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lúcida, libre, resuelvo las situaciones que se me plantean con facilidad y holgura, pasan los días con algunos requerimientos extras, pero no extraordinarios y en mi sesión de terapia expreso mis intenciones de jubilarme, de la fe que tengo respecto de la existencia de Dios, de su mano alcanzando las cosas, armonizando algunas relaciones de mi vida familiar, que en ciertos momentos (por lo bizarras) me pasan por encima.

      Y llego así al miércoles 8 de abril, y me sorprendo recibiendo el llamado de Marta, una colega a quien respeto y quiero, que me comunica que la Cámara de Casación me designó para integrar un juicio seguido a militares y civiles que actuaron durante la dictadura militar de 1976–1983 en Campo de Mayo.

      Y, lo digo especialmente porque antes de recibir esa comunicación telefónica y antes de ingresar a mi despacho y como al pasar le pedí a Marcela, una de mis manos derecha (lo aclaro porque en realidad tengo dos, ya que la otra es Soledad) que debía ayudarme a redactar la renuncia a mi cargo de juez de Cámara a partir del 1 de septiembre próximo, fecha tentativa que elegí al azar como para alejarme del Tribunal.

      No significa ello que no pudiera hacerlo sola, sino que la colaboración especial requerida a Marcela lo era, por lo que debo decir o no decir en esa oportunidad, ya que estará dirigida a la presidenta de la nación argentina, con quien disiento reiteradamente por un lado, y por el otro, por el propio e inmenso peso de la decisión.

      Justo es señalar que en ciertos temas delicados al extremo considero que Marcela aporta una cuota importante de su saber y Soledad es mi elegida para otros temas que requieren una energía especial máxima. Diría prudencia una, temeridad la otra, ambas excelentes. Y desde hace muy poco tiempo se ha incorporado a mi grupo, aunque lo comparto, el joven Nicolás, que viene a ser algo así como el experto en tecnología moderna con la cual reconozco que todavía estoy en veremos.

      Y hago hincapié en estas circunstancias porque justamente mi terapeuta ante mis reiterados reclamos insinuó que, la próxima semana, comenzaríamos a elaborar esa renuncia a mi cargo, tentativamente, para los finales del verano español que tanto me agradan.

      Ella, Ethel, como otros, no está muy convencida de mi retiro, se preguntan qué puede sentir una persona al dejar de ser juez, y la pregunta estoy convencida de que puede tener una respuesta según cada quien.

      Tengo claro para mí que desde pequeños los seres humanos adquirimos la capacidad de distinguir entre lo que está bien y lo que está mal y a medida que va transcurriendo el tiempo vamos apreciando con los estudios (aclaro, cuando tenemos la oportunidad) lo que nos gusta y lo que no nos gusta. Y así, cada uno de nosotros en una etapa posterior vamos elaborando nuestra inclinación y tal vez en ese camino volcando nuestra pasión hacia las diversas actividades que nos ofrece la vida, lo técnico, lo humanístico, lo comercial, en fin, en mi caso particular resultó que fui afianzando determinados valores que se relacionaban con la justicia y el rechazo que sentía hacia las injusticias y entonces, luego de abrazar la carrera de abogacía en la Facultad de Derecho de la UBA, adquirí el título de abogada a los veintitrés años de edad. La vida me permitió elegir.

      Simultáneamente durante mis estudios, fui acumulando experiencia trabajando en el fuero penal como ya lo relaté (primero en la Asesoría Pericial y a los pocos meses en un Juzgado Penal) y reafirmando aquellos valores aprendidos de justicia y verdad, surgió de una manera natural la decisión de realizar toda la carrera judicial y de alcanzar en su transcurso aquella meta, el cargo de juez, en el afán de poder lograr además de “dar a cada uno lo suyo”, como dijo Ulpiano, intentar “administrar las injusticias naturales de la vida”, lo que sostuvo un amigo y que aprecié como una gran verdad. Para mí implicó un gran desafío.

      Comprendí desde el inicio de mis estudios que para inclinarme por el derecho penal era necesario su ejercicio desde el poder, ya que mi condición de mujer exigía un cierto marco de protección.

      Por aquellos años, los setenta, las mujeres que se dedicaban a este no eran muchas, eran rechazadas, no alcanzaban niveles superiores, en fin, el machismo imperante hacía que no fueran incluso bien vistas y algunas hasta perdían sus rasgos femeninos con tal de pertenecer.

