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Es Campbell, Marc. Llevas años diciéndome que esto es lo único que quieres. Ahora que lo tienes, no dejes que nada ni nadie te lo quite.

      —Descuida —resolvió él al instante—. Te puedo asegurar que haré cualquier cosa para ganar. Cualquiera.

      1 Jacob Black. Personaje hombre lobo de la saga Crepúsculo.

      2

      No es porno, es literatura erótica

      Marc no entendía el concepto de «arreglarse», quizá por las implicaciones negativas que conllevaba. Daba a entender que antes de hacerlo era inservible, estaba desgastado o era inútil: que necesitaba emplear alguna fuerza externa o añadirse encantos, ponerse tiritas o decorarse, para resultar mejor. Para dejar de dar asco; como si fuera un coche averiado o las cañerías del baño.

      Para arreglarse, pensaba, necesitaría mucho más que su mejor corbata y una americana de marca. Sabía bien que su aspecto no era lo que debía ser potenciado. La falsa humildad le tocaba demasiado los huevos para no admitir que era un tío bien plantado. Al menos el envoltorio relucía. Lo que había debajo quizá sí debiera... arreglarse. Pero por lo pronto, y si salía bien el plan A, Aiko Sandoval no necesitaría conocer su bajeza. Tenía en mente averiguar si su físico le interesaba como para picar el anzuelo, y para eso, gracias al cielo, no tenía que arreglar nada de lo jodido de veras.

      Marc salió de casa con la reflexión formulándose detrás de los pensamientos normales de un tipo a las seis y media de la mañana, aquellos que podía afrontar a corto plazo. Repasó su agenda, los compromisos programados para el día, las reuniones, incluso los descansos ocupados para adelantar trabajo. Así no podría parar a meditar ni un segundo. Le siguió la rutina de siempre. Activar la alarma del apartamento, contar los pisos que iba bajando en el ascensor, medir la distancia entre sus pasos hasta la entrada y saludar con un «buenos días» a su chófer, que esperaba con la paciencia de un santo.

      —¿Qué tal, Yasin? —preguntó antes de abrir la portezuela trasera.

      El hombre sonrió como si guardara un secreto, y en cuanto Marc puso su trasero en unas pantorrillas ajenas, comprendió la ilusión del indio porque entrara en el coche.

      El bulto bajo él gruñó por lo bajo. Vaqueros, botas militares y sudadera con capucha... Lo reconoció gracias a la exclamación latina —«ay, dio mío»—. Por si le cabían dudas, su hermano dio la vuelta como una sardinilla y lo enfrentó con ojos soñolientos.

      Marc intentó no irritarse con su deprimente aspecto.

      —Yasin —llamó a su chófer intentando guardar la calma—, ¿qué hace el señor Miranda en el coche?

      —No lo sé, jefe —aseguró, con su marcado acento habitual. Le echó una mirada entretenida por el retrovisor—. Me he dado cuenta justo al aparcar. No suelo asegurarme de que no haya hombres camuflados con la tapicería al arrancar.

      Dirigió la vista al encapuchado, que se frotaba los párpados intentando dar pena.

      —Jesse... ¿Has dormido en el Mercedes?

      —No tengo casa propia, ¿qué quieres que haga? —se quejó mientras se incorporaba hasta quedar sentado—. Tori me pidió que me fuera y no se me ocurrió otro lugar donde descansar mis huesos.

      —Veamos... Existen los hoteles; moteles, si no quieres gastar mucho. La casa de Wentworth, la mía, la de tu madre en Puerto Rico... Y eliges mi coche. —Marc hizo una mueca—. ¿Eso que huelo es Jägermeister? ¿Has estado bebiendo aquí dentro?

      Inspiró hondo e intentó no alterarse, como siempre a base de mucha, muchísima fuerza de voluntad. No hace falta que permanezcamos en el camino de la rectitud, humanidad y corrección evitando señalar que Marc a veces estrangularía a su hermano, ¿verdad? ¿Quién no ha sentido alguna vez la implacable necesidad de acabar con la vida de alguien con su mismo apellido? De acuerdo, quizá la pasión por los ahogamientos de Marc a veces sobrepasaba lo común, pero no se puede decir que no fuese típico, ni que llevara arrastrándose como una lacra social desde, por ejemplo, el Imperio otomano. Yasin estudiaba Historia cuando no conducía y le había contado a Marc, no sabía aún si para alentar o apaciguar sus ánimos de derramamiento de sangre, que los herederos a la corona solían pasar a cuchillo a sus hermanos para evitar que les arrebatasen el trono.

