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un umbral, todos evitando la mirada del otro.

      Las callejuelas están casi desiertas.

      ¿Cómo se está ahí dónde estás tú, Jake? ¿Sigues en Barnet? ¿Está lleno? ¿Se ha producido una avalancha hacia las zonas residenciales?

      Dudo que sea tan peligroso como Kilburn.

      No hay lugar más peligroso que Kilburn.

      He terminado viviendo en una tierra baldía.

      Aquí es donde está todo, es aquí donde está el centro. Solo unos pocos cretinos sin criterio como yo viven aquí ahora, y estamos desapareciendo uno a uno. Llevo días sin ver al tipo vestido de pana, y la airada joven que acampaba en la panadería ya no está allí.

      No deberíamos quedarnos aquí. Al fin y al cabo, ya nos lo han advertido.

      ¿Por qué me quedo? Podría abrirme paso hacia el sur con razonable seguridad, hacia el centro, ya lo he hecho antes, sé cómo hacerlo. Viajar a mediodía, con el mapa apretado contra mi pecho como si fuese un talismán. Juro que me protege. Se ha convertido en mi grimorio. Tardaría una hora o así en llegar hasta Marble Arch, y todo el trayecto es por la carretera principal. Puede salir bien.

      Lo he hecho antes, bajé por Maida Vale, por encima del canal, que estos días está lleno de detritus oscuro. Pasada la torre en Edgware Road con el exoesqueleto de vigas rojas que sobresalen hacia el cielo seis metros por encima de la azotea. He oído unas pisadas sordas y resoplidos en los confines de esa alta prisión, he vislumbrado el brillo de los músculos y el pelo grasiento de un animal sacudiendo el metal con nerviosismo.

      Creo que las cosas aleteantes de allá arriba tiran comida en la jaula.

      Pero si paso todo eso estoy a salvo, en la calle Oxford, donde vive ahora la mayor parte de Londres. La última vez que estuve allí fue el mes pasado, y habían hecho un trabajo decente. Hay algunas tiendas en funcionamiento que aceptan los absurdos billetes garabateados a mano que hacen las veces de moneda, y que venden los objetos que pueden rescatar, o fabricar, o que les son inexplicablemente entregados por la mañana.

      Está claro que no pueden escapar de lo que está ocurriendo en la ciudad. Sobran las señales.

      Con tanta gente desaparecida la ciudad está generando su propia basura. En las grietas de los edificios y los espacios oscuros bajo los coches abandonados, los nuditos de materia se organizan formando envoltorios de patatas fritas, juguetes rotos y cajetillas de tabaco antes de romper el diminuto cordón umbilical que los ancla al suelo y alejarse flotando por las calles. Incluso en la calle Oxford se ve cada mañana un nuevo cultivo de basura, cada asquerosa pieza recién nacida tenía la marca de un minúsculo ombligo fruncido.

      Incluso en la calle Oxford aparecen todos los días, sin falta, los fardos frente a los quioscos: el y el . Los únicos periódicos que han sobrevivido al silencioso cataclismo. Se generan a diario, escritos, publicados y repartidos por una persona, personas o fuerzas invisibles.

      Hoy ya he bajado con sigilo por las escaleras, Jake, para coger mi copia del en el otro lado de la calle. El titular es «Masas autoctónicas, aullantes y con la boca húmeda». El subtítulo: «Nácar, heces, máquinas rotas».

      Pero incluso a pesar de esos avisos, la calle Oxford es un lugar tranquilizador. Aquí la gente se levanta y va al trabajo, se viste con ropa que reconoceríamos de hace nueve meses, toma café por la mañana y se aferra con fuerza a ignorar la imposibilidad de lo que están haciendo. Así que ¿por qué no me quedo allí?

      Creo que es la invitación del Gaumont State lo que me mantiene aquí, Jake.

      No puedo marcharme de Kilburn. Aún me quedan secretos por descubrir. Kilburn es el centro de la nueva ciudad, y el Gaumont State es el centro de Kilburn.

