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Esta noche resultaba algo más que ir por una hamburguesa. Existía la posibilidad de que me fuera imposible pasar desapercibida tras mi presentación en Estados Unidos. El poco anonimato que me quedaba pronto se volvería aún más ínfimo.

      Levanté la vista, observé los edificios y las luces y sentí que una brisa fresca me rozaba las mejillas. Cerré los ojos por un instante. Sí. Quería aunque fuera un poquito de aquella libertad que todos los demás tenían. No sería codiciosa, promesa. Una pizca de esa libertad sería más que suficiente.

      El chico no pareció reconocer quién era yo, lo que era purrrrfecto. Iba a poder salir con un muchacho como cualquier otra chica haría. Esa simple idea me llenó de energía, a pesar del efecto soñoliento de las pastillas que ya me había tomado.

      Además, había algo sobre este chico. Algo más allá de su nivel de belleza, que ya era de otro mundo. Aunque había estado profundamente dormida la mayor parte del trayecto en el autobús, aún podía recordar la comodidad inexplicable que sentí cuando abrí los ojos y vi su rostro preocupado observándome. La proximidad entre extraños solía hacerme retroceder, colocar una barrera. Pero la calidez en sus ojos me había tranquilizado. Detrás de ellos, había preocupación y no curiosidad.

      No tenía por qué ayudarme. Sostuvo mi brazo para que no me cayera de boca en esas escaleras. Y no tenía que sonreír ante cada cosa que yo decía, como si le resultase infinitamente divertida.

      Claro, seguramente creía que estaba borracha.

      –¿Cuántos años tienes?

      Su pregunta salió de la nada. Lo miré.

      –Tengo veintiuno.

      Él se rio, una risa rápida y afilada.

      –Claro, sí… Y yo… Yo soy el fantasma de Steve Jobs.

      Sarcasmo. Sonreí, complacida, resistiendo golpearnos en la nariz.

      –Un gusto en conocerte, fantasma de Steve Jobs. Eres mucho más coreano en la vida real.

      El fantasma de Steve Jobs se pasó una mano por su cabello sedoso, los dedos largos e inesperadamente elegantes. Mis ojos siguieron esos dedos.

      –Ey, ¿cómo supiste? –me preguntó.

      –Hablaste en coreano antes –recordé su “ya” mientras intentaba despertarme. Creí que estaba soñando cuando lo oí–. Y también… tu rostro –pasé mis manos frente a su rostro como para clarificar mi idea.

      Hizo una mueca, pero fue una buena.

      –Bueno, supongo que tu edad no importará de todos modos. Nadie te pide documentación por estos lados.

      Incluso en mi estado, me daba cuenta de que él no sabía si llevarme consigo o no. ¿En qué universo un chico dudaría de salir con Lucky?

      Todo sobre esta noche era tan distinto. Tan fresco. Me sentía atraída.

      El fantasma de Steve Jobs respiró profundo antes de proseguir:

      –Está bien. Sígueme. ¿Estás segura de que quieres beber algo? Ya te ves bastante ebria –comenzó a caminar y yo debí apresurar el paso para alcanzarlo. La superficie de las calles empedradas me lastimaba los pies a través de las delgadísimas suelas de mis pantuflas.

      –¡No estoy ebria! ¿Cómo te atreves? –protesté mientras asimilaba a dónde estábamos yendo. Caminábamos en subida y los bares y restaurantes tenían todas las ventanas y todas las puertas abiertas.

      Las personas se sentaban en bancos bajos de plástico mientras comían noodles, o estaban paradas en los bares mientras bebían cerveza, o encimados en la calle mientras fumaban. Había tanto que mirar, oír y oler. Era una sobrecarga de sentidos, pero no era desagradable. Todo lo contrario.

      Me quedé un poco atrás, y el pobre tuvo que esperarme. Se detuvo frente a unos escalones empinados, con las manos sobre sus caderas.

      –Muy bien, no estás ebria. Pero llevas pantuflas del hotel… en público.

      –No me juzgues –le dije. Divisé a una pareja besándose en un rincón oscuro mientras avanzábamos. ¡Qué bien! Aparté los ojos, lo juro–. ¿Cuál es tu nombre de verdad? –se lo pregunté al mismo tiempo en que pisé mi propia pantufla y casi me voy de boca contra el empedrado, pero el fantasma de Steve Jobs me atrapó justo a tiempo.

      Aún no me había soltado cuando levanté la vista. Volví a ver esa preocupación en su mirada. Y volví a notar lo innegablemente atractivo que era.

      –Jack –respondió.

      No estaba tan mal si un muchacho guapo me salvaba de una caída. Se sintió como si hubiera sido en cámara lenta. Me aferré a sus manos por un segundo, disfrutando de esa sensación un rato más.

      –¿Tu nombre es Jack? –mi rostro estaba muy cerca de él.

      Abrió grandes sus ojos oscuros y luego parpadeó.

      –Sí…

      –Eso es… como un nombre falso –le dije entre risas–. Como el de algún reportero desenfadado en una película de Katharine Hepburn.

      Jack me ayudó a ponerme de pie.

      –Sí… Claro… ¿Eres norteamericana?

      –¡Sí, lo soy! –me sorprendió por completo que lo notara. A veces mi inglés se oía algo oxidado y esta interacción con Jack había sido probablemente todo el inglés que había hablado en los últimos meses. Solía usar una mezcla de coreano e inglés con mis representantes; y luego coreano con prácticamente todos los demás–. ¿Tú también lo eres?

      Jack comenzó a caminar otra vez. Apenas llegué a escucharlo cuando me respondió.

      –Sí. Yo soy de California.

      Cállate. Me detuve de pronto y jadeé tan fuerte para recuperar el aliento que algunas personas que estaban allí se me quedaron mirando.

      –¡Yo también soy de California!

      Más personas se pararon a mirarme. Algunos se rieron disimuladamente. Incluso en aquel estado de mente confundida, se me ocurrió que el hecho de que la gente me estuviese mirando no era algo bueno. Años de celebridad estaban impresos en lo más profundo de mí. Corrí hasta alcanzar a Jack nuevamente; bajé la gorra y mantuve mi rostro escondido cerca de su hombro.

      –¿Cuál es tu nombre? –me preguntó él a mí.

      ¿Mi nombre? Casi se me escapó, pero me detuve justo a tiempo. La imagen de una nariz perruna en la pantalla de mi teléfono se me vino a la mente.

      –Fern –solté abruptamente.

      –¿Fern? –no parecía muy convencido con mi respuesta.

      –Sí. Soy Fern. Ese es mi nombre, Jack –lo miré a los ojos–. Ey, Jack. Tú también eres alto.

      Volvió a sonreír y me miró desde arriba.

      –Eso creo. Somos californianos y altos.

      –Debe ser la leche que tomamos en California. Las vacas más felices viven en California –entoné la voz para imitar la de algún anunciante publicitario.

      –¿Y cuál es tu historia? –me preguntó mientras aún se reía de mi chiste–. ¿Por qué estás aquí en Hong Kong?

      No respondí. Estábamos subiendo una escalera mecánica que tenía en el pasamanos luces de colores. Reconocí el lugar.

      –Espera. ¡Conozco este lugar! –me sostuve del pasamanos y alargué el cuello para ver lo que estaba delante de nosotros. Las escaleras seguían subiendo, cubiertas por encima de un techo curvo de vidrio, atravesando el centro del barrio de calles empinadas, y daba la sensación de que seguirían subiendo hasta salirse de la atmósfera. Las luces eran diferentes en cada nivel. Violeta.

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