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o Empédocles engendraran cultos y reinos o tribus en torno a ellos. Podemos imaginar que el timón de codaste no hubiera pasado de ser una curiosidad.

      Es posible que la diversidad y la disparidad de las filosofías sean el testimonio del vagabundeo innato al hecho supuestamente «humano», y que precisamente lo desborda en tan gran medida, en todas direcciones.

      Lo que se aleja y se acerca al mismo tiempo: lo próximo y lo lejano, nada más. Lo próximo (del saber, por ejemplo) se aleja y lo lejano se acerca (no sólo las galaxias se acercan a nuestros medios de observación; también la ficción se acerca al supuesto saber objetivo). El mundo se dilata y se contrae en espasmos alternos, incluso simultáneos. Estamos extraviados en un unimultiverso exorbitante y nos hemos instalado en la cima de una evolución que, sin embargo, no cambia nada en relación con nuestro extravío. En definitiva, estamos muy cerca y muy lejos tanto de «nosotros» mismos como de un «ser»…

      JL: Todo filósofo es un sintiente… e incluso hay uno que es particularmente «sentimental», a saber, Rousseau, el cual, y le cito a usted, «lo es porque siente con mayor intensidad que nadie que el sentimiento se está transformando, incluso insensibilizándose»[6]. Rousseau supo ver que los hombres que pierden el apoyo afectivo y comunitario de la creencia en Dios debían apartarse del sentido común retirándose en su singularidad: la voluntad general debe conjugarse con el valor de cada existencia, sólo así se mantiene el sentimiento de existir, resistiendo a su pérdida en la equivalencia general del intercambio de mercancías. Conjugar lo irreductible es imposible, de ahí el vagabundeo de Rousseau, y también el nuestro. Sin embargo, lo imposible es posible si el sentimiento se comunica sin nivelarse, si el sentido circula entrelazando lo común y lo particular, creando redes «de entrecruzamientos, de interdependencias, de reenvíos mutuos».

      Esta circulación del sentido entre los hombres y en el mundo, que lleva más allá de toda solución política, me recuerda un pasaje fascinante de las Confesiones. Cuando le propuse a usted realizar el retrato de un hombre en toda su verdad, pensaba en el preámbulo, duplicado por la versión de Neuchâtel: «aquí se trata de mi retrato y no de un libro…». No obstante, en lo que no deja de ser un libro, se plantea la cuestión de otro retrato fiel de Rousseau, un pastel realizado por otra persona, Quentin de La Tour. Asistimos entonces a una increíble historia de circulaciones entre diferentes retratos: «Un tiempo después de mi regreso a Mont-Louis, La Tour, el pintor, vino a verme y me trajo mi retrato al pastel, que había expuesto en el Salón algunos años atrás. Había querido regalarme el retrato, pero yo no lo había aceptado. Sin embargo, madame d’Épinay, que me había regalado el suyo y quería tener ése, me pidió que se lo solicitara. Él se tomó un tiempo para retocarlo. Durante ese intervalo se produjo mi ruptura con madame d’Épinay; le devolví su retrato; y, como ya no era cuestión de darle el mío, lo coloqué en mi estancia del pequeño castillo. M. de Luxemburg lo vio y le gustó; se lo ofrecí, él aceptó y yo se lo envié. Comprendieron, él y la señora mariscala, que me gustaría tener el suyo. Los mandaron hacer en miniatura, con una factura excelente, y los engastaron en una caja de dulces, de cristal de roca, montado en oro, y me lo regalaron de forma muy cortés».

      El lector se pierde un poco y el retrato mismo ha acabado por perderse. Sin embargo, Rousseau solicitó otro a Quentin de La Tour, y también se conserva el de Ramsay, que le parecía «terrible», tanto más cuanto que circulaba en forma de grabado, y también otros más… Por lo tanto, lo que cuenta para Rousseau, y parece imposible, es la fidelidad en la circulación y la fidelidad de la circulación, tan exigente como la fidelidad (y tal vez también tan imposible) de un amor, de una amistad o de un retrato. Hoy en día, los mensajes y las imágenes (de uno mismo, de los otros) circulan y se comparten sin cesar, la comunicación es la palabra clave, en política y no sólo en ella. Los poderes utilizan las mismas redes que los individuos, y la voluntad general ha perdido la definición de su territorio.

