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construcción que una evidencia?

      JLN: Ha hablado usted de lo que yo comparto con Derrida, pero más bien habría que empezar diciendo que es él quien repartió, quien dividió mi vida filosófica entre un antes y un después o un a partir de él. Yo había estado abierto a Hegel y a Heidegger, en cada caso por un transmisor (primero Georges Morel, después François Warin), así como al trabajo filosófico de Ricœur y Canguilhem, y de repente, leyendo por primera vez a Derrida (debía ser la primera parte de la Grammatologie en Critique), oí en directo una voz filosófica actual. He dicho en muchas ocasiones que aquello era como oír en la misma época a Ligeti o a Archie Shepp, es decir, una música que inmediatamente hacía saber que era del presente. Sin duda, jamás la palabra contemporáneo ha tenido para mí un sentido tan preciso.

      Deleuze, de quien había leído algunos libros, me causaba un efecto diferente, que estaba mucho más en continuidad con el «antes». Lo mismo me ocurría con Foucault. Por supuesto, al mismo tiempo se daba un efecto más amplio de contemporaneidad: se hablaba del «estructuralismo» y, aunque esta palabra presentaba todas las carencias de las nominaciones abreviadas, indicaba algo. Señalaba una fuerte inflexión en la relación con la historia y con el hombre en cuanto agente suyo. Estábamos cambiando de terreno… En el caso de Derrida, lo que se distinguía de todo ese conjunto era una diferencia de voz, de acento o de modulación.

      Y, de hecho, puedo encadenar con lo que ha sugerido usted acerca de la llamada «deconstrucción» (que, en mi recuerdo, no estaba muy presente como tal, es decir, con su nombre) en aquel primer momento. Sin duda, yo tenía más presente la Destruktion heideggeriana, por otra parte comprendida de una manera muy poco «dramática», diría yo (en relación con lo que después se ha dicho al respecto), como un desmontaje de la tradición. Lo esencial era que no se trataba de una Zerstörung, tal como precisa Heidegger, de una demolición. No era eso lo que necesitábamos; por el contrario, recibimos con interés la idea de desmontar, de desensamblar. Lo que me impresionó de Derrida era la dinámica del desmontaje. Su gesto –o su voz, su escritura– revelaba en primer lugar estabilidad, instalación. A eso es a lo que el término deconstrucción vuelve un poco más atento: a que estamos trabajando con la construcción, con el tener-junto. No se interrogan únicamente los términos (ser/ente, verdadero/falso, sujeto/objeto, hombre/mujer, etc.), sino que se transforma lo estable, lo establecido, lo instituido.

      Hay que entender todo esto en dos direcciones a la vez. Está la sacudida, la vacilación, el temblor de lo que parecía seguro. Nada se mantiene sin más en pie. Philippe Lacoue-Labarthe ha trabajado mucho en la «estela» y en el «tipo» en cuanto posición y forma estables o estabilizadas. La otra dirección, simultánea y correlacionada, sería la de lo que ocurre con la arena: cómo eso la toca, cómo eso se hace sentir y cómo todo lo que se hace sentir hace también moverse. Eso estremece, eso conmueve. En el fondo es una emoción y una movilización –no tanto en el sentido militar como en el cinético– que afecta a lo que, estando puesto, tendía a no sentir el movimiento que lo había puesto (depositado, reposado, impuesto…).

      Desde hacía mucho tiempo yo me preguntaba qué me exigían las imágenes. Qué me hacían. No sólo las imágenes formadas como tales, sino también las que se presentan como lo exterior: este árbol, esta nube. ¿Por qué está aquí esta forma, este color, este matiz, esta inclinación? Y me impresionaba el hecho de que las imágenes artísticas acentuaban esa interrogación. La intensificaban deteniendo la imagen sobre ella misma. En mi adolescencia desarrollé un vínculo muy particular con El joven inglés de Tiziano (hablo de una reproducción, el cuadro sólo lo vi mucho más adelante). Sin duda yo proyectaba algo en él, no sé qué, pero me forzaba a preguntarme quién era, puesto que no sabemos su nombre, y qué podía pensar, querer, esperar en esa pose inmóvil y, sin embargo, tan viva, tan presente, en el sentido en que la presencia es una llegada siempre recomenzada, una llegada sin fin y, por lo tanto, una partida siempre inminente. Tal vez ahí esté el origen de mi interés por el retrato, surgido mucho tiempo después.

