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se supone que yo tengo que dormir aquí con Cris? —preguntó a regañadientes.

      —¿Cuándo vas a dejar de quejarte por todo? —le reprochó su madre—. Ya nos has dejado claro que no quieres estar aquí. En esta cama pueden dormir tres personas. No creo que tu hermano ocupe tanto espacio.

      Sofía no quiso seguir discutiendo. Su madre era como un muro de acero inaccesible, y siempre tenía la última palabra. Comenzó a deshacer la maleta y a colocar varios vestidos en el armario sin ningún entusiasmo. Sí, aquellas iban a ser unas vacaciones de ensueño, en medio de la nada y compartiendo cama con su hermano. Soltó una larga exhalación. Al menos había una tele de pantalla plana con la que podría distraerse si el enano comenzaba a darle la lata.

      —Ahora, mejor que todos nos demos una ducha y bajemos a cenar —les ordenó su madre—. Y vigila a tu hermano. Voy a deshacer el equipaje.

      Cris entró en el baño y ella se dejó caer sobre el cómodo colchón. El viaje por carretera había sido interminable, estaba agotada y sudada, y si fuera por ella, pasaría de la cena y se metería directamente bajo las sábanas. Pero arrastró los pies hasta el tocador y observó su rostro en el pomposo espejo ovalado. Su piel blanca parecía más seca que nunca, y su larga melena castaña clara había perdido su brillo, ambas reflejo del estado de ánimo en el que estaba sumida. Se recogió el cabello ondulado en una improvisada castaña, liberando su nuca del constante sofoco. El sudor se había adueñado de todo su cuerpo. ¡Necesitaba esa ducha ya!

      —Cris, ¿ya has terminado? —Atisbó el flequillo alborotado de su hermano asomar por la puerta del baño—. Ponte la ropa que te ha dejado preparada mamá sobre la cama. ¡Y después vas a dar con ellos!

      —¿Puedo jugar luego a la consola?

      —Después de cenar, puedes jugar todo lo que quieras. Estamos solos tú y yo en el cuarto —dijo riendo mientras le secaba la cabeza—, así que nadie va a regañarnos por no acostarnos temprano.

      Cuando bajó al restaurante, sus padres ya se habían encargado de escoger mesa. Cris jugaba a los soldados con los cubiertos mientras su madre, ensimismada, leía una guía de viajes. Fue su padre quien la vio llegar a través de sus gafas de pasta, y le hizo señas con la mano. Ella se acercó y tomó asiento. Echó un vistazo a su alrededor y comprobó encantada que el restaurante era un bufé. Muchos clientes caminaban de un lado para otro con los platos a rebosar, haciendo equilibrios para llegar a sus respectivas mesas, y otros se agolpaban en la sección de cocina caliente. Sin embargo, ella, inevitablemente, clavó la mirada en la extensa selección de postres. No sabía cómo hacer hueco en el estómago para tanto dulce. Entonces observó a una curiosa camarera que contaba los trozos de tarta con detenimiento. Llevaba un sencillo vestido negro con cuello blanco y un discreto delantal, y en la cabeza portaba una cofia impoluta que le ocultaba parte de su cabello negro. Sofía permaneció atenta a sus movimientos. Iba de un lado para otro, haciendo recuento de platos y cubiertos e ignorando a los clientes, hasta que desapareció tras la puerta que llevaba a la cocina.

      —¿Ya has pensado qué quieres comer? —Su padre se levantó con el plato en la mano—. Yo voy a echar un vistazo.

      —Creo que empezaré por un poco de ensalada. Hace mucho calor.

      —Pues yo voy a comerme un plato lleno de patatas fritas. —Cris corrió hacia su padre—. ¿Puedo, mamá?

      —Sí, pero no comas mucho, que luego tienes pesadillas.

      Después de una cena ligera, Sofía regresó a la habitación. Al entrar, una brisa gélida la sobresaltó, y un repentino escalofrío volvió a adueñarse de su espina dorsal.

      —Cris, ¿has estado jugando con el aire acondicionado? ¡Esto parece un congelador! —Su hermano negó con la cabeza mientras ella manipulaba la ruedecilla del aire, sin ningún éxito—. Vamos a tener que esperar a mañana para que nos resuelvan el problema.

