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letra con la que se escribió la dirección en las cajas de las perlas?

      —Las traigo aquí —respondió ella, sacando media docena de trozos de papel.

      —De verdad, es usted una cliente modelo. Tiene buena intuición. Vamos a ver.

      Extendió los papeles sobre la mesa y los inspeccionó uno tras otro con rápidos vistazos.

      —La letra está falseada, excepto en la carta —dijo por fin—, pero no caben dudas acerca del autor. Fíjese en cómo se destaca involuntariamente la “y” griega, y en el giro que remata las “eses”. Son indudablemente de la misma persona. No me gustaría darle falsas esperanzas, señorita Morstan, pero ¿existe alguna semejanza entre esta letra y la de su padre?

      —No podrían ser más diferentes.

      —Esperaba que dijera eso. Muy bien, nos veremos aquí a las seis. Por favor, déjeme los papeles. Puede que tenga que echarles otro vistazo. Son solo las tres y media. Au revoir, pues.

      —Au revoir —replicó nuestra visitante, y tras dirigirnos a cada uno una mirada animada y amable, se guardó la caja de las perlas y se retiró presurosa.

      Me asomé a la ventana y la vi caminando calle abajo a buen paso, hasta que el turbante gris y la pluma blanca quedaron reducidos a una pequeña mancha entre la sombría multitud.

      —¡Qué mujer tan atractiva! —exclamé, volviéndome hacia mi compañero.

      Él había vuelto a encender su pipa y estaba recostado con los párpados entornados.

      —¿Ah, sí? —dijo con languidez—. No me he fijado.

      —Desde luego, es usted un autómata, una máquina de calcular —exclamé—. A veces, tiene usted cosas decididamente inhumanas.

      Él sonrió amablemente.

      —Es de la máxima importancia —dijo— no permitir que las cualidades personales influyan en nuestra capacidad de juicio. Para mí, un cliente es una mera unidad, un factor del problema. Las cuestiones emocionales son enemigas del razonamiento claro. Le aseguro que la mujer más fascinante que jamás he conocido fue ahorcada por haber envenenado a tres niños para cobrar un seguro, y que el hombre más repelente que conozco es un filántropo que lleva gastado casi un cuarto de millón en ayudar a los pobres de Londres.

      —En este caso, sin embargo...

      —Jamás hago excepciones. Una excepción rebate la regla. ¿Ha estudiado alguna vez el carácter a partir de la escritura? ¿Qué le parece la letra de este individuo?

      —Es clara y uniforme —respondí—. Un hombre ordenado y con cierta fuerza de carácter.

      Holmes negó con la cabeza.

      —Fíjese en las letras largas —dijo—. Apenas sobresalen del rebaño de las corrientes. Esta “d” podría ser una “a”, y esta “l” una “e”. Los hombres con carácter siempre hacen destacar las letras largas, por muy ilegible que sea su escritura. Aquí hay vacilación en las “k” y poca confianza en las mayúsculas. Voy a salir ahora. Tengo que hacer algunas consultas. Permítame que le recomiende este libro, uno de los más interesantes que se han escrito jamás: El martirio del hombre, de Winwood Reade. Volveré en una hora.

      Me senté junto a la ventana con el libro en las manos, pero mis pensamientos volaban muy lejos de las atrevidas especulaciones del autor. Mi mente corría hacia nuestra reciente visitante..., sus sonrisas, los tonos ricos y profundos de su voz, el extraño misterio que se cernía sobre su vida. Si tenía diecisiete años cuando desapareció su padre, ahora debía de tener veintisiete, una edad espléndida, cuando la juventud ha perdido su arrogancia y se vuelve algo más sensata gracias a la experiencia. Y así seguí, sentado y cavilando, hasta que surgieron en mi mente pensamientos tan peligrosos que corrí hacia mi escritorio y me sumergí furiosamente en el más reciente tratado de patología. ¿Quién era yo, un médico militar retirado, con una pierna débil y una cuenta bancaria aún más débil, para atreverme a pensar en cosas así? Ella era una unidad, un factor... nada más. Si mi futuro se presentaba negro e incierto más valía enfrentarlo como un hombre que intentar iluminarlo con meras apariciones de la imaginación.

