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ti. Confía en tu ropa, en tu maquillaje, en tu corte de pelo. Y no dejes que nadie te diga que no eres capaz de hacer algo.

      —No sabía que tuviera entradas gratis para el live action de En busca de la felicidad —comentó Marc, que acababa de llegar a casa. Aiko se giró con una sonrisa—. «¿Quieres algo? Ve a por ello y punto». ¿Por casualidad no querrá alguien un beso?

      Aiko se levantó del sofá como si flotara, mientras él esperaba con aires de cantautor engalanado bajo el marco de la puerta.

      Aparte de imponerle respeto por su trayectoria profesional —Marc era el enemigo ancestral del fracaso; había perdido un único juicio, y solo por transferir el caso, por lo que técnicamente no contaba—, aquel tipo causaba mucha curiosidad.

      Era condescendiente y chulesco, el malo malísimo de chupa de cuero de las películas que al final acababa llevando jerséis de lana y suplicando clemencia a la protagonista por haberla ignorado delante de sus amigos. Pero también era encantador y educado, pese a tener siempre las réplicas sutilmente mordaces en la punta de la lengua. Podía hacerte llorar sin levantar la voz ni perder la sonrisa. Lo que más le gustaba era su aire de galán de telenovela, con el pelo rubio al viento y la sonrisa estudiada, torcida el grado exacto para desequilibrar a una mujer.

      Marc era un amante de los trajes a medida. La clase de hombre que escuchaba a Luis Miguel; de los que sacaban a bailar a una chica bonita al azar por el gusto de regalarle unos cumplidos; de los que regalaban joyas caras y tumbaban a su mujer para besarla en los labios, como en las películas en blanco y negro. De los que nunca se manchaban las manos porque ya sabían derrotar a los malos con su labia asesina.

      Aiko no solo estaba con él, sino que había conseguido que se desviviera por ella. Como logró lo mismo con Caleb.

      Se fijó en cómo se daban el beso de recibimiento, tan enamorados que Otto se habría cubierto la nariz y habría echado spray matarratas por toda la habitación. Ahí ya no entraban la envidia o los celos. Mio era una fanática del cariño que se profesaban, y aunque no era como si les faltara amor, se alegraba de que su hermana lo hubiese encontrado en alguien de su talla.

      —¿Cómo has estado hoy? —preguntó él, quitándose la chaqueta—. ¿Te duele? ¿Estás cansada?

      —Muy cansada. Y ahora mismo no me duele. Estaba entretenida con Mio llamando a Otto por Skype.

      Mio levantó la mano con timidez para saludar a Marc, que le hizo un gesto de barbilla antes de seguir con su interrogatorio diario. Mio vivía allí desde que regresó de San Diego, dado que sus padres ya no vivían en la ciudad, e iba a quedarse allí hasta que encontrara un piso barato que se adaptara a sus necesidades: tener buenas vistas y bañera. Llevando ya unos cuantos días, se había acostumbrado a ver cómo Marc se preocupaba de manera obsesiva por la salud de Aiko.

      No era para menos. Si ella misma no la acosaba, era porque la hacía sentir mal. Desde que era muy pequeña, su hermana mayor se esforzó por fingir que todo estaba bien, que nada le dolía, porque sabía que eso le impediría hacer ciertas cosas, como estudiar y trabajar. Y nada le importó tanto más que labrarse un buen futuro. Sin embargo, sus descuidos y sobreesfuerzos acabaron pasándole factura más de una vez. Le diagnosticaron insuficiencia renal crónica a los once años, cuando se sometió a la primera operación de riñón. De ella surgieron dos grandes y terribles cicatrices que protegió del mundo cambiándose de ropa en baños apestillados, yendo a la playa con bañadores de cuerpo entero y gruesos pareos, y negándose a compartir intimidades con nadie.

