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desnuda, cuando soy un jodido experto del lenguaje corporal y percibo en tu falta de verbalidad que has pasado la noche cascándotela. Tranquilo, amigo —prosiguió, en su línea de no callarse ni bajo demanda—, no cobro por lecturas psicoanalíticas. Lo sé, lo sé... —Utilizó las palmas para calmarlo—. Es demasiado temprano para ponernos a hablar de rajas femeninas, pero no podré empezar bien el día si no me haces un resumen de lo que llevaba puesto. Sabes que hago vida a partir de tus distintos sentimientos hacia las hermanas Sandoval, Cal, no me niegues la ilusión de mi existencia.

      —En efecto, es demasiado pronto, tú tienes mucho trabajo, y yo debo ponerme a lo mío. El juicio de mi vida, ¿recuerdas? —Señaló la carpeta confidencial que descansaba sobre el escritorio.

      Jesse fingió un bostezo.

      —No quieres responder porque nada iguala su outfit del año pasado. Sé que odias que te lo recuerde, pero a mí me da igual admitir una vez más que soy un fisgón y me encanta escuchar tus conversaciones con Aiko. Dudo que se presentara con un tanga rojo y un vestidito de vuelo blanco a la comida familiar, ¿no?

      —Estoy a una provocación de despedirte.

      »Dicen que las universitarias engordan o adelgazan mucho el último año por encerrarse a estudiar. ¿Cómo estaba? ¿Tiene tumbao, o se ha quedado sílfide...? Oh, venga, responde, no te hagas el Mahatma Gandhi —insistió, haciendo un puchero—. Es tu musa del erotismo desde tiempos inmemoriales y solo lo sé yo. ¿Seguro que no te quieres desahogar?

      ¿Cómo diablos iba a desahogarse hablando del impacto que tenía Mio en él? En todo caso le ponía peor, y no pensaba recibirla en el despacho con la tienda de campaña a cuestas.

      Jesse no era tan inteligente como se creía. No estaba experimentando con él, sino simplemente interesándose en el motor central de su vida, que venía siendo el sexo.

      Desde que Caleb cometió el error de comentarle en una noche de borrachera —que jamás se repitió por ese motivo— lo recurrente que era la figura de Mio a la hora de protagonizar sus fantasías sexuales, no había podido librarse de hablar de la «musa del erotismo» justo al día siguiente de verla. Se quejaba mucho, y protestaba durante horas por su acoso, pero al final cedía a causa de ese deplorable instinto masoquista, y narraba a grandes rasgos, y sin mucha importancia, las gestas de las faldas de Mio… cuando para sus adentros se hacía un esquema mental de todas las formas que existían para levantársela.

      —No llevaba escote, pero el vestido era muy corto. Eso es todo lo que voy a decir. Prefiero no convertir a una persona que considero de mi familia en el objeto de tu onanismo, maldito perro salido.

      —Creo que una mujer me llamó así una vez —meditó Jesse. Se puso en pie en cuanto observó que Caleb hacía ademán de salir—. Vestido corto y piernas largas... Tuviste que hacer un gran esfuerzo, sobre todo sabiendo que tu gran motivación para resistirte no valora lo mucho que te reprimes para conquistarla. Te lo dije una vez y te lo repito, zorrillo: a las mujeres hay que asediarlas, los gestos bonitos en la sombra no les llegan. Mira al Cyrano, con todas esas cartas de amor solo le alcanzó para un beso. Hace tiempo que deberías haber plantado rodilla delante de Aiko o haberte tirado a Mio, y mírate, ahí estás... En medio de la nada.

      Caleb negó con la cabeza y pasó de largo. Prefería dar detalles que alimentaran sus perversiones —las de ambos— que definir sus sentimientos.

      Sí, se había pasado la noche dándole vueltas al corto de su falda, y sí, se había destrozado al tocarse pensando en ella. Los mejores orgasmos se los daba Mio en su cabeza, y ni siquiera la había visto sin ropa. No le hacía falta, y eso que la muchacha no era la definición de cuerpo curvilíneo o escandaloso. Su encanto no era visual, sino inherente a su manera de hacer las cosas. Solo mirándola se ponía duro, y cuando ella lo encaraba... Por Dios, podía correrse a lo bestia, y si no en el momento, al menos reservaba el recuerdo para hacerlo por su cuenta. Lo volvía loco de lujuria. Bastaban unas horas a su lado y tres frases intercambiadas en fechas señaladas para soñar con ella el resto de días del año.

