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      —Jamás. ¿Y tú?

      La pregunta no era mera cortesía. Marc se había acoplado a suficientes almuerzos familiares para saber en qué consistía la relación con sus padres. Nunca lo dijo en voz alta, quizá porque esa era su regla número uno: ser un encantador misterio con muchas más virtudes de las que dejaba entrever… Pero Mio sabía que estaba de su parte.

      —Estoy segura de que sí.

      —No te preocupes —dijo él, terminando de alinear los cubiertos—. Soy el mejor defendiendo a la gente.

      Mio le dedicó una sonrisa de agradecimiento y obedeció la señal que le hizo hacia el salón. Le estaba dando la oportunidad de huir del grupo mientras pudiera, hasta que no quedara otro remedio que enfrentarlos. Se levantó, suspirando de alivio, y corrió a ocultarse en la sala contigua.

      En realidad, él único motivo por el que había aceptado a protagonizar aquel almuerzo en casa de su hermana, era Perro. Y Perro no era un perro, de ahí su inicial en mayúscula: era un perico de plumaje azul. Aiko lo bautizó así para criticar el hecho de que sus padres no le permitieran tener un shiba peludo. Este rencor hacia los Sandoval, haters del canis lupus, originó el famoso chiste que de vez en cuando se repetían: «¿Para qué quiero un pájaro si Mio ya tiene suficientes en la cabeza?».

      Lo peor era que a ella misma le hizo gracia.

      Mio quería a Perro, y como para no. Era un perico agradable y cantarín… al menos con ella. No como su agaporni propio, Noodles, que vivía fuera de la jaula y no podía dormir si no se hacía bolita en su hombro, pero seguía siendo precioso, suave... Y el único en la familia que no la juzgaba por tener una media inferior a nueve sobre diez.

      Mio sacó a Perro de su encierro y dejó que jugara con sus pendientes largos. ¿Se habría propasado eligiendo vestuario? «Nunca se va demasiado zorra», decía Otto. Pero ella no quería ir zorra, sino elegante, un gran problema porque a Mio le gustaban las faldas cortas. Pensaba que le quedaban bien. De todos modos, la ropa no era lo importante, sino los: «¿por qué no has sacado un diez, Mio?», «podría haber estado mejor, teniendo en cuenta que pagaste el BAR dos veces», «estás más cerca de los treinta que de los veinticinco, ¿y todavía no te sabes poner colorete?». Ese era un buen resumen de sus defectos, a los que debía dar la razón. Por culpa del exceso de maquillaje, tenía la cara del mismo color que el año pasado por esas fechas, y entonces, por lo poco que sabía, andaba bailando borracha en garitos.

      —Noodles te echa de menos. Debí haberlo traído para que pasarais el rato juntos —le dijo al pájaro, que le respondió trinando—. Pero qué carismático eres, contigo sí que se puede tener una conversación. Si es que eres como tu dueña. Tu amigo Nood no puede ser más tonto. Todavía se choca con los cristales. Un día se va a quedar como Voldemort, con el pico metido para dentro... ¡Eh! —exclamó, al ver que Perro pasaba de largo y volaba lejos de su dedo índice—. ¡Te estoy hablando! ¡Ven aquí ahora mismo!

      Mio se giró empuñando el fli-fli, ese botecito con aplicador para echar agua cuando los pájaros se portaban mal. ¿O era fli-flis? ¿Flu-flú? ¿Fuchi-fuchi? Eso sonaba japonés. ¿Fiu fiu? No, eso era lo que decían los viejunos a las jovencitas cuando paseaban en bañador. Las derivaciones para referirse al arma eran lo de menos. No podía castigar a Perro por haber elegido otro árbol, porque el hombre que acababa de entrar en la habitación estaba macizo como un roble.

      «Esa comparación ha sido buena».

      «Gracias, Miss Subconcious. Saca lo mejor de mí».

      Bueno, eso no era del todo cierto. Caleb le sacaba las mejores comparaciones, y también hacía que le chorreasen las manos de los nervios como si fuera eso las cataratas del Niágara, y eso no era ninguna virtud. Con toda el agua que transpiraba cada vez que se reencontraba con él, le sobraba para crear un manantial y patentar su propia marca de botellas.

