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Bartel, a su secretario general, el señor Zvi Yekutiel, y a su consejo directivo por haberme hecho el honor de invitarme a dar esas conferencias. Seguir los pasos de historiadores como Carlo Ginzburg, Anthony Grafton, Emmanuel Le Roy Ladurie, Fergus Millar, Natalie Zemon Davis, Anthony Smith, Peter Brown, Jürgen Kocka, Keith Thomas, Heinz Schlling, Hans-Ulrich Wehler y Patrick Geary es una tarea abrumadora, pero me la facilitó Maayan Avineri-Rebhun, la secretaria académica de la sociedad, que lo organizó todo con una cortesía y eficiencia ejemplares. Tovi Weiss me brindó una ayuda crucial, y el personal de Mishkenot Sha’ananim, la casa de huéspedes y centro cultural en la colina que da a las imponentes murallas de la Ciudad Vieja de Jerusalén, fue siempre de gran ayuda. El público que escuchó pacientemente las conferencias contribuyó a mejorar los argumentos del libro con sus preguntas, mientras que Otto Dov Kulka no solo me dirigió hacia las ideas de Johan Huizinga sobre este tema, sino que también resultó un anfitrión jovial y estimulante en nuestros paseos por los alrededores de la ciudad y por la propia Jerusalén, donde Ya’ad Biran me hizo de experto cicerone por los siempre fascinantes yacimientos que se encuentran dentro de las murallas. El profesor Yosef Kaplan, redactor jefe de la colección de Conferencias Stern, me ayudó a que las mías llegaran a la imprenta. Mi agente, Andrew Wylie, y sus colaboradores, especialmente James Pullen de la sucursal londinense de la agencia, trabajaron duro para asegurarse de que el libro se publicara en condiciones que esperemos que le garanticen una amplia distribución. El personal de Brandeis University Press fue concienzudo y profesional, y estoy especialmente agradecido a Richard Pult y Susan Abel, por supervisar el proceso de producción, a Cannon Labrie por su experta corrección del manuscrito, y a Tim Whiting de Little, Brown, por su trabajo en la edición del Reino Unido y la Commonwealth. Simon Blackburn, Christian Goeschel, Rachel Hoffman, David Motadel, Pernille Røge y Astrid Swenson leyeron el manuscrito en poco tiempo y propusieron muchas mejoras. Christine L. Corton aportó una mirada experta a las pruebas de imprenta. A todos les estoy agradecido, aunque ninguno tiene responsabilidad alguna en lo que sigue.

      Richard J. Evans

      Cambridge, julio de 2013

      i

      LA EXPRESIÓN DE UN DESEO

      ¿Y si…? ¿Y si Hitler hubiera muerto en un accidente de coche en 1930? ¿Habrían llegado al poder los nazis, se habría producido la Segunda Guerra Mundial, se habría exterminado a seis millones de judíos? ¿Y si no hubiera habido revolución estadounidense en el siglo xviii? ¿Se habría abolido antes la esclavitud y se habría evitado la guerra civil de 1860-1865? ¿Y si Balfour no hubiera firmado su declaración? ¿Habría llegado a fundarse el estado de Israel? ¿Y si Lenin no hubiera muerto a los cincuenta y pocos, y hubiera sobrevivido veinte años más? ¿Se habría evitado la crueldad mortífera de lo que acabaría siendo la época de Stalin? ¿Y si la Armada Invencible hubiera conseguido invadir y conquistar Inglaterra? ¿Habría vuelto el país al catolicismo y, en caso afirmativo, cuáles habrían sido las consecuencias para el arte, la cultura, la sociedad, la ciencia y la economía? ¿Y si Al Gore hubiera ganado las elecciones presidenciales estadounidenses del 2000? ¿Habría habido una segunda guerra del Golfo? ¿Y si –como especuló por extenso Victor Hugo en su extensa novela Los miserables– Napoleón hubiera ganado la batalla de Waterloo? De hecho, ¿cómo pudo perder?, se preguntó perplejo el novelista.1 Las cosas que han ocurrido, como escribió Joyce en Ulises, no se pueden “suprimir con el pensamiento. El tiempo las ha marcado y, encadenadas, residen en el espacio de las infinitas posibilidades que han desalojado. Pero ¿pueden estas haber sido posibles, visto que nunca han sido? ¿O era posible solamente lo que pasó?”.2

