Скачать книгу

      —Tú siempre estás diciendo que hay que comprenderla —decía Aiko—. Dale una oportunidad, Cal. Ella no te decepcionará. Una cosa es cómo se maneje en su vida personal, y otra cómo trabaje. Tú eres el primero que diferencia entre ambas y admite que ser un desastre con las mujeres no significa tratar mal a los clientes… entre otros ejemplos.

      Mio se quedó en vilo, esperando el veredicto final de Caleb.

      —Muy bien —se plantó él, tenso—. Tendrá su oportunidad, pero no tu despacho porque no quiero dar pie a cotilleos. Y me lavo las manos. Si Julie se queja...

      —Te la llevarás a casa y te asegurarás de que se pasa la noche riendo, señor hay-que-ser-profesional —se burló.

      —Fuiste tú la que me dijo que me hacía falta un polvo después de echar a Delfino. Ahora no me jodas con bromitas, ¿quieres?

      —Tranquilo, vaquero… Es solo que me sigue sorprendiendo, ¿vale? No pensé que buscarías el amor en la plantilla de abogadas mercantiles.

      Mio tragó saliva, reconociendo el viejo y amargo regusto de los celos. Llevaba toda su vida celosa, envidiando a cada mujer que se acercaba a Caleb, pero se enteraba de sus historias en diferido, y las conocía solo por omisión. Aquella mención directa a la cama hizo que se estremeciera.

      «Venga, ni que tú fueras virgen».

      Se escurrió por el pasillo, con la espalda pegada a la pared. Pero... ¿A qué coño había venido eso? ¿Qué se creía esa gente, que podía negociar su futuro como si no tuviera opinión? Habían dado por hecho que aceptaría... Y sí, habría aceptado si no hubiese escuchado aquello. Caleb no la quería allí. Entonces, no pintaba nada. Aunque, por otro lado, se debía a que la consideraba una irresponsable, y quizá fuera su oportunidad de demostrar justamente lo contrario.

      «No tienes que demostrar nada. Que le jodan. Por puto».

      Vamos, ella también tenía derecho a cabrearse, ¿verdad? ¿No?

      Suspiró y se dirigió al salón, justo al cuadrante donde se olvidaban de la jaula de Perro. El perico estaba dentro, dando vueltas y piando como loco, deseando salir. Mio abrió la puertecilla, aún con la nariz arrugada, y se recluyó en una esquina del sofá con el pájaro entre las manos. Se lo acercó a la cara y examinó su plumaje con cuidado, como si quisiera encontrar respuesta a sus miserias en los huecos de sus alas. Ni se dio cuenta de que sus padres andaban cerca. No quería afrontar una regañina por haber molestado a su hermana.

      —A veces, Noodles y yo jugamos al juego de la margarita. ¿Sabes de qué va? —preguntó en voz baja—. Es como el «me quiere, no me quiere», solo que en lugar de quitar pétalos... te quito plumas. —Hizo una pausa y rio suavemente cuando el pájaro torció el cuello—. Era broma, tranquilo. Yo solo digo: «¿me quiere?», y tú decides si piar o no. Lo mismo con «no me quiere». Y así sucesivamente hasta que decidas lo que es correcto. Noodles siempre me da la misma respuesta, y como hoy por hoy es la correcta, me fío más de los pájaros que de las margaritas. Pero no voy a preguntarte algo que ya sé, sino...

      —Suena interesante —oyó casi sobre su oído.

      Mio dio un respingo que le puso el corazón en la boca y le hizo soltar al perico. Perro aterrizó en su rodilla. Sus garras pincharon la media al aferrarse a la carne, dando por inaugurada la primera carrera de muchas.

      Y por esa la iban a felicitar menos todavía.

      —Ahora es tu culpa —dictaminó, mirando a Caleb de soslayo—. Me debes unas con la ese de sábado.

      —¿Aún haces eso? —Perro echó un pitido, como si acabara de asimilar las reglas del juego. Ambos lo miraron divertidos—. Parece que quieres jugar. Dime... —Se inclinó hacia delante y le rozó la cabecita con la yema del índice—. ¿Gutenberg inventó la imprenta?

