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se asemejaban a un buey. Por consiguiente, la primera finalidad de los entrenamientos tendría que ser la de perfeccionar el sentido de la gracia de Foreman. A George le estaban enseñando a bailar. Aunque se encontraba todavía en la fase del foxtrot mientras que Alí hacía siglos que había superado las contorsiones y sacudidas de los bailes más modernos, Foreman había aprendido ahora a deslizarse por el cuadrilátero, que era precisamente lo que más falta le iba a hacer. El entrenamiento empezó con un proceso de aflojamiento que otros púgiles no necesitaban. Foreman se encontraba meditando en el centro del ring cuando empezó a sonar por los altavoces una extraordinaria y estrambótica música. Era pop, pero el pop más ambicioso que imaginarse pudiera: sonidos que recordaban a Wagner, Sibelius, Mussorgski y a muchos compositores electrónicos. La naturaleza se estaba despertando por la mañana —esa era la primera impresión que a uno le sugería el tema—, pero, ¡menuda naturaleza! Las brujas de Macbeth reuniéndose con los dioses de Wagner en un amanecer espasmódico. Abundaban los demonios. En las cavernas hervían los vapores. Árboles hendidos con el grito de un hueso roto. El terreno empapado. Grandes masas rocosas se derrumbaban sobre los instrumentos musicales. Entre estos sonidos, tan líricos como el rocío de la música cinematográfica, el sol aparecía lentamente, las hojas se agitaban y los melancólicos latidos de un alma doliente llena de violentos aporreos de órgano llenaban algún que otro hueco de aquel estruendo.

      Foreman lucía calzones rojos, una camiseta blanca, un gorro tirando a rojo y guantes rojo vivo, todo lo cual constituía un sangriento contraste con la sobriedad de su estado de ánimo. Mientras sonaba la música, empezó a efectuar pequeños movimientos con los codos y los puños, minúsculos ganchos cerrados que no recorrían ni tres centímetros, pequeñas sacudidas del cuello y parpadeos de los ojos. Después empezó a arrastrar lentamente los pies, pero torpemente. Parecía un gigante que empezara a moverse tras cinco años de sueño. Sin proponerse en modo alguno resultar impresionante, siguió entregado a su danza de sonámbulo. Estaba casi inmóvil, pero evocaba los amortiguados rumores de la vaporosa naturaleza al ir despertando poco a poco. Solo en el ring, ante unos perplejos representantes de la prensa y un público totalmente silencioso integrado por varios centenares de africanos, se movía como si la transición a la máxima velocidad del boxeo no pudiera realizarse más que al cabo de cierto tiempo. Algunos pesos pesados eran conocidos por el rato que tardaban en estar listos —Marciano solía boxear al aire cinco asaltos en los vestuarios antes de disputar un título—, pero el precalentamiento de Foreman producía la impresión de que este solo pudiera establecer de nuevo una conexión con sus propios reflejos olvidándose por completo del tiempo.

      Sin embargo, a medida que la música iba dejando de ser un poema musical en honor de El Bosco e iba pareciéndose cada vez más a ciertos rasgos del musical Oklahoma! pasados por Mussorgski —¡qué dulzuras y asperezas!—, los pies de Foreman empezaron a deslizarse y sus brazos empezaron a parar golpes imaginarios. Se adelantó y boxeó al aire atravesando el cuadrilátero y arremetiendo con fuerza creciente en medio de la aflicción que experimenta todo pegador cuando falla un golpe (porque no hay golpe que repercuta más negativamente que aquel que no da en el blanco; a los profesionales se les puede distinguir de los aficionados por la rapidez con la que su torso absorbe la pérdida de equilibrio de este instante). Ahora, tras haber superado Foreman todas estas fases, Sadler interrumpió la música y Foreman se dirigió al rincón. Permaneció allí totalmente ausente mientras Sadler le engrasaba cuidadosamente el rostro y la frente con vistas a su enfrentamiento con el sparring. Había vuelto a la plena melancolía del aislamiento y la concentración.

      Entrenó con el sparring Henry Clark, procurando no pegar fuerte, sino más bien divertirse. Mantenía las rápidas manos frente a sí y rechazaba los golpes mediante leoninos zarpazos de los guantes, contraatacando después rápidamente con golpes de izquierda y derecha. Le quedaba todavía mucho que aprender acerca del movimiento de la cabeza, pero sus pies eran muy ágiles. Clark, un querubínico peso pesado negro con reputación propia (octavo entre los aspirantes al título de los pesos pesados), estaba siendo manejado con mucha autoridad por parte de Foreman. Mimado por la prensa (porque era amable y se expresaba con claridad), Clark llevaba muchas semanas cantando las alabanzas de Foreman. «George no pega como otros boxeadores —solía decir—. Un simple golpe en los brazos te deja como paralizado, y eso con guantes pesados. Alí es amigo mío, y mucho me temo que le van a hacer daño. George es el ser humano más castigador que he conocido jamás.»

