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ante ella como un abanico colorido, mostrándole su auténtico esplendor. Ignoraba qué estaba sucediendo, pero cada vez se sentía más fuerte, hinchada de un vigor insólito que la empujaba a sobrevivir, a combatir hasta el final. Y por fin, bruscamente, abrió los ojos.

      Iris percibió sobresaltada el fulgor de una chispa en la palma de su mano. Pronto, la corriente fue tan fuerte que la vidente salió despedida varios metros hacia atrás. Sofía estaba envuelta en un halo de energía inaudita. Avanzó hacia la parte delantera del vehículo y se centró en los cazadores. Estos descargaban una y otra vez sal sobre el carroñero, sin mucho éxito. El hombre gris desaparecía antes de que alguna de las extrañas bolas lograse impactar sobre él. Fluctuaba a gran velocidad, de aquí para allá, evitando ser golpeado. Hugo extrajo una navaja con una hoja repleta de dientes afilados, pero si quería utilizarla, era consciente de que debía acercarse mucho más al espíritu. Oriol, con un gesto cómplice, asintió repetidas veces. Se dispuso a cubrir a su hermano.

      —¡Estúpido carroñero! —Oriol se plantó ante él, desafiante—. ¡Vas a tener que enseñarnos un truquito mejor! ¡Está ya muy pasado el «Ahora me ves, ahora no»! ¡Ya es hora de que luches!

      Consiguió atraer la atención del espíritu, que ahora enfocaba con saña sus dos guijarros negros sobre él. Oriol percibió cómo estos se dilataban hasta dibujarse en ellos dos intensas lenguas de fuego. El carroñero permanecía estático, apuntándolo con su mirada despiadada. Pero a él no lograría intimidarlo. Había eliminado a muchos de su especie, a esos que se dedicaban a vagar por el mundo alimentándose de los seres humanos. Con el paso del tiempo, había comprendido que esa clase de espíritus eran más frecuentes de lo que pensaba y que era imposible erradicarlos de la Tierra. ¡Al menos no a todos! Pero a este lo tenía ahora a tiro y no iba a desaprovechar esa oportunidad.

      Con la escopeta en posición, se dispuso a disparar. Quiso apretar el gatillo, pero algo se lo impidió. De repente, cayó en la cuenta de que tenía los brazos paralizados. Con el ceño fruncido y los labios apretados, hacía esfuerzos en vano por recobrar el control, pero inexplicablemente el ente lo había inmovilizado. Ni siquiera lograba bajar el arma, lo mantenía encañonado sin poder descargar la munición. Entonces, advirtió un calor repentino en las manos; era abrasador. Sus dedos comenzaban a enrojecerse, le ardían, y no podía hacer nada para evitarlo. Se estaba quemando. Gritó de dolor. La temperatura de la escopeta se había elevado hasta sentir cómo hervía entre sus manos.

      El espíritu sonreía maliciosamente. La soberbia era uno de los pecados más comunes de los carroñeros, pero también su punto débil. Hugo avanzaba con sigilo hacia él, empuñando la navaja ungida en santos óleos, cuando escuchó el quejido descomunal de su hermano. Había llegado el momento de actuar. Se acercó por detrás y laceró al espíritu de derecha a izquierda. Este desapareció al instante, profiriendo un alarido atronador.

      Sofía luchaba por recobrar el aliento y dominar la descomunal energía que se había apoderado de ella. El espíritu había intentado arrastrarla a su oscuridad, pero había logrado escapar. Y ahora percibía el florecimiento de un arrebatador impulso que nacía de sus vísceras y se propagaba con premura por todas las venas de su cuerpo. Tenía que hacer algo, y ya. Por fin, avanzó determinante y alcanzó la posición de los cazadores.

      —¡Sofía, ¿qué estás haciendo?! ¡Vuelve con Iris! —Oriol había caído al suelo y hacía grandes esfuerzos por incorporarse. Tenía las manos repletas de llagas, y evitaba apoyarlas sobre el asfalto—. Todavía no se ha ido… Hugo solo lo ha herido. ¡Volverá con más fuerza!

      Ella ignoró las advertencias del cazador y examinó el pavimento con detalle. Las líneas continuas de la carretera se tornaron difusas; bailaban entrelazándose como inciertos espejismos para engañarla, para confundir su mente. Pero era consciente de que todo era producto de su cerebro, el cual la instaba a hallar la solución. Entonces, asió el bote de espray y comenzó a dibujar un círculo rojo. Furioso, Hugo llegó hasta ella.

