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Sofía se le encogió el estómago. Examinó el horizonte por el cristal trasero. No había nada ni nadie en la carretera.

      —¡Así que es eso! —Hugo golpeó el volante repetidas veces—. ¡¿Qué demonios ha pasado en el pueblo?!

      —¡Para el coche! Ya estamos lo suficientemente lejos —le ordenó Oriol sin más explicaciones—. Nos encargaremos de él y nos iremos a casa.

      —No voy a parar hasta que me digas qué está pasando.

      —Es culpa mía —intervino Sofía—. He sido yo la que ha atraído al espíritu. Oriol solo intentaba que nos alejásemos del pueblo.

      Hugo dio un brusco frenazo y, sin mediar palabra, bajó del vehículo con cara de pocos amigos. Oriol lo siguió. Sofía buscó auxilio en el rostro de la vidente; esperaba que esta le diese algún tipo de indicación. Iris la tranquilizó cogiéndole la mano.

      —Pase lo que pase, no te separes de mí.

      Ambas se situaron al lado de los cazadores. Se armaban con escopetas, cinturones de munición, cuchillos y unas extrañas bolas metálicas.

      —Iris, ¿en cuánto lo tendremos encima? —le preguntó Hugo, ansioso.

      —¡En menos de un minuto!

      —¡Démosle una buena paliza!

      Simbolo

      Los dos muchachos, con semblante aguerrido, se colocaron en primera línea de combate. Iris, a escasos centímetros por detrás de ellos, blandía una daga con una destreza pasmosa. Entretanto, Sofía buscaba algo con lo que pudiera defenderse, aunque la realidad era que no tenía ni la más remota idea sobre cómo manejar un arma. Revolvió entre las sacas y encontró un espray. Ignoraba si le sería de utilidad, pero al menos la hacía sentir más segura. Con un poco de suerte, deseó que el bote contuviese algún tipo de repelente contra espíritus.

      Examinó el terreno con una creciente agitación. La estampa le resultaba de lo más absurda: el jeep atravesado en medio de la carretera, dos cazadores y una vidente preparados para el ataque de un ser invisible para el resto, y ella, una chica corriente que hacía apenas unas semanas se había despedido de sus compañeros para continuar su periplo en la universidad, trataba ahora de defenderse de un espíritu con un bote de pintura roja en una carretera perdida de a saber qué pueblo del interior.

      Se permitió observar el cielo, que tan vasto como cristalino los acompañaba en la interminable espera. El sol se afanaba en calentar unos árboles secos que clamaban lluvia desesperados, y las hojas secas brillaban aturdidas por unos rayos gualdos que insistían en arroparlas. Volvió a comprobar la carretera. Nada. Entonces, dirigió la mirada hacia la parte delantera del vehículo y descubrió acongojada una nube gris que había aparecido de improviso sobre el asfalto. Comenzaba poco a poco a retorcerse, a tomar forma, como si se hubiera roto el cascarón que la contenía y se desperezase en su interior, agitada. Y ahí lo vio. El hombre del supermercado emergía glorioso de la espeluznante neblina. No era corpóreo. Fluctuaba. En ese momento, pensó que para qué servirían unas balas y un cuchillo; no podían ejecutar a alguien que ya estaba muerto.

      —Chicos, está aquí delante —les anunció con voz temblorosa.

      —¡Mierda! —Hugo avanzó hacia la parte delantera, deslizándose sobre el capó.

      —¡Quédate aquí!

      La orden de Oriol resonó en la atmósfera como un anhelado alivio para ella. Él corrió tras su hermano mientras Iris retrocedía acercándose a su posición. Incluso desde la distancia, pudo distinguir el impávido rostro del espíritu. Sus ojos eran profundos y cóncavos, en los que era imposible imaginar que una vez estuvieron llenos de vida, mientras que en sus labios amoratados se dibujaba una pérfida sonrisa. Los cazadores comenzaron a disparar, y ella, perpleja, pudo constatar que no había balas en sus escopetas. Todavía estupefacta, observó cómo decenas de esferas metálicas impactaban contra el ente, abriéndose en ese momento como si se tratara de esplendorosas flores en primavera y desparramando una especie de granos blancos sobre él. ¿Qué demonios era eso? Achicó los ojos, curiosa, y de repente distinguió la lluvia blanca que caía inocua sobre el asfalto. ¡Las esferas estaban llenas de sal! ¿Cómo podía ser eso posible? ¿Sal? ¿Es que ese condimento ordinario utilizado para sazonar alimentos era en realidad una herramienta infalible contra monstruos? Fijó de nuevo la atención sobre el carroñero, quien se desplazaba a gran velocidad, esquivando las bolas con facilidad.