      El Gaumont está inspirado, con toda su absurdidad, en el Empire State de Nueva York. A escala de miniatura quizá, pero sus rectas y curvas se muestran dignas e imperturbables, ignoran con facilidad el barato camuflaje de ladrillos y suciedad de su entorno. Todavía era un cine cuando yo era un niño y recuerdo la curvatura simétrica de las dos escaleras también simétricas del interior, la opulencia de la lámpara de araña, la alfombra y las réplicas de mármol.

      Los multicines, con sus endiosadas pantallas de vídeo y su chabacana decoración, se muestran indiferentes a los cines. El Gaumont pertenece a una época de cuando el cine era aún un milagro. Era una catedral.

      Cerró y se volvió una ruina. Luego volvió a abrir, al son de los acordes electrónicos de las máquinas tragaperras del vestíbulo. Fuera, dos letreros de neón enormes explicaban el nuevo propósito del Gaumont en letras verticales, leídas hacia abajo: BINGO.

      Fuiste el primero en acudir a mis pensamientos, tan pronto como supe que había ocurrido algo. No recuerdo despertarme cuando el tren estacionó en Londres. Mi primer recuerdo es bajarme del vagón, adentrarme en el frío del atardecer y tener miedo.

      No fue percepción extrasensorial, tampoco fue el sexto sentido lo que me dijo que algo iba mal. Fueron mis ojos.

      El andén estaba lleno, como cabría esperar, pero la multitud se desplazaba de una manera que no había visto antes. No había flujos ni mareas de gente yendo y viniendo hacia el monitor de salidas y llegadas. No se distinguía ningún patrón fractal en aquella masa. El aleteo de una mariposa en una esquina de la estación no provocaría huracanes, ni tormentas, ni tan siquiera un soplo de viento en otros lugares. El complejo orden del caos se había roto.

      Tenía el aspecto de como me imagino el purgatorio. Una habitación enorme llena de almas huecas arremolinándose atomizadas e inservibles, cada una encerrada en su íntima desesperación.

      Vi un guardia, que estaba tan solo como los demás.

      ¿Qué ha ocurrido? Le pregunté. Estaba confuso, negaba con la cabeza. No quería mirarme. Algo ha ocurrido, dijo. Algo… hubo un derrumbe… nada funciona bien… ha habido un… colapso…

      Estaba siendo muy inexacto. No se le puede culpar. Fue un apocalipsis muy inexacto.

      En el tiempo que pasó desde que cerré los ojos en el tren y los abrí de nuevo, algún principio organizador había fracasado.

      Siempre he imaginado el suceso en términos muy literales. Siempre he concebido un edificio vasto e imposible, una central eléctrica espiritual con un núcleo inestable excretando la energía y la conectividad del mundo. Siempre he evocado los engranajes de esa impensable maquinaria sobrecalentándose, una masa crítica siendo alcanzada… los mecanismos flaqueando y trabándose al estallar el núcleo en silencio, escupiendo su combustible venenoso por toda la ciudad y más allá.

      En Bhopal, la planta de Union Carbide vomitó una bilis mortificante y asesina. En Chernóbil, los efectos fueron un terrorismo celular más insidioso.

      Y ahora Kilburn estalla en confusa entropía.

      Lo sé, Jake, lo sé, no puedes reprimir una sonrisa, ¿verdad? De lo alucinante y lo terrible a lo ridículo. Aquí no hay muros con cadáveres apilados hasta arriba. Rara vez se derrama sangre cuando los habitantes de Londres desaparecen. Pero la ciudad se está desinflando, Jake, y Kilburn es el epicentro de ese vaciado.

      Dejé al guardia solo con su confusión.

      Tengo que encontrar a Jake, pensé.

      Probablemente estés sonriendo al leer esto, menospreciándote como haces siempre, pero te juro que es verdad. Estabas en la ciudad cuando ocurrió, lo viste. Piénsalo, Jake. Yo estaba dormido, en tránsito, ni aquí ni allí. No conocía esta ciudad, nunca había estado aquí antes. Pero tú la habías visto nacer.

      No me quedaba nadie más en la ciudad. Podías ser mi guía, o al menos podíamos estar perdidos juntos.

      El cielo estaba completamente muerto. Parecía hecho de papel negro mate y pegado sobre las siluetas de las torres. Todas las palomas se habían ido. No lo supimos entonces, pero esas cosas invisibles y aleteantes habían nacido con una explosión, ya adultas y voraces.

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