      —Pero ¡¿qué demonios haces?! ¡¿Estás loca?! ¡Oriol tiene razón! ¡Lárgate de aquí! ¡Ese carroñero se mueve muy rápido!

      —¡Estoy construyendo una trampa! —afirmó enérgica, como si se encontrara en una especie de trance que solo ella conocía.

      Hugo reparó en sus ojos casi transparentes. Eran de un azul glacial, capaces de sumergirte en un crudo invierno. Atónito, contempló entonces el triángulo invertido que dibujaba en el centro del círculo y que posteriormente atravesó con una línea vertical y otra horizontal. A continuación, pintó cuatro puntos voluminosos en los segmentos fragmentados por las líneas. Hugo había ojeado ese ancestral círculo en los libros antiguos de la biblioteca. Su significado se había perdido con el tiempo y también su uso. ¿Cómo es que ella lo conocía?

      —¡¿Qué es eso?! —Oriol había llegado hasta ellos y examinaba estupefacto el inquietante dibujo.

      —¡Corre y coge tu arma! —le ordenó Hugo—. ¡Ya!

      Sofía se retiró de inmediato y observó cómo los cazadores volvían a armarse. Oriol lo hacía a pesar de las heridas que cubrían sus manos. Entonces, sobre el círculo comenzó a aparecer de nuevo el espíritu. Al principio no era más que una bruma insustancial, pero después se transformó en el ente malvado que ansiaba poseerla. En el momento en el que completó su forma fantasmal, cayó en la cuenta de que estaba atrapado. El círculo que ella había pintado era una antigua prisión que brujas ancestrales habían ideado para capturar espíritus errantes. Colérico, se contorsionaba con brusquedad buscando una salida. Y ese fue el instante que aprovecharon los dos cazadores para descargar decenas de esferas de sal sobre él. El espíritu se retorcía desesperado mientras todos contemplaban impávidos cómo tras una larga lucha estallaba finalmente en miles de fragmentos oscuros.

      —¿Está muerto? —preguntó ella con cierto alivio.

      —No se puede matar lo que ya está muerto —le contestó Oriol, conteniendo una mueca de dolor—, pero lo hemos mandado muy lejos de aquí, y espero que se pudra donde quiera que esté.

      Iris se aproximó acusando una ligera cojera. Había recibido un fuerte golpe en la cadera al caer sobre el asfalto.

      —¿Podemos irnos ya? Creo que tengo que pasar por la enfermería.

      Todos excepto Hugo se dirigieron al jeep. Él se entretuvo creando garabatos sin sentido sobre el círculo. Era uno de los deberes de un cazador: borrar toda huella de lucha sobrenatural. Contrariado, subió al vehículo y observó de reojo a su hermano mientras arrancaba.

      —Conque no pasaba nada… —le espetó, visiblemente irritado—. La próxima vez que te pregunte, espero que no olvides decirme que… ¡un estúpido carroñero nos persigue!

      Demonio

      Nada más pisar el monasterio, tanto Iris como Oriol se escabulleron para acudir directamente a la enfermería. Sofía no pudo evitar sentirse culpable. Había atraído a un espíritu oscuro hasta ellos, y ahora, sus inesperados amigos sufrían las consecuencias de su mal criterio. Caminaba sola, alrededor del ruinoso muro trasero infestado de numerosas enredaderas que trepaban voluntariosas hasta alcanzar el aire y así conseguir su fatídica libertad. Admiraba la belleza de aquella gloriosa construcción. El edificio se alzaba todavía imponente en las cercanías de un arroyo con un respeto sagrado, casi sobrecogedor, hacia la madre naturaleza. Más allá, cruzando el puente, un coqueto molino blanco con aspas rojizas rompía la monótona estampa dorada otorgándoles un aspecto juvenil a las exuberantes colinas. Se distraía dándole puntapiés a una insignificante piedra, como si así pudiera extinguir la llama viva de un acusado remordimiento el cual le recordaba constantemente que, desde el momento en el que atravesó el umbral de aquel castillo endiablado, todos los que se acercaban a ella terminaban malheridos.

      Hastiada del aire puro que parecía concentrarse a su alrededor, cruzó un pequeño huerto y se dirigió a la entrada. Alzó la vista y contempló las infinitas ventanas estrechas del templo. ¿A cuántos viajeros había cobijado en sus austeras estancias? ¿Y cuántos habrían encontrado el

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