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Llevaba años enfermo del corazón, pero no se lo había dicho a nadie. Yo era el único que lo sabía. Cuando él y yo estábamos en la India, por una extraña serie de acontecimientos, llegó a nuestro poder un tesoro considerable. Yo me lo traje a Inglaterra, y en la noche de la llegada de Morstan, vino derecho aquí a reclamar su parte. Vino andando desde la estación y le abrió la puerta el viejo y leal Lal Chowdar, que en paz descanse. Morstan y yo tuvimos una diferencia de opiniones sobre el reparto del tesoro y nos cruzamos palabras muy fuertes. Morstan saltó de su silla en un paroxismo de rabia y, de pronto, se llevó la mano al costado, se le oscureció el rostro y cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra la esquina del cofre del tesoro. Cuando me incliné sobre él, descubrí horrorizado que había muerto.

      »Me quedé mucho tiempo sentado y medio atontado, preguntándome qué podía hacer. Naturalmente, mi primer impulso fue pedir ayuda; pero me daba perfecta cuenta de que era muy probable que me acusaran de asesinato. El que hubiera muerto durante una disputa y la herida en la cabeza eran indicios muy graves en mi contra. De nuevo, era imposible realizar una investigación oficial sin que saliera a relucir la historia del tesoro, que yo estaba particularmente ansioso a mantener en secreto. Él me había dicho que ninguna alma sobre la tierra sabía dónde había ido. Me pareció que no había ninguna necesidad de que otra alma lo supiera jamás.

      »Todavía seguía dándole vueltas al asunto cuando levanté la mirada y vi a mi sirviente Lal Chowdar en el umbral de la puerta. Entró con sigilo y cerró la puerta con pestillo.

      »—No tema, sahib —dijo él—. Nadie tiene por qué saber que usted lo ha matado. Esconderemos el cadáver y ¿quién va a enterarse?

      »—Yo no lo maté —dije yo.

      »Lal Chowdar meneó la cabeza y sonrió.

      »—Lo he oído todo, sahib —dijo—. Oí la pelea y oí el golpe. Pero mis labios están sellados. Todos están dormidos en la casa. Lo sacaremos entre los dos.

      »Aquello bastó para decidirme. Si mi propio sirviente era incapaz de creer en mi inocencia, ¿cómo podía esperar que me creyeran doce estúpidos tenderos formando parte de un jurado? Aquella misma noche, Lal Chowdar y yo nos deshicimos del cadáver y a los pocos días todos los periódicos de Londres hablaban de la misteriosa desaparición del capitán Morstan. Os cuento todo esto para que veáis que no fue culpa mía. Sí soy culpable en cambio de haber escondido no solo el cadáver sino también el tesoro, y de haberme quedado con la parte de Morstan, además de la mía. Por eso quiero que vosotros os encarguéis de reparar mi falta. Acercad el oído a mi boca. El tesoro está escondido en...

      »En aquel instante, su rostro sufrió una horrible transformación. Se le desorbitaron los ojos, se le desencajó la mandíbula y gritó, con una voz que jamás podré olvidar: “¡No le dejéis entrar! ¡Por amor de Dios, no le dejéis entrar!”. Los dos nos volvimos hacia la ventana que teníamos a la espalda, en la que nuestro padre tenía clavada la mirada. Una cara nos miraba desde la oscuridad. Pudimos ver su nariz blanqueada al aplastarse contra el cristal. Era un rostro barbudo, con ojos feroces y crueles y una expresión de maldad concentrada. Mi hermano y yo corrimos hacia la ventana, pero el hombre había desaparecido. Cuando regresamos junto a nuestro padre, su cabeza se había desplomado y su pulso había dejado de latir.

      »Aquella noche registramos el jardín sin encontrar ni rastro del intruso, exceptuando una única pisada bajo la ventana, en un macizo de flores. De no ser por aquella huella, habríamos podido pensar que aquel rostro feroz era un producto de nuestra imaginación. Sin embargo, pronto tuvimos una nueva y contundente prueba de que alguna fuerza secreta actuaba a nuestro alrededor. La ventana de la habitación de nuestro padre fue encontrada abierta por la mañana; habían revuelto todos sus armarios y cajones, y le habían prendido al pecho un papel arrugado, con las palabras “El signo de los cuatro” garabateadas en él. Lo que significaba aquella frase, o quién podía haber sido nuestro misterioso visitante, nunca lo supimos. Por lo que pudimos observar, no había robado ninguna de las pertenencias de nuestro padre, aunque lo había revuelto todo. Naturalmente, mi hermano y yo relacionamos este curioso incidente con el miedo que había atormentado a nuestro padre cuando estaba vivo; pero sigue siendo un completo misterio para nosotros.»