      —¡Debe ser un espíritu muy antiguo! —gritó Oriol—. Ha tenido muchos siglos para aprender.

      —¿Aprender qué? —preguntó con la habitual impaciencia de los novatos al verse desbordados por un insólito cometido.

      De repente, escuchó una voz siseante dentro de su cabeza. Sonaba como un taladro perforando un muro compacto:

      —No puedes huir de mí. Eres mía.

      Paralizada, alzó la barbilla y clavó su intensa mirada en él, logrando atravesar sus pupilas y escudriñar así en su interior. Estaba oscuro, no había brillo ni esperanza. Era una profunda negrura que la hacía ahondar más en su vacío. Todo apestaba a muerte.

      —¡Sofía, resiste! ¡Intenta manipularte!

      Escuchaba la voz de Iris como un leve susurro en la lejanía, el cual no podía alcanzar porque ella no se encontraba allí, sino perdida en las imágenes de desolación y hastío que le transmitía el carroñero.

      —¡Chicos, el carroñero se ha metido en la mente de Sofía!

      —¡Mierda! —soltó Oriol sin volver la vista atrás. Mantenía la mirada clavada en los movimientos del espíritu—. ¡Intenta que salga del trance!

      —¡No consigo un buen blanco! —maldijo Hugo—. ¡Te juro que voy a freírte y enviarte de una vez por todas al jodido purgatorio! —lo amenazó con rabia.

      Iris tomó la mano de Sofía e intentó desesperada introducirse en sus pensamientos. Las voces de los espíritus eran audibles para ella como las de cualquier ser vivo. Era capaz de interceptarlas, pero muy pocas veces había logrado detenerlas. Así que lo único a lo que podía apelar era que la joven se apartara del carroñero y la escuchara a ella. Cerró los ojos e intentó canalizar toda su energía en las frases que surgían de su mente, tratando así de conectar con ella:

      —Sofía, soy Iris. Estoy aquí, a tu lado. Concéntrate en mi voz y no en la de él. Quiere destruirte… Escucha mi voz, Sofía.

      Pero ella había caído en un mar negro y espeso. Luchaba por no ahogarse e intentaba mantenerse a flote. La risa burlona del espíritu resonaba en cada átomo de su cuerpo y la hundía poco a poco en un océano ilusorio. A pesar de que se encontraba extenuada, no desistía. No quería morir en un recóndito lugar a manos de un ser que prácticamente nadie podía ver. Pero, de pronto, sus piernas dejaron de moverse y su boca ya no escupía el agua que tragaba. Le dolían los músculos, como si todos los nervios de su cuerpo hubieran decidido activarse a la vez. Era una tortura insoportable. Ya apenas le quedaba aliento. El ritmo de su corazón se enlentecía a cada latido que daba. Y abandonó la lucha.

      —Fui pirata —escuchaba—, navegué por estos mares que hice míos. Ningún barco se me resistió. Ningún puerto pudo esquivar mis cañones. Ven y navega conmigo.

      Sofía se hundía en el lóbrego océano carente de vida. No había peces ni algas, ni siquiera la luz intermitente de un faro que le indicara que se encontraba a pocos kilómetros de tierra, donde pescadores y marineros realizaban sus faenas. De improviso, atisbó el osado resplandor de una pequeña candela. Había alguien más con ella. Se atrevió a seguirla con la esperanza de hallar una abertura que la apartara de esa pesadilla sombría. Entonces, distinguió con cierto alivio a la mujer de largos cabellos rubios que la había advertido en el hotel de la presencia de la niebla. Poseía una incandescencia tan deslumbrante que tuvo que entornar los párpados para no ser cegada por

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