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justo después, miré y estábamos solo ese otro tío, el dependiente, y yo.

      El sonrisas, dije. El alegre.

      Sí.

      Nos quedamos en silencio de nuevo.

      Así es como termina el mundo, dijiste.

      No con una explosión, proseguí, sino con un…

      Pensamos.

      ¿Con una prolongada exhalación?, sugeriste.

      Te conté que estaba caminando a casa, hacia Kilburn, justo al otro lado de la ciudad. Ven conmigo, dije. Quédate en mi casa.

      Se te veía indeciso.

      Estúpido, estúpido, estúpido, estoy seguro de que fue culpa mía. La vieja discusión de siempre, esa de que no venías a verme mucho, que no te quedabas más tiempo, traducida al nuevo idioma del mundo. Antes de la caída habrías hecho sonidos desesperados aduciendo tener que ir a otra parte, insinuar enigmáticamente compromisos que no podías explicar, y te irías. Pero en este tiempo nuevo aquellas excusas se volvieron absurdas. Y la energía que le dedicabas a las evasivas estaba canalizada en otra parte, en la ciudad, que estaba hambrienta como un recién nacido, que te absorbía la ansiedad, que asimilaba tus incipientes deseos y los satisfacía.

      Al menos vente conmigo hasta Kilburn, dije. Podemos preparar lo que sea que vayamos a hacer cuando estemos allí.

      Sí, claro, tío, solo quiero…

      No logré descifrar eso que querías hacer.

      Estabas distraído, no dejabas de mirar por encima de mi hombro hacia algo, y yo me apresuraba a mirar mi alrededor para ver qué es lo que te estaba intrigando. Había una sensación de interrupciones, aunque la noche estaba en silencio como siempre, y yo no paraba de mirar hacia atrás para verte, y tiré de ti para que vinieras conmigo y decías «claro tío claro, solo un segundo, quiero ver algo», y empezaste a cruzar la calle con los ojos fijos en algo que no estaba en mi campo de visión, y me estaba enfadando y te me soltaste porque oí un sonido encima de la cresta del puente del ferrocarril, uno que venía del este. Oía sonidos de cascos de caballo.

      Tenía el brazo estirado, todavía, pero ya no te estaba tocando, y giré la cabeza en dirección al sonido, con la mirada fija en la cúspide de la colina. El tiempo se elongó. La oscuridad de justo encima de la acera se partió por una endiablada astilla que crecía y crecía a la vez que algo largo, fino y afilado aparecía sobre la colina. Rajó la noche en un ángulo agudo. Lo agarraba con fuerza un puño cerrado y enguantado que surgió de debajo. Era una espada, un espléndido sable ceremonial. La espada vino con un hombre tras de sí, uno con un extraño casco, con una larga pica plateada que le adornaba la cabeza y una pluma blanca ondeando tras su estela.

      Cabalgaba en frenético galope, pero no sentí ningún apremio cuando irrumpió ante mi vista, y dispuse de todo el tiempo necesario para verlo, para estudiar sus ropas, su arma, su rostro, para reconocerlo.

      Era uno de los jinetes que están fuera del palacio… ¿Los llaman la caballería de la guardia real? Con el penacho saliendo de la cimera de sus yelmos en un cono impecable, las botas como espejos y sus apáticos caballos. Son legendarios por su inmovilidad. Los turistas juegan a mirarlos fijamente, a burlarse de ellos y acariciar las narices de sus monturas mientras ni un parpadeo de emoción humana mancha su deber.

      Cuando la cabeza del hombre sobresalió por la cima de la colina, vi que su rostro estaba fruncido y arrugado mostrando una sorprendente mueca de guerrero, como el gruñido de un perro en pleno ataque, una necia expresión de valentía como la que estuvo pintada en los rostros de la Brigada Ligera.

      Llevaba la chaqueta roja desabrochada, titilando como una llama. Estaba casi de pie, apoyado sobre los estribos, encorvado, cogiendo las riendas con su mano izquierda, y sosteniendo con la derecha esa hermosa espada que me escupía luz en la cara. Su caballo ascendió hasta hacerse visible, con enormes venas bajo la piel blanca y ojos desorbitados con una ansiosa mirada equina, con baba chorreando desde detrás de los dientes y los cascos martilleando el asfalto desierto del puente del ferrocarril de Willesden.