      La pregunta por lo que habría pasado siempre ha fascinado a los historiadores, pero durante mucho tiempo les fascinó, como observó E. H. Carr en ¿Qué es la historia?, las Conferencias Trevelyan que dio en Cambridge en 1961, como poco más que un entretenido juego de salón, una divertida especulación del tipo que memorablemente satirizó Pascal cuando se preguntó qué habría pasado si Cleopatra hubiera tenido una nariz más pequeña y por lo tanto no hubiera sido hermosa, y de ese modo no hubiera resultado una atracción fatal para Marco Antonio cuando este debía prepararse para vencer a Octavio, lo que provocó su derrota en la batalla de Accio. ¿Se habría fundado el imperio romano?3 Lo más probable es que sí, aunque de forma distinta y seguramente en un momento algo distinto. Intervenían fuerzas más amplias que el capricho de un hombre. Una intención satírica parecida puede encontrarse en el siglo xviii, en relatos muy leídos como Les aventures de Monsieur Robert Chevalier, publicado en 1732 en París y enseguida traducido al inglés, que imaginó que los indios americanos descubrían Europa antes de los viajes de Colón.4 Y Edward Gibbon, en su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, se burló de forma célebre de la universidad en la que según él pasó los años más ociosos e inútiles de su vida al sugerir que si Carlos Martel no hubiera derrotado a los sarracenos en el año 733, el Islam habría dominado Europa y “quizá la interpretación del Corán se enseñaría en las facultades de Oxford, y sus púlpitos demostrarían a un pueblo circunciso la santidad y la verdad de la revelación de Mahoma”.5 Queda claro que Gibbon pensaba que, al fin y al cabo, como mínimo en lo que se refiere a Oxford, las cosas habrían sido bastante parecidas a como eran.

      Encontramos breves alusiones a posibles alternativas a lo realmente ocurrido esparcidas por las obras de una gran variedad de autores a través de los siglos, desde la especulación del historiador romano Livio sobre qué habría pasado si Alejandro Magno hubiera conquistado Roma a la novela Tirante el Blanco de Joanot Martorell i Martí Joan de Galba, publicada en 1490, que imaginó un mundo en que el imperio bizantino derrotaba al imperio otomano y no al revés. Escrita al cabo de pocas décadas de la caída de Constantinopla a manos de los turcos, fue la primera aproximación a una historia de fantasía que vio la luz y resulta evidente que en parte expresó un deseo. Sin embargo, durante mucho tiempo no tuvo seguidores. Una aproximación racionalista a la historia como la de Gibbon, que sustituía a la visión del pasado humano como el despliegue de la divina providen­cia en el mundo, era un requisito fundamental para especular detenidamente sobre posibles alternativas a lo ocurrido al escribir historia y no ficción. Como señaló Isaac D’Israeli en 1835 al tratar por primera vez la cuestión en un breve ensayo titulado “Of a History of Events Which Have Not Happened” [De una historia de los acontecimientos no ocurridos], el concepto de divina providencia no podía convencer a un observador imparcial cuando tanto católicos como protestantes lo reivindicaban para sí. Esta idea no era nueva, aunque D’Israeli intentó respaldarla mencionando una serie de textos históricos que especulaban, si bien brevemente, sobre qué habría ocurrido, por ejemplo, si a Carlos Martel lo hubieran derrotado los árabes, si la Armada Inven­cible hubiera desembarcado en Inglaterra o si a Carlos I no lo hubieran ejecutado. Lo que D’Israeli quería defender era que los historiadores debían sustituir la idea de “providencia” por los conceptos de “fatalidad”, tal como él lo llamaba, y “accidente”.6 Sin embargo, se necesitaba un paso más antes de que esas especulaciones pudieran desarrollarse por extenso. Gibbon, como otros historiadores de la Ilustración, todavía consideraba que el tiempo era inalterable y que la sociedad humana era estática: no cuesta imaginarse a sus senadores romanos como caballeros ingleses empelucados que debaten en la cámara de los comunes, y las cualidades morales que muestran son bastante parecidas a las que Gibbon encontró entre sus contemporáneos. Se necesitaba la nueva visión romántica del pasado como esencialmente distinto del presente, en la que cada época poseía su carácter particular, como creían el novelista Walter Scott y su discípulo historiador Leopold von Ranke, para que se planteara la cuestión de cómo podrían haber cambiado drásticamente las características principales de una era si la historia hubiera tomado otro camino.7

      Previsiblemente, el primero en desarrollar esta idea por extenso fue un admirador francés del emperador Napoleón, Louis Geoffroy. De hecho, el propio emperador pasó buena parte de su estancia en la isla de Santa Elena, donde se había exiliado tras su derrota en Waterloo, imaginando cómo podría haber derrotado a sus enemigos. Si los rusos no hubieran prendido fuego a Moscú al acercarse la Grande Armée a sus puertas en 1812, suspiraba Napoleón, sus fuerzas habrían podido pasar el invierno en la ciudad, y luego, “enseguida que hubiera vuelto el buen tiempo, habría dado alcance a mis enemigos; los habría derrotado; me habría convertido en señor de su imperio […]

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