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dedicáis a cazar… sombras? —les preguntó con cierta incredulidad, temiendo descubrir la respuesta.

      —Sombras, espíritus oscuros, demonios… —Escuchó por primera vez la voz grave de León—. Una lista interminable.

      —Esperad, antes habéis dicho que mi talismán os había llamado.

      Hugo le dedicó una sonrisa socarrona, pero fue Oriol quien intervino:

      —Tu colgante te alerta cuando algo maligno está cerca. A ti y a todos los que estamos por los alrededores. Y nos ocupamos de esas cosas. —Escogía las palabras con sumo cuidado, evitando abrumarla con detalles innecesarios—. Los destellos de tu talismán eran tan potentes que pensamos que alguien muy poderoso estaba pidiendo ayuda.

      —¡Sí, imagina nuestra sorpresa cuando nos encontramos con una chiquilla llorona!

      Hugo se dejó caer sobre una silla como si la conversación lo aburriera. Sofía deseó que se partiera en dos y ese estúpido estirado se diera un buen golpe. Todo aquel torbellino de información le estaba provocando dolor de cabeza. ¿Qué era lo que pretendían decirle?

      —Al principio, pensamos que habías robado el colgante —continuó Oriol—. Es evidente que no tienes ningún tipo de entrenamiento.

      —Pero eso es imposible —prosiguió Rafael—. Un talismán solo se activa con su legítimo dueño. Lo llevas en la sangre.

      —Entonces…, ¿soy cazadora? —preguntó con timidez.

      —¡¿Tú?! —Hugo soltó una exasperante carcajada—. ¡No nos ofendas! ¡Tú eres una bruja!

      Ese insulto terminó por encenderla. Una intensa llama cargada de rabia recorría las venas y arterias de su cuerpo. ¡Estaba harta de ese cretino! Sin pensarlo dos veces, se aproximó a él, dispuesta a darle un guantazo. Pero, de nuevo, Oriol la retuvo.

      —¡Eres un mal bicho! —le gritó airada.

      —Tiene la mano muy ligera. Antes casi me golpea con una escupidera.

      —¿En serio? ¡Querría matarte con los malos olores! —Hugo reía sin piedad—. Y ya has visto que también tiene la lengua muy suelta.

      Lo desafió con la mirada. Estaba mucho más que enfadada. Ya no era rabia lo que hervía bajo su piel, sino cólera. ¡Puro fuego! No podía apartar la vista de su rostro insolente ni soportar más su mortificante risa. Focalizó su creciente furia en él. Para ella, todo en la habitación se redujo a su mísera presencia.

      De improviso, sus enigmáticos ojos añiles cambiaron, tornándose tan azules como un cielo transparente liberado de las ataduras de las nubes. Su cabello irradiaba un brillo inusual, semejante al reflejo de las piedras preciosas al impactar sobre ellas la luz del sol. Entonces, sucedió. La silla donde Hugo permanecía sentado vanagloriándose de su jocosidad salió despedida y terminó estrellándose contra la pared. Él, con acusada perplejidad, se incorporó y, encrespado, sacó un cuchillo de su cazadora de cuero.

      —¡Basta ya! —Escuchó al jefe del grupo intervenir como si se encontrara en la lejanía. Todavía fuera de sí, entornó los párpados tratando de calmarse. Realizó varias respiraciones profundas, y al abrir los ojos de nuevo, ahogó un grito de espanto al descubrir la silla despedazada. —Será mejor que te sientes, Sofía. —Ella obedeció, aún conmocionada—. Cuando Hugo te ha llamado bruja, lo ha hecho en un sentido literal. Y por lo que acabamos de comprobar, eres bastante buena. —Hizo una pausa, ocultando una sonrisa fugaz—. No solo los cazadores luchan contra los demonios.

      Ella trataba de humedecer sus labios, desesperada. Tenía la boca seca y los ojos le escocían a rabiar. Parecía que la hidratación que los irrigaba se hubiera evaporado. Rafael se acercó y posó la mano sobre su hombro.

      —Es evidente que tú misma desconoces tu procedencia. Creo que tus capacidades brotaron cuando te expusiste a la sombra —dedujo mientras analizaba la misteriosa candidez que de nuevo había envuelto su rostro—. Ahora solo tienes que aprender a controlarlas.