      El hombrecillo se inclinó para volver a encender su hookah y estuvo unos momentos dando chupadas, con expresión pensativa. Todos habíamos quedado absortos escuchando aquel extraordinario relato. Durante la breve descripción de la muerte de su padre, la señorita Morstan se había puesto pálida como un cadáver, y por un momento temí que fuera a desmayarse. Sin embargo, se recuperó bebiendo un vaso de agua que yo le serví de una garrafa veneciana que había en una mesita. Sherlock Holmes estaba echado hacia atrás en su asiento, con expresión abstraída y los párpados medio cerrados sobre sus ojos relucientes. Al mirarlo no pude evitar acordarme de que aquel mismo día se había estado quejando de las vulgaridades de la vida. Por lo menos, aquí tenía un problema capaz de poner a prueba toda su sagacidad. El señor Thaddeus Sholto nos miró a todos, visiblemente orgulloso del efecto que había producido su relato, y continuó, entre chupada y chupada a su voluminosa pipa:

      —Como podrán suponer —dijo—, mi hermano y yo estábamos muy excitados por aquel tesoro del que nos había hablado nuestro padre. Durante semanas y meses, cavamos y registramos en todos los rincones del jardín y de la casa sin localizar el escondrijo. Era como para volverse loco, pensar que lo tenía en la punta de la lengua en el mismo instante de morir. La diadema que nos había enseñado daba idea del esplendor de las riquezas ocultas. Mi hermano Bartholomew y yo tuvimos algunas discusiones acerca de aquella diadema. Era evidente que las perlas tenían muchísimo valor, y él se resistía a desprenderse de ellas, porque, aquí entre nosotros, también mi hermano tiene cierta tendencia al pecado de mi padre. Además, creía que entregar la diadema podría dar lugar a habladurías que, al final, nos meterían en apuros. Lo más que pude hacer fue convencerle de que me permitiera averiguar la dirección de la señorita Morstan y enviarle las perlas una a una, a intervalos fijos, para que, al menos, nunca más pasara necesidades.

      —Fue una idea muy generosa —dijo nuestra acompañante, con sinceridad—. Ha sido usted muy amable.

      El hombrecillo agitó la mano en señal de negativa.

      —Nosotros éramos sus albaceas —dijo—. Así es como lo veía yo, aunque mi hermano Bartholomew no acababa de estar de acuerdo. Nosotros teníamos ya mucho dinero; yo no deseaba más. Además, habría sido de muy mal gusto tratar a una joven de manera tan mezquina. Le mauvais goût mène au crime, los franceses que tienen una manera muy fina de decir estas cosas. Nuestras diferencias de opinión sobre el tema llegaron a tal extremo que juzgué conveniente buscarme una casa propia, así que me marché del Pabellón Pondicherry, llevándome conmigo al viejo khitmutgar y a Williams. Ayer mismo, sin embargo, me enteré de que había ocurrido un acontecimiento de la máxima importancia. Se ha descubierto el tesoro. Al instante, me puse en contacto con la señorita Morstan, y ahora solo nos queda ir a Norwood y reclamar nuestra parte. Anoche le expuse mis opiniones a mi hermano Bartholomew, así que seremos visitantes esperados, aunque quizás no bienvenidos.

      El señor Thaddeus Sholto dejó de hablar y siguió temblando, sentado en su lujoso canapé. Todos quedamos callados, pensando en el nuevo giro que había adoptado aquel misterioso asunto. Holmes fue el primero en ponerse en pie.

      —Caballero, ha obrado usted bien de principio a fin —dijo—. Es posible que podamos corresponderle en cierta medida, arrojando algo de luz sobre lo que todavía está oscuro para usted. Pero, como dijo hace poco la señorita Morstan, se hace tarde y lo mejor será que resolvamos el asunto sin dilación.

      Nuestro nuevo conocido enrolló muy parsimoniosamente el tubo de su hookah y sacó de detrás de una cortina un abrigo muy largo, abrochado con alamares y con cuello y puños de astracán. Se lo abotonó hasta arriba, a pesar de que la noche era bastante sofocante, y completó su atuendo poniéndose un gorro de piel de conejo con orejeras, de manera que no quedó visible parte alguna de su cuerpo, excepto su cara nerviosa y puntiaguda.

      —Tengo la salud algo frágil —comentó mientras abría la marcha por el pasillo—. Me veo obligado a vivir como un achacoso.

      El

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