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por Duncan Brack y Iain Dale, que en el último caso se apartan de la historia alternativa y se adentran en el campo todavía más arriesgado de la predicción del futuro. El autor más prolífico del género, el exmilitar estadounidense de origen griego Peter Tsouras, ha publicado media docena de “historias alternativas” a las que dio inicio en 1994 con Disaster at D-Day: The Germans Defeat the Allies (Nueva York, 1994), seguida de libros sobre Stalingrado, la Guerra Fría, el frente de Europa oriental, la batalla de Gettysburg y una colección de ensayos titulada Hitler triunfante: once historias alternativas de la Segunda Guerra Mundial (Third Reich Victorious: Alternate Decisions of World War II, Nueva York, 2002). El divulgador histórico Dominic Sandbrook escribió una serie de artículos en la revista New Statesman en 2010-2011 en los que exploró historias alternativas parecidas sacadas de la historia de Gran Bretaña. Jeremy Black escribió un libro entero dedicado al tema de What If? Counterfactualism and the Problem of History [¿Y si...? El contrafactualismo y el problema de la historia], publicado en Londres en 2008. Seguro que ha habido más contribuciones al género aparte de estas; y seguro que vendrán más, sobre todo desde el mundo intelectual angloestadounidense.48

      ¿Cómo podemos explicar esta moda reciente de la historia contrafactual? En su esclarecedor libro The War Hitler Never Won [La guerra que Hitler no ganó],49 Gavriel Rosenfeld la atribuye en primer lugar a la decadencia y caída de las ideologías que dominaron el pensamiento occidental en los siglos xix y xx. Al desaparecer de la escena el fascismo, el comunismo, el socialismo, el marxismo y otras doctrinas o transformarse en ideologías más blandas y menos rígidas –cuando los ismos se convirtieron en cosa del pasado– también desaparecieron las teleologías y la historia se volvió algo abierto, lo que liberó un espacio para la especulación sobre el curso o cursos que podría haber tomado. Quizá podamos trazar un paralelo con el fin de la historia providencialista que permitió que escritores como D’Israeli, Geoffroy y Renouvier empezaran a pensar en la historia alternativa en el siglo xix. A finales del siglo xx, junto a las ideologías, el concepto de progreso también ha recibido un duro golpe, lo que ha quitado al futuro certidumbre o incluso probabilidad. Una nueva incertidumbre ha sustituido al optimismo de la generación de los años sesenta, al extenderse la sensación de desorientación y miedo ante amenazas como el calentamiento global, el terrorismo, las pandemias, el fundamentalismo religioso y muchas otras. La creciente desconfianza en la posibilidad de prever el futuro ha animado la especulación sobre el curso que hubiera podido tomar la historia en el pasado, cuando este también parecía abierto. Al mismo tiempo, el público lector y cinéfilo se ha entregado a la fantasía, con lo que llena el vacío dejado por la decadencia de las grandes ideologías.

      Junto a estos cambios culturales generales se asistió al surgimiento del posmodernismo, con su escepticismo sobre la posibilidad de un verdadero conocimiento histórico, la difuminación de los límites entre pasado y presente, y hecho y ficción, y el cuestionamiento de la concepción lineal del tiempo. El posmodernismo recuperó la creencia en la subjetividad del historiador al tiempo que socavó la búsqueda científica de la objetividad tan característica de los historiadores de los años setenta. El historiador británico Tristram Hunt se quejó en 2004 de que conforme el rigor de la historia social daba paso a la empatía de la historia cultural, “lo que se nos ofrece en el mundo posmoderno de la contingencia y la ironía son una serie de discursos biográficos en los que un relato es tan válido como otro. Una historia es tan buena como otra y se difuminan los límites de lo factual, lo contrafactual y la ficción. Toda historia es historia contrafactual”.50 Aunque Hunt exageraba para llamar la atención, tenía parte de razón. La revolución digital nos ha permitido manipular a voluntad el registro fotográfico del pasado y crear películas en las que la mayor parte de lo que vemos está generado por orde­nador y no siempre corresponde a una representación de la realidad, mientras que el ciberespacio nos ha introducido en una realidad alternativa en la que las personas que nos encontramos no necesariamente son las que parecen ser. Hoy mucha gente aprende cosas sobre la Europa medieval principalmente a partir de representaciones fantásticas como Juego de tronos o El señor de los anillos. En televisión, la historia se presenta como una mezcla de información y entretenimiento, y los docudramas “basados en una historia real” se emiten con mucha mayor frecuencia que los intentos de representar la historia sin embellecimiento ficticio, que se dejan ver menos.51 Los juegos de guerra y las simulaciones por ordenador nos permiten participar en acontecimientos o escenarios del pasado y hacer que terminen de forma distinta a como terminaron.

      Es evidente que una parte de estas representaciones puede englo­barse en la categoría del entretenimiento, pero está igualmente claro que aquí hay un nuevo potencial para un desarrollo más serio de la historia contrafactual. Sin embargo, muy a menudo estas historias se deslizan por la resbaladiza pendiente de la expresión de un deseo. En efecto, E. H. Carr pensaba que los contrafactualistas se dedicaban en buena parte a “saldar cuentas pendientes; regalarse fantasías; […] y sobre todo a estimular las emociones contrafactuales por excelencia: el pesar (por mundos mejores a los que faltó poco por hacerse realidad) y el alivio (ante destinos peores de los que escapamos por los pelos)”. Sería fácil volver esta crítica contra el propio Carr por su pesar ante la muerte temprana de Lenin.52 Según él, en el futuro se iba a imponer una economía planificada de estilo soviético y Stalin había dificultado la consecución de ese objetivo a través de sus crímenes. Las construcciones contrafactuales sobre el pasado casi siempre tienen implicaciones políticas para el presente, que pueden ser de varios tipos. Gavriel Rosenfeld ha sostenido que “los escenarios fantasiosos […] tienden a ser progresistas, porque al imaginar un pasado alternativo mejor ayudan a ver las limitaciones del presente, que implícitamente están a favor de cambiar”.53 Sin embargo, en un lugar y un tiempo en que domine el progresismo, el socialismo u otra variedad de doctrina política, gobierno o sistema no conservador, serán los conservadores los que querrán cambiarlo, como quedó claro en Estados Unidos durante la presidencia de Bill Clinton y en el Reino Unido siendo primer ministro Tony Blair.

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