      Aquella tarde, sin embargo, a cinco días del combate, Foreman no intentaba castigar a Clark (que iba a disputar el semifinal con Roy Williams), sino que, en su lugar, se limitaba simplemente a luchar cuerpo a cuerpo. Henry intentaba pararlo, tal como hubiera hecho Alí, y entonces Foreman lo rechazaba o lo empujaba, acorralándolo contra las cuerdas, donde empezaba a golpearlo suavemente, retrocediendo después y practicando el mismo sistema desde el centro del ring. Por alguna razón —tal vez porque Clark, que era muy corpulento, no era lo suficientemente evasivo como para poner a prueba la capacidad de Foreman de moverse por el cuadrilátero—, Sadler interrumpió el entrenamiento al cabo de un asalto e introdujo a Terry Lee, un espigado semipesado blanco que poseía el curtido rostro de un obrero de la construcción, pero que resultaba que era más veloz que un conejo. Por espacio de tres asaltos, Lee se dedicó a imitar a Alí retrocediendo en círculo hacia las cuerdas y después cambiando rápidamente de dirección para escapar a George, que dominaba el centro del ring. Terry Lee no era lo suficientemente corpulento como para encajar los golpes de Foreman y este no intentó castigarlo, limitándose simplemente a darle unos ligeros golpes, a pesar de lo cual Terry ofreció una brillante exhibición, apartándose de las cuerdas para fintar en una dirección y retrocediendo de nuevo para fintar en otra, escapando a continuación a través de cualquier camino de que pudiera disponer y separándose en círculo de las cuerdas de un lado, para ser empujado casi inmediatamente a las de otro y agacharse, deslizarse, cubrirse la cabeza con las manos, caer contra las cuerdas, saltar, fintar, dejar caer las manos, soltar golpes rápidos e intentar alejarse de nuevo al tiempo que Foreman lo iba atacando con creciente alborozo, al comprobar que sus reflejos se iban haciendo progresivamente más rápidos.

      Entretanto, Foreman iba aprendiendo nuevos trucos. En determinado momento, al apartarse de las cuerdas, Terry Lee se escapó pasando por debajo de los brazos de Foreman, como un chiquillo que escapara a una paliza de su padre, y el público africano acomodado en la parte de atrás de la sala empezó a soltar carcajadas de burla. Foreman no se inmutó y hasta pareció que se mostraba interesado, como si acabara de aprender un truco gracias al hecho de haber sido burlado, y, al siguiente asalto, cuando Lee lo intentó de nuevo, Foreman actuó con prontitud impidiendo su huida. Contemplando la inteligente imitación de Alí por parte de Terry y observando la astucia y la frecuencia con la que Foreman devoraba espacio en las cuerdas y lo acorralaba contra un rincón, resultó evidente que si Alí deseaba ganar no tendría más remedio que recibir el mayor castigo de toda su vida.

      Tras haber completado tres asaltos con Lee, Foreman descendió del cuadrilátero y empezó a trabajar en el punching-ball. A continuación saltó a la cuerda y lo hizo con un bonito movimiento de pies brincando con alegría al son de la voz de Aretha Franklin, que estaba cantando «You Got a Friend in Jesus». El entrenamiento, desde el principio hasta el salto de cuerda, había durado cuarenta y cinco minutos, la duración de un combate de diez asaltos con descansos de un minuto, y Foreman no daba la impresión de sentirse en modo alguno agotado. Saltaba a la cuerda con gran vitalidad y las suelas de sus zapatillas golpeaban el suelo con el mismo ritmo de un batería tocando con sus baquetas. En Foreman se observaba ahora algo más que gracia: se le veía animado merced a la agilidad de su trabajo de pies.

      Su entrenador, Dick Sadler, con un gorro plano encasquetado en la parte de atrás de su redonda cabezota negra, dio por terminado el entrenamiento. «Señoras y señores —anunció al público—, así termina nuestra sesión de hoy. Mañana volveremos a hacer lo mismo de la misma manera.» Se le veía rebosante de buen humor.

      Foreman se mostró casi amable en el transcurso de la conferencia de prensa que se efectuó a continuación. Vestido con su mono bordado se sentó junto a una alargada mesa, rodeado por los periodistas, y se negó serenamente a utilizar el micrófono. Dado que hablaba en voz baja, todo ello planteaba grandes dificultades a los cincuenta reporteros y cámaras que allí se encontraban reunidos, los cuales

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