      Entonces, mi propuesta personal y el desafío fue lograr ejercer la magistratura, desde mi condición, sin perder ese atributo y al propio tiempo demostrar a mis colegas hombres que era posible ser valiente, severa y al mismo tiempo muy eficaz y femenina.

      La presencia de la mujer en la justicia me parecía y me parece muy necesaria en ese especial ejercicio profesional, ya que muchos temas tenían y tienen tantos aspectos sensibles y delicados que era importante en mi concepto abandonar el machismo que predominaba en esos momentos, como ya lo dije, dando paso a lo “sutil”, que creo que tiene que ver bastante conmigo y con lo femenino.

      No fue fácil el camino y recorrerlo con dignidad me costó un gran esfuerzo físico y mental, de lo que no me arrepiento, además durante la dictadura militar había un “tufillo” misógino al extremo y no era para menos, en atención a la formación profesional y además a las circunstancias históricas que atravesaba nuestro país y en general todo Latinoamérica.

      La opinión de que las mujeres “son para las casas” que aún escucho, aunque un colega lo diga de una manera risueña, pero reiterada (como si fuera una broma), en realidad, forma parte de un pensamiento patriarcal que se corresponde con los hombres y algunas mujeres de mi generación. Ellas también son misóginas y tienen prejuicios y desconfianza de otras mujeres.

      Sin embargo, nunca me amilané frente a ello, y al contrario, supe rodearme en mi tarea de mujeres, apostando a sus cualidades que para mí son muchas y superan ampliamente el prejuicio masculino vinculado a la ausencia laboral, por la licencia por maternidad, como un elemento que obstaculiza el desarrollo del trabajo grupal o que este se perjudica por tres meses u otras licencias previstas en las leyes laborales como ser por enfermedad de hijos, marido o padres que en oportunidades las obliga a abocarse a ellos, irremediablemente.

      Es que esto siempre me pareció un disparate digno de desagradecidos, como si ellos mismos no hubieran nacido de una mujer, no hubieran sido cuidados y educados como hijos o atendidos como maridos o padres. Ingratitud creo que sería la palabra correcta para aplicar a estos casos de discriminación.

      ¡Qué broncas se agarró Tolerancia 0, más de una vez escuchando este tipo de argumentos de hombres universitarios!, por señalar alguna cualidad que supone cierto nivel de cultura elevada y sin que esto pueda ofender a algunos colegas debo decir que, cuando me integré en un Tribunal, viendo el machismo imperante y el destrato que recibían algunas mujeres que se desempeñaban allí, no tuve más remedio que dar aviso de que, a partir de determinada fecha, las mujeres que se desempeñaban en ese ámbito laboral corrían por cuerda floja a mi persona. Quedó claro por cierto, aunque a regañadientes al principio.

      Y para quienes lean esto y no sean conocedores del ambiente tribunalicio, aclaro que suele suceder que en un juzgado o tribunal tramite una causa y que de esta puedan desprenderse otras conexas a esa principal y estas justamente son las “causas que corren por cuerda floja” a aquella principal.

      En fin, tal vez por tener conciencia de lo relativo del alcance del poder o por las propias limitaciones de su ejercicio correcto, he logrado no “creérmela”, como se dice vulgarmente ahora y por eso pude, a diferencia de otros, mantener la humildad que me caracteriza según algunos amigos.

      Pues bien, dejar de cumplir un rol, aunque sea el de juez, en esta vida no me parece algo que deba alarmarme sobremanera, quizás sean los demás los que me enaltecieron de un modo inadecuado o exagerado respecto de mis posibilidades, vinculándolas a determinadas jerarquías sociales o políticas, pero a mi entender, sin llegar hasta el punto extremo de descalificación de ese rol o de negar su peso en la sociedad, que lo tiene por cierto y es importante, no me parece necesario embarcarme en un “duelo” con mayúsculas.

      Por lo pronto, me siento muy bien con mi individualidad, tranquila con mi conciencia, satisfecha con mi carrera, confiada y diría que segura de mi siembra, en mi capacidad de adaptación a las más diversas circunstancias de la vida.

      Sin embargo, en otros momentos de elaboración de la decisión, también siento miedo de extrañar el quehacer diario y si bien

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