      El soldado guardaba silencio aunque su boca estaba abierta como si gritara su rugido de despedida. Siguió cabalgando, con la espada en alto, cerniéndose sobre un enemigo imaginario, azuzando a su caballo hacia Dollis Hill, dejando atrás el restaurante japonés, la tienda de discos, el vendedor de bicicletas y el reparador de aspiradoras.

      El soldado pasó velozmente por mi lado, espléndido, estúpido y extraviado. Pasó cabalgando entre nosotros, Jake, tan cerca que me cayeron gotas de sudor.

      Lo imagino de servicio al caer el cataclismo, sintiendo el cambio en el orden de las cosas y sabiendo que la reina a la que había jurado proteger se había vuelto irrelevante, que su pompa no significaba nada en la ciudad decadente, que había sido entrenado en lo absurdo y lo inútil, y decidiendo que sería un soldado, por una vez. Lo veo haciendo chocar sus talones y pasando por las confusas calles del centro de Londres a medio galope, cogiendo velocidad a medida que crece la ira alimentada a causa de su cese, dándole libertad a su caballo, dejándolo correr, notándolo cohibido debido a los nuevos y extraños residentes de los cielos, hasta que arranca a cabalgar con ímpetu y saca el arma para demostrar que es capaz de combatir, y se adentra como un rayo en las llanuras del noroeste de Londres, para desaparecer o morir.

      Observé su tránsito, estupefacto y asombrado.

      Y cuando me di la vuelta, por supuesto, Jake, cuando me di la vuelta, habías desaparecido.

      Las búsquedas frenéticas, los gritos y la tristeza te las puedes imaginar. Ya me queda poca dignidad de por sí. Todo duró mucho tiempo, aunque mientras levantaba la cabeza hacia tu ausencia supe que no te encontraría.

      Al final encontré el camino a Kilburn, y al pasar por el Gaumont State alcé la mirada y vi el mensaje de neón, chillón, banal y aterrador. El mensaje que ahí sigue, la petición a la que, esta noche, después de muchos meses, creo que al fin accederé.

      No sé dónde fuiste, cómo desapareciste. No sé cómo te perdí. Pero después de mucho buscar un escondite, aquel mensaje en la fachada del Gaumont no puede ser una coincidencia. Aunque puede, claro, ser equívoco. Puede ser un juego. Puede ser una trampa.

      Pero estoy harto de esperar, ¿sabes? Harto de hacerme preguntas. Así que deja que te cuente lo que voy a hacer. Voy a terminar esta carta, me queda poco, y la voy a meter en un sobre en el que escribiré tu nombre. Le pondré un sello (tampoco sobra), y me aventuraré por las calles (sí, aunque sea plena noche) y la meteré en el buzón.

      A partir de ahí no sé qué pasará. No conozco las reglas de este lugar. Puede que la carta sea devorada por alguna presencia dentro del buzón, puede que me la escupa de vuelta, o que sea copiada un centenar de veces y aparezca pegada en los escaparates de todos los almacenes de Londres. Yo espero que encuentre su camino hacia ti. Quizá aparezca en tu bolsillo, en la puerta de tu casa, donde sea que estés ahora. Si es que estás en alguna parte, quiero decir.

      Es una vana esperanza. Lo admito. Claro que lo admito.

      Pero te tenía, y te perdí de nuevo. Estoy señalando tu desaparición. Y señalando la mía.

      Porque, ¿sabes, Jake?, luego voy a recorrer la corta distancia entre Kilburn High Road y el Gaumont State, y voy a leer su solicitud, su mandato, y esta vez creo que obedeceré.

      El Gaumont State es una baliza, un faro, una advertencia que se nos escapó. Rasga las nubes impasible mientras la ciudad se hunde entre las rocas. Sus sucios muros color crema están embadurnados con cientos de marcas; humanas, animales, meteorológicas y de otros tipos. En su torre cuadrada y achaparrada yace el enorme nido de trapos, huesos o cabello donde las cosas voladoras riñen e incuban. El Gaumont State ejerce su propia gravedad sobre la ciudad transformada. Sospecho que ahora todas las brújulas apuntan a él. Sospecho que en la magnífica entrada, enmarcada por las amplias escaleras, algo está esperando. El Gaumont State es el generador de la sucia entropía que ha tomado Londres. Sospecho que hay muchas cosas fascinantes en el interior.

      Voy a permitir

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