      —Entonces cuéntame cómo fue. ¿Se portó bien Marc? ¿Y tu madre, consiguió superar su obsesión por Aiko y mostrarle interés a la diosa japonesa de los encajes escarlata?

      Caleb maldijo su talento para la concreción.

      —Todo lo que sale de tu boca suena tan sucio que me dan ganas de vomitar. Y no fue del todo bien. Como siempre, se centraron en Aiko... Hasta que ella explotó. Ella, no Mio.

      —Ah, la historia de siempre. No la soportas porque es incapaz de defenderse.

      «No la soporto porque me dan ganas de defenderla».

      —Lo es, no puede levantar la voz a nadie… Salvo a mí. Pero no es eso lo que me molesta. Es su resignación, su silencio, lo sumisa que es ante los desprecios. Intento no meterme, Jesse; tiene una edad para que los demás andemos de matones o salvadores por detrás. Y sabes que odio pelearme con Aiko La Grande, me siento un desagradecido al plantarle cara... Pero acabo haciéndolo. Tuve una discusión con ella al volver que casi me cuesta la relación, y no es algo que piense sacrificar por nadie. Es como mi madre, sin el «como».

      —A lo mejor no se defiende porque le da igual —propuso Jesse, encogiéndose de hombros.

      —Claro que no le da igual. Su vida está subordinada a las comparaciones que tiene que escuchar, a lo que lleva viendo desde que es una cría. No es Mio al cien por cien porque le han enseñado a avergonzarse de ello, y como no puede dejar de ser ella misma porque es auténtica, lo pasa mal. Al principio quería ayudarla, pero ahora ni se da cuenta del problema que ha desarrollado y me ataca cuando intento hacérselo ver. Me cabrea.

      —¿Eso es lo único que te cabrea?

      Caleb fulminó a Jesse con la mirada, aunque la respuesta estaba implícita. No. No había ni una parte de Mio que no le cabrease, ni tampoco ninguna que no le hiciera acordarse de ella antes de cerrar los ojos. Desde luego que le mosqueaba mucho más aparte de su falta de autoestima, como, por ejemplo, llevar tanto tiempo queriendo tocarla y no poder. Aiko era más importante que un revolcón que Mio olvidaría al día siguiente, dadas sus tendencias a aburrirse de todo a los cinco minutos. Lo que sentía por Aiko era más duradero a la larga.

      —Lo que más me cabrea es que me sigas molestando. Lárgate de mi despacho y ponte a trabajar, Miranda, o te juro que te despido.

      —No puedes hacerlo porque sabes que volvería al bufete de la competencia y eso te mataría. Te tengo cogido por los huevos, zorrillo... Más te vale tratarme como a un rey. Y esto no es chantaje, solo una sugerencia que podría evitarte problemas.

      —Los dos sabemos que no te largarías de un sitio donde brillas con luz propia para ir a uno donde le harías sombra al gilipollas de tu hermano menor. Puedo pretender que no sé esto y subirte el sueldo cuando me lo pidas, pero si quieres que te abaniquen con hojas de palmera, vas a tener que buscarte a otro... zorrillo —añadió con retintín.

      Jesse se levantó y estiró perezosamente.

      —No queda bien esa palabra en tus labios. Suena a diminutivo de Flanders, no como en mi caso. Yo lo convierto en un término glamuroso, recogido por el diccionario de vedettes...

      —Lárguese, Miranda.

      —Ahí revientes.

      Caleb contuvo una carcajada al verlo salir. No se movió hasta que desapareció en su despacho, cerró la puerta y puso un disco de... Ah, claro, el que había cogido «prestado» —no lo volvería a ver—: uno de los primeros de Los Beatles que le regaló Kiko.

      No quería pensar en ello, en lo que significaba ese nombre en los últimos tiempos: un marido, una boda, separarse de él por meses... y quién sabía si regresaría cuando Marc trabajaba para la competencia. Bloqueó el silogismo antes de que empezara. Si era demasiado temprano para mencionar traseros, mucho más para recordar cuánto odiaba a Marc Miranda.

      Salió

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