      Siendo una enfermedad crónica y sin trasplante hasta que llegara al estado crítico, estaba condenada a sufrir dolores continuos que Mio no podía ni imaginarse. En general, no estaba mal. Con medicación y relativo reposo podía superar las jornadas, pero en el último año se empleó tan a fondo en sus casos que sufrió una recaída que podría haberle costado la vida. Mio recordaba aquellos días en el hospital, enchufada a la máquina de diálisis, como los peores de su vida. Los médicos hicieron muy mal trabajo, complicando tanto su situación que su cuerpo se intoxicó a sí mismo por falta de tratamientos. Casi la perdió aquella noche. Todos estuvieron a punto de hacerlo. Mamá y papá, que se reconciliaron —de nuevo— por su situación, Marc, con quien estaba peleada entonces... Y Caleb. Caleb fue el único que nunca, jamás llegó a separarse de ella. No la dejó sola ni un minuto, pasando más de setenta y dos horas despierto para velarla. Fue en esas circunstancias cuando Mio perdió del todo la esperanza de que alguien la quisiera tanto.

      Era un pensamiento injusto y humillante, pero... ¿Cuántos se habrían quedado a su lado si los hubiese necesitado? ¿Caleb habría apretado su mano con los ojos llorosos? ¿Su madre habría rezado al dios al que dejó de dedicarle sus oraciones hacía años…?

      —Mio, nos vamos a dormir —anunció Aiko, dedicándole una sonrisa desde la escalera—. Cuando termines, apaga el ordenador. Mucha suerte mañana, ya verás que todo el mundo se queda deslumbrado contigo.

      Mio agradeció su apoyo devolviéndole el gesto y desvió la vista a Noodles, que seguía durmiendo tranquilamente sobre su tobillo. No tenía ninguna esperanza de pegar ojo, así que puso una película al azar que resultó ser de aquel raro de Woody Allen. Otro director excéntrico al que no entendía y que a Aiko le encantaba. Aunque no era como si estuvieran mirando, ¿no? Podía poner lo que quisiera.

      Las cosas que empezaban por «c» no estaban nada mal, pero las que comenzaban por «i»... Esas jugaban en otra liga. Y si no, que se lo dijeran a las gotas de perfume «Invictus» alojadas en la camisa con la que Mio se acostó esa noche.

      En el momento le pareció una idea estupenda, pero a la mañana siguiente sí que pensó en lo patético que era dormir abrazada a una prenda de ropa… O lo que era peor: haber invertido la mitad de sus horas de sueño en esnifar la colonia como una cocainómana después de cobrar la lotería. Mientras duró la fantasía, se sintió como Los Beatles durante su visita a la India, o lo que era lo mismo... Feliz por haber contactado y conectado con las drogas de diseño al primer contacto.

      Mio había visto un mundo de colores espectaculares abrazada a la camisa que Caleb le había prestado, y ahora le tocaba pagar las consecuencias. Enfrentarle para pedir disculpas por haber llegado tarde en su primer día.

      Había estado tan ocupada fantaseando con aquel pedazo de lino y algodón que cuando consiguió dormir, se le olvidó poner el despertador. Era una suerte que Noodles hubiera nacido con una alarma integrada y haya decidido entonar sus singulares cánticos a las siete exactas. Tenía que estar en su puesto a las siete y media, lo que le dio exactamente diez minutos para vestirse.

      Como era natural, se cargó las medias en el proceso de ponérselas —y ni siquiera eran las de su correspondiente día—, y como no tenía tiempo para infiltrarse con sigilo en la habitación de su hermana, tuvo que ponerse algo suyo. Una falda plisada más corta de lo recomendable, y una chaqueta celeste.

      ¡Una chaqueta celeste! ¿Qué clase de abogada respetable llevaba un accesorio de Polly Pocket? No podía pararse a meditarlo, ni quería responderse con un «pues una abogada de pacotilla, como tú», así que salió volando sin mirarse mucho en el espejo. Con la cara que llevaba, acabaría invocando a Verónica tres veces, para que al final fuese el espíritu el aterrorizado. «Disculpa por despertarte tan pronto, Vero, pero quería saber si podías prestarme una blusa decente». Tal vez, aprovechando su poder como leyenda tétrica, pidiera en su lugar que le arrancase la cabeza y la usara como bola de bolos, porque el reloj indicó las ocho menos diez cuando empujó las puertas de entrada al bufete... Y para entonces más le habría valido estar muerta.

      Nada más entrar, una serie de mujeres con cafés en la mano y carpetas en la contraria clavaron sus ojos pintados en ella. Mio estuvo a punto de meter las piernas para dentro, o de saltar mucho sobre la loseta hasta que se la tragara, como aquella lámpara

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