      No fue extraño que se le cayera de las manos el fli-fli-flus-flus-fiu-fiu-la-madre-que-lo-parió al ver que Perro aterrizaba en la cabeza morena de Caleb. Un Caleb con el que no había contado. Ni con él ni con ninguno, porque no conocía a otro.

      —Hola, pajarraco.

      Eso no se lo decía a ella, gracias y adiós. Habría sido lo que le faltaba. Caleb se dirigía al pajarito, que le daba picotazos —besos— en la frente a modo de bienvenida. Él sonreía en toda la gloria divina de los santísimos angelitos desnudos, como si no fuera eso delito de terrorismo, asesinato de primer grado y agresión sexual. ¡Se estaba corriendo en contra de su voluntad...!

      «No hagas bromas con eso, Mio».

      Competencias de abogado penalista aparte, se le encogió el corazón al asistir a la sumisión de Perro, que bajó de la cabeza al dedo que Cal ofreció, y pio a modo de saludo.

      Le costó asumir el choque. No supo cómo reaccionar. Estaba allí, en el salón, de pie. Guapo, atractivo, perfecto. Sexy. Caleb. Después de un año, que no fue un año cualquiera, sino un año en el que Mio se tuvo que ir a California para aprobar en otra universidad... y para huir de la promesa de Caleb de no volver a apostar por ella.

      Poco recordaba de la noche de su suspenso. Solo que dijo a Caleb cosas horribles sobre su lealtad a la hermana mayor, hizo referencia a un perro de orejas preciosas y pretendió arrearle un bofetón. Mio no se atrevió a llamarlo en cuanto lo recordó, y él no volvió a dirigirse a ella. Y así pasaron 368 días exactos. Sin hablarse. Sin saber del otro. Sin verse. Sin atreverse a felicitarle por su cumpleaños o el año nuevo. Sin pasar por casa para Navidad.

      Se quedó estática, al borde del colapso físico —porque el mental ya lo tenía aprobado con sobresaliente—. ¿Es que no iba a decir nada? La estaba mirando con las cejas alzadas, a través del grueso cristal de sus gafas de topo —Dios, cuántas veces se había reído de él por estar medio cegato—, como si quisiera que dijese algo.

      Mio se aclaró la garganta e intentó no escupir el corazón al hablar.

      —Creo que Perro se ha hecho caca en tu mano.

      Caleb echó un vistazo y comprobó que, en efecto, así era. Mio aprovechó que se distraía limpiándose y se acercó, con las piernas como si estuviera jugando al Twister. Se plantó delante de él coqueteando con la histeria.

      Era Caleb. Estaba allí. Caleb. Demasiado alto para llegarle a la nariz; demasiado inteligente, culto y caballeroso para estar a la altura de sus zapatos; demasiado guapo para enfrentarlo sin sufrir un aneurisma. No había palabras para expresar cuánto lo había echado de menos, así que era justo y necesario mantener el pico cerrado —nunca mejor dicho— y solo quitar al pájaro del medio.

      Mio iba a darse la vuelta y hacerse un rollito debajo del sofá, cuando Caleb la retuvo de una mirada directa.

      —¿Es que no me vas a decir nada? ¿Ni me vas a saludar?

      «Pues claro que sí, guapo. ¿Cómo quieres que te dé la bienvenida? ¿De pie, o de rodillas?».

      «Mio, por favor».

      —Hola —balbució, mirándolo como si tuviera una motosierra en la mano. Carraspeó y se acercó, temerosa—. Es que no... No sabía que vendrías, aunque debería haberlo imaginado. Mamá no organiza una reunión familiar sin ti, porque claro, es que eres de la familia... Eh... Bueno, n-no sé si lo sabes, pero ya soy abogada —anunció—, y... Estas medias son nuevas.

      —Muy bonitas —halagó. «Pero si ni me has mirado las piernas, zorro»—. ¿Has puesto el cronómetro para ver cuánto tardas en romperlas?

      Mio hizo una mueca.

      —No, pero si hubiera sabido que estarías aquí lo habría puesto para ver cuánto tardabas en decir una gilipollez.

      Qué rápida era para ponerse a la defensiva, señor.

      —Cuidado con tu vocabulario... Mamá está cerca y sabes que le cuesta resistirse a coger el jabón. —Metió una mano en el bolsillo y le echó una de sus miradas evaluadoras—. Ya sabía lo de tu graduado. Por eso he venido.

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