      Capítulo III:

      En busca de una solución

      Cuando Holmes regresó eran más de las cinco y media. Venía alegre, animado y de excelente humor, un estado de ánimo que en su caso se alternaba con accesos de la depresión más negra.

      —No hay gran misterio en este asunto —dijo, tomando la taza de té que yo había servido para él—. Parece que los hechos solo admiten solo una explicación.

      —¿Cómo? ¿Ya lo ha resuelto?

      —Bueno, eso sería mucho decir. He descubierto un hecho muy sugerente, eso es todo. Eso sí, es muy sugerente. Todavía falta añadir los detalles. Consultando los archivos del Times, he descubierto que el mayor Sholto, de Upper Norwood, que sirvió en el trigésimo cuarto de Infantería de Bombay, falleció el 28 de abril de 1882.

      —Seguro que soy muy obtuso, Holmes, pero no acabo de ver qué sugiere eso.

      —¿No? Me sorprende usted. Pues mírelo de esta manera. El capitán Morstan desaparece. La única persona de Londres a la que podría haber visitado es el mayor Sholto. El mayor Sholto niega saber que Morstan hubiera estado en Londres. Cuatro años después, Sholto muere. Menos de una semana después de su muerte, la hija del capitán Morstan recibe un valioso regalo, que se repite un año tras otro, y ahora todo culmina en una carta que la describe como perjudicada. ¿A qué perjuicio puede referirse si no es a la pérdida de su padre? ¿Y por qué iban a comenzar los regalos inmediatamente después de la muerte de Sholto, a menos que el heredero de ese Sholto supiera algo sobre el misterio y deseara ofrecer una compensación? ¿Tiene usted alguna teoría alternativa que se ajuste a los hechos?

      —¡Pues qué compensación tan extraña! ¡Y qué manera tan extraña de hacerlo! ¿Por qué tendría que escribirle esa carta ahora, y no hace seis años? Y además, la carta habla de hacer justicia. ¿Qué justicia se le puede hacer? No irá a suponer que su padre sigue vivo. Y, que nosotros sepamos, no hay ninguna otra injusticia en este caso.

      —Hay ciertas dificultades; claro que hay ciertas dificultades —dijo Sherlock Holmes, pensativo—. Pero la expedición de esta noche las resolverá todas. ¡Ah!, Ahí viene un coche, y en él la señorita Morstan. ¿Está usted listo? Pues vayamos bajando, porque ya pasa un poco de la hora.

      Recogí mi sombrero y mi bastón más pesado, pero me fijé en que Holmes sacaba su revólver del cajón y lo deslizaba en su bolsillo. Estaba claro que pensaba que nuestro trabajo de aquella noche era un asunto serio.

      La señorita Morstan venía envuelta en una capa oscura, y su expresivo rostro estaba tranquilo, pero pálido. No habría sido mujer si no hubiera sentido cierta aprensión ante la extraña empresa en la que nos estábamos embarcando, pero su dominio de sí misma era perfecto y respondió con soltura a las pocas preguntas nuevas que Sherlock Holmes le hizo.

      —El mayor Sholto era muy amigo de papá —dijo ella—. Sus cartas estaban llenas de comentarios sobre el mayor. Él y papá estaban al mando de las tropas de las islas Andaman, de manera que vivieron una gran cantidad de experiencias juntos. Por cierto, en el escritorio de papá encontramos un extraño papel que nadie consiguió entender. No creo que tenga la menor importancia, pero pensé que tal vez le gustaría verlo y lo he traído. Aquí lo tiene.

      Holmes desdobló con cuidado el papel y lo alisó sobre su rodilla. A continuación, lo examinó muy meticulosamente con su lupa.

      —Es papel de fabricación nativa de la India —comentó—. Estuvo alguna vez clavado a un tablero. El esquema dibujado en él parece el plano de parte de un gran edificio, con muchas salas, pasillos y pasadizos. En un punto hay una pequeña cruz trazada con tinta roja, y encima de ella pone “3,37 desde la izquierda”, casi borrado y escrito a lápiz. En la esquina inferior izquierda hay un curioso jeroglífico, como cuatro cruces en línea,

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