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él, sin nariz ni boca apreciable; únicamente, un humo negruzco que deformaba sus facciones. No obstante, bajo la capucha divisó dos guijarros negros como un pozo sin fin que parecían ser sus ojos. No había vida en ellos. Solo muerte. Así que era ella, la propia Muerte había estado atemorizándola y ahora la reclamaba.

      La sombra estiró uno de los dedos, que pronto tomó la forma de una aguja alargada, y acarició su frente. El dolor que experimentó fue tan intenso que pensó que le estaba arrebatando el alma. Se retorció como pudo, intentando escapar de las garras de la Muerte, pero todo lo que hacía resultaba inútil. Y, en ese preciso momento, sin saber cómo, el talismán comenzó a brillar de nuevo, saltando enérgico sobre su pecho, hasta que una ingravidez total pareció asaltarlo, para luego detenerse y colocarse en posición horizontal. Ondeaba vigoroso mientras emitía sus inconfundibles destellos azulados. Sofía se percató de que una energía misteriosa se apoderaba de todo su cuerpo: sus ojos se tornaron más claros y su larga melena castaña clara parecía más dorada. Entornó los párpados, empujada por las decenas de palabras que se agolpaban en su mente. Y de sus labios, como un susurro melodioso, nacieron frases dinámicas y resueltas, aunque incoherentes para ella:

      —Polvo al polvo, tierra a la tierra, ceniza a la ceniza… —se escuchaba a sí misma, perpleja—, te expulso de este lugar y te prohíbo regresar.

      Repitió metódica, sin entender el porqué, tres veces los vocablos que florecían en su cabeza y cobraban vida en su boca. Dibujó una sonrisa instintiva en su rostro al descubrir que la sombra, poco a poco, iba retirándose y se desvanecía en el aire, sorprendida, hasta que se transformó de nuevo en una neblina indefensa.

      Sofía levitaba a medio metro sobre el suelo. Tenía los brazos extendidos y la cabeza hacia atrás. En cuanto cesaron de brotar las frases de sus labios, se precipitó al suelo como una muñeca de trapo, frágil y desvalida.

      —¡Sofía, Sofía! —Su padre la sostenía, abrazándola—. Despierta, mi niña… ¡Despierta!

      Ella abrió con lentitud los ojos y observó su rostro angustiado.

      —¿Qué ha pasado?

      Roberto retiró la sangre que emanaba de su frente y, consternado, descubrió una herida en forma de triángulo que resaltaba sobre su piel con inquina.

      —No lo sé, hija… —confesó acongojado—. ¡Pero nos vamos de aquí ya!

      Huida

      Elena examinaba el rostro de su marido con cierta incredulidad. Sus ojos almendrados buscaban un atisbo de cordura en su mirada, pero él continuaba introduciendo toda la ropa sin ningún orden en las maletas. «Sofía no está enferma —había dicho—. Hay algo que la persigue». Ella había creído que él se había contagiado de los desvaríos de su hija, y esperó pacientemente una explicación coherente a esa afirmación. En cambio, Roberto comenzó a correr de un lado a otro de la habitación recogiendo los zapatos, los cepillos de dientes y buscando las llaves del coche como un paranoico. Elena había permanecido impasible. Pasmada, analizaba las gotas de sudor que se deslizaban por su frente. Él nunca se había comportado de esa manera tan irracional, no era un hombre histérico, ni siquiera nervioso; es más, a veces, su excesiva pasividad conseguía exasperarla. Pero su mandíbula rígida y ese ceño fruncido confirmaban su alarmante inquietud.

      Elena, tras un profundo suspiro, intentó calmarlo:

      —No sé qué te ha contado Sofía…, pero no es real. —Apoyó la mano sobre el brazo de Roberto con la esperanza de que detuviese toda esa sinrazón—. El médico viene en dos horas…

      —¡No tenemos dos horas! —exclamó convincente, manteniendo los dientes apretados. Ella dio un respingo al verlo tan alterado y tragó saliva—. ¡Lo he visto! Al principio no conseguía ver nada, pero después…, cuando la levantó por los aires… ¡Estaba allí! ¡Una especie de neblina negra! ¡Sujetó a Sofía, y yo no pude hacer nada! ¡Nada!