      Perro dio otro pitido, Caleb se se echó a reír, y Mio por poco se desmayó. Como cada vez que él se acercaba, se le había puesto la piel de gallina, y no es que no supiera dónde mirar —porque en esos ratos apenas despegaba los ojos de él—, pero no sabía cómo hacerlo sin exteriorizar el deseo patético de su existencia.

      —Es una fuente fiable. Puedes confiar en él, pecosa.

      Mio se guardó para sí la opinión que tenía de aquel mote denigrante.

      —¿Me pedirá Aiko que sea dama de honor? —El pájaro no hizo ningún ruido—. ¿Niña de las flores? —Nada—. ¿No me va a invitar a la boda?

      —¿Va a ser la madrina? —probó él. Perro se irguió orgulloso y trinó alegremente, entonando una canción de cinco notas—. Sí que dice la verdad... Respóndeme una cosa: ¿Mio va a aceptar el cargo de su hermana?

      «Cuidado con lo que haces, pajarraco». Y el pajarraco se lo tomó muy en serio, porque en lugar de trinar o quedarse en silencio, saltó de la rodilla de Mio a su hombro y le picoteó con suavidad el cuello. Caleb sonrió, consiguiendo dominar con su atractivo rostro todas las dudas que ella hubiera podido tener.

      «Qué fácil eres».

      —Entiendo, es cosa suya. ¿Qué me dices?

      Mio se giró y lo miró, planteándose escupirle que lo había oído todo. Acabó decidiendo que no serviría para nada, solo para pelearse de nuevo, y Mio no estaba en condiciones de hacerlo. Solo lo enfrentó, no tan intimidada como familiarizada con sus ojos verdes, e intentó ser franca al decir:

      —Si no piensas que encajaré... Puedo buscar otros sitios, empezar como becaria y poco a poco ir escalando. No quiero estar en un bufete donde me hayan admitido porque a mi hermana le doy pena.

      —A nadie le das ninguna pena, aunque es cierto que podrían pensar que estás allí por enchufe. Sobre todo si coges el despacho. Pero existe la posibilidad de que entres como una más, y a partir de ahí vayas escalando… —La miró de soslayo—, si es lo que quieres de veras.

      —Claro que quiero. Siempre lo he querido. Más que a nada, ni nadie.

      Caleb asintió, pensativo. Detectó cierta rigidez en sus músculos.

      —Entonces ven mañana a primera hora. Te enseñaré las oficinas y cómo funciona todo, y si te quedas, te presentaré a los demás.

      —¿Estás seguro? —balbució ella—. ¿Crees que merezco estar allí?

      —Sé que lo mereces. Lo que no sé es si puedes defenderlo

      —explicó—. Eres lista y trabajadora. Si no lo fueras, no te habrías graduado. Ahora solo debes descubrir si el Derecho está en tu sangre… Si esto es lo que de verdad quieres. Y si estás preparada para asumir responsabilidades. ¿Lo estás? —preguntó, un tono más bajo. Su mirada la abrasó.

      Mio se mordió el labio para contener un sollozo, que le atravesó el pecho en el momento más inadecuado.

      —Sí. Por supuesto que sí. Quiero estar allí.

      Caleb volvió a menear la cabeza silenciosamente. Acercó la mano abierta a Perro, que se subió a sus dedos sin pensarlo.

      —Bien. El primer sacrificio sabes cuál es, ¿no? Tienes que estar allí a las ocho —apuntó, sin despegar los ojos del pájaro—. Dime, ¿esta dormilona de aquí conseguirá llegar a su hora, o tendré que esperarla hasta el almuerzo?

      El pájaro pio.

      —Eh, puedo ser puntual —protestó Mio. Se le quitaron las ganas de quejarse en cuanto Caleb sonrió. «Qué fácil eres, Sandoval»—.

      ¿A que sí?

      Perro hizo su particular asentimiento.

      —Si llegas tarde, va a perder toda credibilidad como oráculo... Sobre ti recaerá la culpa, así que ya sabes. Dime, gran Perro. ¿Ganaré mi juicio de la semana que viene? —Obtuvo su «sí» antes de terminar la oración—. Bueno, eso no es nada nuevo.

      Mio bufó.

      —¿Dejará

Скачать книгу