      Al margen del retrato, las formas del arte, de todas las artes, nos afectan por algo que es del orden de esa significación. De ahí es, por otra parte, de donde podemos hacer que aflore al menos una especie de sombra o de alusión, sin obra de arte y sin ser artista, si logramos detenernos un momento en la imagen, en el sonido, en la fragancia... Por ejemplo, el verde de esta hoja de árbol, su matiz pálido, claro, ligeramente amarillo y también reluciente, como húmedo, y además frágil, fugaz incluso, escurridizo, es decir, tal como sólo un pintor sabría no ya reproducirlo, sino darnos la posibilidad de volver indefinidamente a una aparición mínima y fugitiva. Por ejemplo, los innumerables matices de las hojas, de las hierbas, de los campos, de los reflejos en el agua de un Corot como Lectora en un río arbolado. Pero en un cuadro como ése –entre millones– los verdes, todos los verdes y sus gamas, sus trazos, sus presiones, sus caricias, sus vibraciones, se captan en el conjunto de una escena, es decir, de un modo de presencia y de mirada, de un haz de vibraciones, de referencias internas y alusiones externas, en un juego de resonancias que define una unidad singular: no la de un «paisaje» ni la de una «escena», sino más bien la de una «vista» (veduta, como se decía en la pintura italiana del Renacimiento). Se me da a ver una vista, es decir, una especie de retrato, la mirada de alguien.

      Ese alguien no es el individuo que la ha pintado –Corot o Braque–, sino otra mirada que pasa por la suya. Una potencia y una forma de ver –la forma propia de una potencia– que proceden de un mundo, de un pueblo, de una época, de una historia (del arte y de todo lo demás). Tal vez sea eso la «evidencia»: una clara visibilidad recibida y/o hecha posible gracias a una clara visión. La evidencia sólo se entrega a una mirada que sabe verla. Es un poco lo que dice Descartes a propósito del ego sum: si uno no lo ve, yo no puedo hacer nada… Y, por otra parte, hay sin duda una evidencia en el corazón de toda filosofía, una evidencia en la que hay que penetrar –o por la que hay que dejarse embargar– para empezar a «comprenderla». Por ejemplo, la Idea de Platón, el Concepto de Hegel, el Ser de Heidegger… la différance de Derrida o la «creación de conceptos» de Deleuze. En cada ocasión se trata de algo más que de una significación: se trata también de una visión, de una mirada y de una cierta «visión», imagen, aspecto, que es también un tono, una tensión, una energía… (se me acaba de ocurrir que esa palabra en griego –energeia– se parece a la palabra que significa evidencia –enargeia–, parecido fónico pero sugestivo…).

      JL: Su respuesta me recuerda una observación brillante de Paul Klee: en el Impresionismo, la impresión se recibe; en el Expresionismo, se transmite… Transmitir una impresión, todo está ya ahí, y sin duda no se la puede recibir sin transmitirla, sin restituirla, puesto que no hay visibilidad sin visión. El caso es que Paul Klee no necesita más que la energía del artista para escribir su retrato, pues ser artista no consiste en imitar una forma fija, sino en crear nuevas formas, en trazar nuevas líneas de energía que siguen las exigencias plásticas y, por lo tanto, deforman el mundo sensible en lugar de instalarlo. El artista transmite el mundo de otro modo; cada forma tiene así «un rostro, una fisonomía», y nada se sostiene simplemente de pie: la formación plástica puede exigir que unas casas se eleven torcidas, sin que por ello se derrumben.

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