      Se acercó a ella, quien continuaba negando con la cabeza mientras se mordía las uñas de una forma infantil, la estrechó entre sus brazos y la besó en los labios.

      —Confías en mí, ¿verdad? —Ella asintió levemente—. Entonces, ayúdame a recoger todo esto. Tenemos que salir de aquí lo antes posible.

      Ya en el vehículo, Sofía se despidió aliviada de la inquietante estampa del castillo. Por fin dejaban atrás ese maldito lugar. Reclinó la cabeza sobre el asiento y se distrajo examinando el monótono y árido paisaje. El perfume hipnótico del romero la sumergió en un estado de sopor. Se acurrucó y entornó los párpados, ansiando caer en un reconfortante sueño. Observó a su padre, quien no apartaba la vista del espejo retrovisor, como si temiera que en cualquier momento saltara sobre ellos un grupo hambriento de zombis dispuestos a despedazarlos. En cambio, su madre, todavía reticente a creer en la historia espectral que él le había contado, se esforzaba en distraer a Cris de la atmósfera agitada que había invadido a todos los miembros de la familia.

      —Estoy bien, mamá —repetía el crío—. Cuando vea a mis amigos y les cuente que he estado en un castillo encantado, no van a creérselo… Aunque yo no he visto nada.

      —¡No está encantado! —le replicó tajante ella.

      —Sí que lo está… Te he oído hablar con papá. ¿Verdad, papá, que está embrujado? ¿Verdad que has visto un fantasma?

      Roberto evitó pronunciarse. Aferraba las manos al volante con la esperanza de alejarse con celeridad de la zona. Ignoraba cuántos kilómetros debía recorrer para distanciarse del influjo del castillo endemoniado. Él no creía en espíritus ni en el más allá. Siempre había considerado unos chalados a los que relataban sus experiencias en casas embrujadas o a los que aseguraban haber visto a su difunto tío mientras dormían. No, él no era de esas personas crédulas, ansiosas por obtener más información sobre la muerte acudiendo a médiums poco fiables. Pero debía admitir que había vivido una pesadilla nada racional. Su cerebro no lograba asimilar todavía lo que sus ojos habían presenciado: su hija flotando en mitad del pasillo y él luchando para devolverla al suelo. Y, entonces, aquella nube negra que los rodeó a ambos…

      Intentó concentrarse en la larga y estrecha carretera. No podía permitirse rememorar lo acontecido. Debía mantenerse firme y seguro ante su familia. Él era el que debía protegerlos y sacarlos a todos de allí.

      —Deja de fantasear, Cris —continuó Elena—. No era un fantasma. Los fantasmas no existen. Ves demasiadas películas de miedo.

      —Sofi, ¿verdad que sí existen?

      Cris la escudriñaba con sus pequeños ojos marrones, los cuales brillaban anhelando una respuesta afirmativa. Todo era una gran aventura a su edad. Ella acarició con desenfado sus cabellos, apartando por un instante la cascada de rizos que cubría su frente. Con una sonrisa cómplice, volvió la vista hacia la ventanilla y se regocijó contemplando el lánguido ocaso. Un suave tono rosado invadía a duras penas el cielo estivo mientras las solitarias nubes que acompañaban a la luna creciente se teñían con los últimos rayos de sol. Ese paraje desamparado, casi taciturno, se cubría inusitado con un manto seductor. Hasta los quejigos vagabundos resultaban más fascinantes bajo el tímido atardecer. De vez en cuando, los faros de otro vehículo la devolvían a la funesta realidad, recordándole que estaba escapando de un lugar embaucador, donde nada era lo que parecía, donde las neblinas tomaban formas fantasmagóricas y las almas eran visiones terroríficas que la atormentaban.

      Roberto mantenía la vista en la carretera. Estaba tan absorto en ella que apenas atendía a los consejos de su mujer. Elena le repetía una y otra vez que no corriera tanto, que podrían tener un accidente y que no había motivo para que no despegara el pie del acelerador. Había advertido que el habitual rostro dulce y afable de su marido era ahora amargo y serio. Pero él solo pensaba en abandonar la carretera secundaria y adentrarse en la autopista de una vez por todas. Allí habría más vehículos, más viajeros que iniciaban felices las vacaciones o que regresaban a casa después

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