      —Yo no sé qué decir… Lo siento… —Mantenía la cabeza gacha; no se atrevía a mirar a Hugo.

      —¡Puedes guardarte tus disculpas! —Con pasos agigantados, el chico abandonó la biblioteca.

      —Vamos, deberías descansar. —Alzó la barbilla y se perdió en las líneas cautivadoras del rostro de Oriol. Algo en su interior la instaba a confiar en él—. Te aseguro que tus padres están bien.

      Él la acompañó a su habitación mientras observaba su figura esbelta. Carecía de una complexión atlética y de tono muscular fortalecido. Sin embargo, había conseguido sobrevivir al ataque de la sombra. Parecía tan frágil… Sus facciones eran dulces; su cabello, ondulado. Ni él mismo habría adivinado que esa chica era una bruja. Solo sus ojos la delataban. Se tornaban tan gélidos cuando conectaba con su poder que conseguía helar el aire que la circundaba. Había conocido a algunos brujos en su corta pero intensa vida. La mayoría solían ser narcisistas y bastantes desalmados. Pero esos no eran calificativos que pudiera asociar a ella.

      —¿Siempre es tan desagradable? —le preguntó Sofía, intentando romper el incómodo silencio.

      —¿Quién? ¿Hugo? —Él enarcó las cejas—. Mi hermano nació así, no lo tomes muy en serio.

      Sofía dio un respingo. ¿Su hermano? Eran como la noche y el día, como el aceite y el vinagre. Hugo había resultado ser un grosero petulante. En cambio, Oriol era tan amable, le mostraba siempre una expresión tan tierna, y era tan… atractivo… Sacudió la cabeza varias veces para alejar ese último pensamiento. No podía distraerse con aventuras fantasiosas que emergieran de su mente. Debía centrarse en lo que apenas había descubierto: era una bruja. ¿Cómo podía ser eso posible? Nunca se sintió diferente ni especial. Ella era una chica del montón, ni la empollona ni la que suspendía todo, ni la más guapa ni la más fea, ni excesivamente tímida ni tremendamente extrovertida. Ella era ella, sin más.

      Por fin llegaron a la puerta. Oriol asió un manojo de llaves y Sofía apartó la vista con una mueca de disgusto.

      —¿Sigo siendo prisionera? —le preguntó resignada.

      Dubitativo, él jugaba pasando las llaves de una mano a la otra.

      —No —dijo al fin, guardándolas—. Espero que entiendas que nosotros somos los únicos que podemos ayudarte… Hay muchas cosas que desconoces, y ahora mismo eres el cordero que más desea el lobo.

      Observó desde el umbral cómo él se alejaba sin más aclaraciones. No, no era una prisionera, pero estaba recluida en un monasterio alejada de toda civilización, ignorando dónde se encontraba su familia, si estaban a salvo o también corrían peligro. Lanzó un prolongado suspiro. En el fondo, y aunque quisiera ignorarlo, tenía el convencimiento de que la sombra la buscaba solo a ella y que tanto sus padres como Cris estarían fuera de peligro cuanto más lejos. No tenía adónde ir ni tampoco a quién acudir. Únicamente, estaban esos extraños cazadores que decían perseguir bestias.

      Iris

      Se recostó sobre la dura almohada, buscando una posición que silenciara sus pensamientos; aunque sabía que, por mucho que lo intentara, era imposible. Y así, poco a poco, un profundo desasosiego comenzó a apoderarse de ella. Echaba tanto de menos a su familia… Deseaba que estuviesen allí, y se culpaba por lo mal que se había comportado con sus padres. Les había hecho la vida imposible, y todo porque quería ir de vacaciones con sus amigas. Ya no era una niña pequeña, ya podía tomar sus propias decisiones. Tenía diecisiete años, pronto cumpliría dieciocho. Ansiaba algo de libertad, y no entendía por qué la obligaban a pasar parte del verano en un castillo en medio de la nada. Pero todo había cambiado ahora.

      Una fuerte opresión en el pecho la torturaba, apenas la dejaba respirar. Todo aquello era una locura sin sentido. Tenía que haber

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