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Había una regla muy estricta en este bar: si tocabas una de las mariposas, te echaban a la calle. Lo sabía porque lo había hecho una vez en el pasado.

      El guardia de seguridad la alcanzó antes que yo.

      –Señorita, debe salir de aquí.

      Fern se llevó la mariposa a la nariz.

      –¿Las mataron a propósito? ¿Para exponerlas aquí para nuestra diversión? ¿Como si fuéramos bárbaros? –su tono era un poco acusador y otro poco curioso.

      El guardia le bajó la mano.

      –¿Señorita, cuántos años tiene?

      –¿Qué importa? ¡Quiero hablar con el gerente del lugar! –alzó la mano para atrapar otra mariposa.

      Yo la detuve.

      –¡Fern! ¡Debemos salir de aquí!

      El hombre me miró.

      –¿Usted se hará responsable por haber traído a una menor aquí?

      Todos en el bar nos estaban mirando. Genial. Puse mi cara de “¿quién? ¿yo?” y levanté ambas manos.

      –Señor, por favor. Disculpe a mi hermana –por lo bajo, escuché a McJazz decir un “lo sabía”. Apreté los dientes, pero conservé la sonrisa–. Ella no está bien. Mire sus zapatos.

      El guardia miró para abajo, pero su expresión no cambió. Mientras él se concentraba en sus pies, Fern tomó otra mariposa. La gente exclamó al verla y el tipo volvió a levantar la mirada.

      –Se terminó. Llamaré a la policía.

      De repente, Fern se inclinó hacia adelante y empujó al hombre.

      –¿No crees que estás exagerando? –arrastró esas últimas palabras, sus ojos volvían a cerrarse.

      Así que hice lo único que podía hacer. La acerqué a mí de un tirón y le hablé al oído.

      –Corramos –sugerí.

      Capítulo once

      LUCKY

      El chico guapo que se llamaba Jack me llevaba de la mano y juntos íbamos corriendo por la calle.

      Debí usar toda mi concentración para no tropezarme con mis propias pantuflas. Mientras avanzábamos cuesta abajo por la calle empinada y llena de gente lo observé. Miraba fijo hacia adelante, y apretaba fuerte mi mano.

      ¿Quién era? ¿Por qué confiaba en él? Un minuto, ¿confiaba en él?

      De repente, nada de esto me pareció una buena idea. Todas mis nociones de que era una noche maravillosa que pasaría a la historia se volvieron cenizas mientras luchaba por mantenerle el ritmo. Me dolían los pies.

      En el mismo instante en que salí a la calle, debería haber regresado al hotel. Ni al centro comercial siquiera. Debería haberme limitado a comer mi hamburguesa prohibida y haberlo declarado el acto mayor de rebeldía en esta gira.

      Pero no. Había salido a la calle… ¡y había montado el autobús! Era tan arriesgado, tan tonto, tan…

      Cuando doblamos la esquina, me eché a reír, sabiendo que se vería repentino y extraño.

      Sí. Todo esto era una mala idea. Y aun así, era de algún modo sexi.

      Jack me miró, sorprendido por mi risotada.

      Cuando nuestros ojos coincidieron, dejé de reírme.

      Era demasiado lindo, y yo estaba demasiado adormecida.

      Finalmente, luego de girar otra esquina y llegar a un callejón, nos detuvimos. Jack me hizo señas de que me quedara contra la pared de ladrillos, todo tan furtivo y pensado.

       Sí, qué buena idea estar en un callejón con un completo extraño, Lucky.

      Nos llevó un segundo recuperar el aliento, y luego Jack se estiró por encima de mí para espiar qué pasaba del otro lado de la esquina. Ah. Respiré profundo. Sé que es algo espeluznante decirlo, pero olía muy bien. A jabón y un poco a sudor.

      –Bueno, creo que estamos a salvo –dijo, sin notar que yo lo estaba oliendo.

      Sonreí.

      –Yo estoy a salvo. Tú estás a salvo. ¿De qué estamos a salvo?

      Jack se puso serio.

      –Casi te corren de un bar y probablemente habrías terminado tras las rejas. En un país extranjero –estaba que echaba humo. De hecho, toda su apariencia se veía bastante acalorada, como una especie de Heathcliff mezclado con drama coreano.

      –¿Cómo sabes que soy extranjera? –literalmente hipé la última palabra.

      Él negó con la cabeza, pasándose esa preciosa mano por ese precioso cabello una vez más.

      –¿Qué? Ya hablamos al respecto. Tú eres de los Estados Unidos.

      –¡Ja! Eso es lo que tú piensas. Yo vivo en Corea.

      Los ojos de Jack se pasearon por todo mi rostro rápidamente, aunque no sin interés. Tenía una manera de mirarme muy profunda. Me otorgó toda su atención. Lo que me provocó un calor extraño aunque para nada desagradable.

      –Supongo que puedo ver eso ahora. Tienes la vibra de Corea –me dijo.

      –Tú también, pero no me ves hablando de ello –le grité. Dios mío, gritar sí que se sentía bien. No lo hacía muy a menudo.

      –¿Qué? –dijo, con ojos grandes e incrédulos–. Está bien, olvídalo. Tú no… No sabes lo que dices. Para nada. Permíteme que te devuelva a donde deberías estar.

      Un escalofrío me estremeció el cuerpo entero. Por algún milagro, había logrado escaparme de Ren Chang, el mejor guardaespaldas de Asia, y ahora no quería regresar. La libertad había sido tan corta. No había sido suficiente.

      –¡No!

      Jack estaba perdiendo la paciencia.

      –Vamos, estás ebria. Esto no es seguro.

      –¿Cómo te atreves? –le clavé mi dedo índice en el pecho–. ¡Yo no bebo!

      –Muy bien. No bebes –su expresión era de una exasperante paciencia, como si estuviese lidiando con una niñita petulante–. No te preocupes. Buscaremos un coche –dijo mientras sacaba el teléfono.

      Otra vez, el pánico.

      –¡No puedo regresar! ¡Por favor!

      Jack levantó la cabeza y me miró preocupado.

      –¿Por qué? ¿Qué sucede?

      Y aunque yo sabía que esas palabras venían de una preocupación que no me merecía, mis ojos se llenaron de lágrimas. Así, de la nada. ¿Cuándo había sido la última vez que alguien, más allá de mis padres, me había preguntado qué me sucedía? Era la pregunta que me hacían cuando me veían triste o preocupada. O cuando lloraba. Era la pregunta que me hacían las personas que realmente me conocían y realmente se preocupaban por mí.

      Era sencillo sonar feliz y relajado en una llamada a través de FaceTime, o a través de mensajes de texto.

      Pero pronto podría ver a mi familia en la vida real. El dinero que ganaría sería mucho mejor, y podría hacer traer a toda mi familia en un avión para verme. A pesar de tener dos álbumes éxito en ventas, mi contrato aún le daba mucho de mis ingresos al sello discográfico.

      Así era como se hacía y como siempre se había hecho. Se suponía que debía ser agradecida por la fama que había

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