitudo o vita beata.

      Si tuviéramos que comentar este viaje, y a la par viraje, que el filósofo de Córdoba ha ido asentando, sería muy oportuno acudir al gran poeta de Mantua, a quien en otras ocasiones Séneca cita, como hemos constatado. Y le pediríamos en préstamo la sentencia: «Trahit sua quemque voluptas»39: A cada uno le arrastra su propio gusto. Ya no son los hados o el destino los que arrastran al que los rechaza —nolentem trahunt [fata]—, ni los que guían al que los acoge y quiere —ducunt volentem fata—; en ambos casos parece tratarse de una fuerza externa; ahora es la propia voluntad la que guía a cada quien, porque recibe con gusto esa voluntas divina, la acoge y la convierte en placer propio, al sentir personalmente el querer del deus a quien obedece. La voluntas del dios se transforma en voluptas, a cuyo incontenible arrastre se abandona el súbdito de ese querer divino.

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