      Aquí no había trono que valiese, pero Marc se pensó lo del acuchillamiento al sospechar que Jesse podría haberse meado encima. En su tapicería de cuero negro.

      —Haz el favor de salir —pidió con toda esa educación que enmascaraba un fuerte deseo homicida—. Tengo que ir a trabajar.

      Jesse arrugó la frente.

      —¿Perdón? ¿Mi mujer me echa de mi casa y ahora mi hermano me echa del coche?

      —Poniéndonos técnicos, la casa es de tu mujer y el coche es de mi propiedad, así que tenemos todo el derecho a vernos libres de tus escenas.

      Su hermano desencajó la mandíbula y miró para otro lado. Se sacó la capucha de un tirón, acción que reveló una serie de mechones pelirrojos con vida propia que apuntaron en todas direcciones. Marc se desinfló un tanto al verle con la espalda encorvada, frotándose la incipiente barba con impaciencia y desesperación. Casi se le olvidó que había pensado en cuchillos, matanzas y tronos otomanos.

      No pretendía ser duro con él, pero no le quedaba otro remedio si quería que espabilase de una vez. Estaba cubriendo a Victoria en el caso de los Campbell no solo porque le interesara especialmente destruir al marido de su cliente —y es que Marc nunca hacía nada si no podía beneficiarse un poco—, sino porque ella no estaba en condiciones de afrontar un solo caso a causa del divorcio con su hermano.

      Marc supo desde el principio que era una pésima idea salir con alguien del trabajo. Luego pasaba lo que pasaba. Jesse llevaba sin poner un pie en el bufete casi un mes, lo que ya le habría valido el despido si Marc no hubiese movido hilos, y Victoria había pedido una baja aprovechando la acumulación de periodos vacacionales en su historial. Si eso fuera todo lo que Jesse estaba haciendo mal al no lidiar con su separación, Marc podría interceder por él —lo que llevaba haciendo desde el primer día—, pero no dejaba de darle motivos para pegar una voz y poner orden.

      Había cedido a cada una de sus súplicas. Intentó hablar con Victoria para hacerla entrar en razón, sin ningún éxito. Incluso hizo algunas averiguaciones a espaldas de ambos para asegurarse de que los motivos que la mujer dio para justificar el divorcio eran ciertos y no estaba engañándolo con otro, pensando que de ser así podría hacerle más llevadero el proceso. Pero no, Tal y como se figuraba, Victoria estaba siendo legal. Incluso sufría por la decisión tomada, razón por la que Marc dejó de intervenir.

      Esto Jesse se lo tomó como algo personal y decidió llamar la atención de todas las formas posibles. Emborrachándose cada noche, haciendo comentarios desagradables, persiguiendo a Victoria por todas partes aun cuando ella había pedido espacio... La guinda del pastel había sido conducir borracho para luego estamparse con el coche en la interestatal, cuando pudo haber muerto en el acto. Marc ya no solo estaba preocupado, sino también cansado y cabreado por la incapacidad que tenía su hermano para ponerle solución a sus problemas... O para verlos, en general. Era evidente que no quería ni oír hablar de ellos. Se negaba rotundamente a buscarse otro apartamento, pues creía que tarde o temprano, Victoria lo llamaría con una disculpa en la boca.

      Marc intentó hacerle ver que eso no sucedería. Pero para no variar, Jesse no escuchó. El muy capullo vivía en Hollywood, creyendo que la vida real era como un musical cuando en realidad solía acabar peor que los triunfos taquilleros de Clint Eastwood: como el rosario de la aurora.

      Ya era hora de que abriese los ojos, porque no tenía ningún don musical para permitirse quedar ciego toda la vida y aun así ganársela, como el Stevie Wonder que cantaba su mayor éxito en la radio del Mercedes. ¿Cómo podía un hombre estar cabreado cuando sonaba For Once In My

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