      Los dos estaban tan agotados que resistieron con los ojos abiertos pocos minutos. Ella soñó que caminaba descalza, con un largo camisón, por la orilla de un lago cristalino. Se acercó al agua e introdujo los pies; estaba fría, casi congelada. Reparó entonces en una figura enigmática que la espiaba desde el otro lado del lago. Era una mujer rubia, con el cabello largo y ondulado y unos profundos ojos azules. La disuadía de jugar con el agua y la advertía de que era muy peligroso acercarse demasiado. De improviso, su inseparable talismán comenzó a emitir destellos azulados. Sofía lo observó perpleja, ya que nunca había hecho nada parecido. Extrañada, comenzó a tiritar. Tenía mucho frío, todo su cuerpo temblaba, y por mucho que se frotara los brazos con las palmas de las manos, no conseguía entrar en calor.

      Se despertó, y descubrió sorprendida que tenía la piel de gallina. Se aferró al edredón y se cubrió hasta la barbilla. «Maldito aire acondicionado», pensó. Trató de conciliar el sueño de nuevo, pero el improvisado invierno que reinaba en la estancia se lo impedía. De repente, el edredón empezó a retirarse de su cuerpo, plegándose hacia atrás sin que nadie lo tocara. Lo agarró con fuerza y tiró de él, maldiciendo a la camarera de piso que había preparado la cama. Pese a sus esfuerzos, Sofía no logró que se mantuviese quieto. Desconcertada, se sentó cruzando las piernas. La colcha continuó retirándose sola, y esa vez, al llegar al final, cayó lentamente y rodó por el suelo. Miró a su izquierda y comprobó que su hermano seguía durmiendo. Se levantó y, molesta, la recogió. Cubrió a Cris y volvió a meterse bajo las sábanas. No había pasado ni un minuto cuando el edredón repitió la misma operación. Observó esa vez cómo las sábanas lo acompañaban en una extraña maniobra de complicidad para dejarla sin cobijo.

      De pronto, divisó perpleja cómo una densa neblina comenzaba a formarse alrededor de la lámpara del techo. Aquello ya era demasiado. ¿Qué demonios estaba pasando? La insólita bruma descendía caprichosa inundando la estancia, y ella, visiblemente inquieta, ahogó un grito cubriendo su boca con la mano.

      —¡Cris, despierta! —Sacudió el hombro de su hermano incesantemente—. ¡Por favor, Cris, levanta!

      Estaba aterrada. Bajó de la cama sin apartar la mirada de la inquietante niebla, y entonces, tal y como había sucedido en su sueño, la esfera del colgante comenzó a girar alocadamente y a emitir destellos inauditos. Se aferró a la bola metálica, intentando frenarla, y al comprobar que era una tarea imposible, trató de recordar los rezos con los que su madre solía arroparla cuando era pequeña. Aunque no sirvieran de nada, al menos conseguirían tranquilizarla, pero a duras penas balbuceaba frases inconexas. De repente, la neblina se abalanzó sobre ella. Saltó de nuevo a la cama y retrocedió hasta que su espinilla chocó contra el espaldar. Gritó.

      Desesperada, llamó a Cris una y otra vez, pero él no respondía. No comprendía cómo podía seguir durmiendo en tales circunstancias; algo estaba atacándola y él parecía ajeno a todo lo que estaba sucediendo. Tenía que salir de allí. Buscar ayuda. Divisó la puerta a pocos metros. El corazón le bombeaba tan rápido que pensó que se le saldría por la boca. Insufló aire hasta hinchar sus pulmones, cogió impulso para llegar hasta ella y corrió como si le fuera la vida. Sujetó el pomo con fuerza y lo giró varias veces, pero descubrió atemorizada que no conseguía abrirla. Estaba atascada. De reojo, comprobó cómo la neblina se precipitaba de nuevo hacia ella. Con las dos manos, manipuló una y otra vez el tirador de la puerta, sin éxito. En ese momento, la bruma llegó, rozándole la cara, y por un instante, los segundos se alargaron hasta parecer días enteros. La gélida nube acarició lentamente su piel, y percibió estupefacta cómo sus labios se tornaban violáceos casi al mismo tiempo que observaba paralizada cómo el aliento que salía de su boca entreabierta quedaba suspendido en el aire. No podía chillar, ni siquiera moverse, y cuando pensó que la extraña niebla penetraría en sus huesos hasta congelar sus órganos, la puerta se abrió.

      Corrió frenética hasta la habitación de sus padres y aporreó la robusta madera con saña a la vez que pedía ayuda. Finalmente, su padre la abrió. Ella atisbó su rostro confuso mientras terminaba de colocarse las gafas. Sus ojos marrones parecieron agrandarse al verla pálida y temblando de frío en el pasillo.

      —Sofía, ¿qué pasa? —le

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