      ¿Qué redes, qué interdependencia y qué entrecruzamientos le parecen a usted los más abiertos, los que pueden servirnos como mejores puntos de referencia para nuestro extravío? ¿Cómo puede el filósofo inscribirse en esas redes? ¿Cómo parte y se comparte su identidad de autor, su pensamiento?

      JLN: Yo también me pierdo en este asunto del retrato de sí… Aun admitiendo que pueda dejar de lado las complicaciones habituales que plantea la cuestión de «verse a sí mismo», de la posibilidad de soportar la propia imagen, es imposible que no me conmueva la atención prestada por Rousseau a los retratos, el suyo y los de otros, por cuanto testimonia una atención por objetos que, sin ser demasiado valiosos, son lo bastante raros para merecer atención y «cortesía». Había que mandarlos hacer, y presentarlos como objetos de orfebrería, como esas cajas de bombones que todavía se fabrican en serie, por ejemplo en Viena, con los retratos de Mozart y de Nannerl, y a lo mejor con el de Rousseau en Ginebra, aunque nunca las he buscado… El papel de aquellos preciosos recuerdos de rostros es fácil de comprender. Nada se dice sobre la calidad artística, lo único que cuenta es la fidelidad de la imagen (el pintor se ha tomado tiempo para retocarla). Hoy en día enviamos y recibimos sin cesar fotos de nosotros y de todo el mundo, sin pensar mucho en la fidelidad, pues una imagen sucede a la siguiente. Circulan por Internet, se publican sin nuestro permiso, y los escasos fotógrafos que todavía se presentan como retratistas autorizados y venden sus imágenes se ven desbordados por todas esas imágenes de las que podemos disponer gratuitamente. La cuestión de la fidelidad ni siquiera está de actualidad: lo que importa es la identificación. En el terreno de la pintura no sucede lo mismo: los pintores que hoy en día tienen interés en hacer el retrato de personajes conocidos buscan un parecido que esté impregnado de su estilo, de su gesto, de su trazo, de sus colores. El desafío está en interpretar los rostros, o en atravesar un rostro mediante una empatía de colores, de trazos y de texturas, con la suposición de un pensamiento y de su contenido emotivo. También hay fotógrafos que publican libros de retratos de autores, escritores y filósofos, a veces centrados exclusivamente en una de esas categorías. Y también está el cine.

      El límite que separa los cuerpos de los pensamientos es manifiesto, al margen del interés de las expresiones, de las apariencias, la penetración de las miradas. Un filósofo está sobre todo presente cuando habla, y a menudo no hay mejor vídeo que el de una conferencia filmada en plano fijo. ¿Por qué ha introducido Godard a Brice Parain, Francis Jeanson y Alain Badiou en algunas de sus películas, o Anne­Marie Miéville hace que Bernadette Lafont y Aurore Clément lean a Platón en un filme en el que Godard lee un texto de Hannah Arendt sobre la soledad?

      Tal vez de lo que se trate, a través de todo esto, sea de una tensión hacia un ensimismamiento, efectivamente, el que sentimos ante esa clase de pensamientos que parecen retirarse en sí mismos (o en su pasado) al mismo tiempo que se comunican. En la secuencia que he citado, Godard habla en una escena sumida en la oscuridad, de la que emerge su rostro y también, proyectado detrás y un poco por encima de él, el de la joven Hannah Arendt, encantadora, conmovedora y que parece observar al público desde una altura casi celestial. Sin embargo, no hay público (como tampoco en esa otra secuencia, esta vez de una película de Godard, en la que Alain Badiou habla a solas ante la sala de espectáculos vacía de un crucero turístico). Podríamos encadenar un largo análisis sobre las presencias de pensadores y de textos en las películas de Godard: en este caso estamos –aunque tal vez lo estemos siempre– ante una separación entre imagen y lenguaje que los acerca mutuamente como una pareja que nunca llegará a abrazarse…

      Indudablemente ha pasado la época en que el filósofo ocupaba una especie de lugar natural, a menudo en el mundo universitario, y además hacía apariciones en la escena pública en calidad de «intelectual». Es verdad que hoy se le reclama en ese último papel (mientras la Universidad se hunde en el olvido de sí misma), pero el filósofo ya no está disponible, al menos no para dar lecciones de una supuesta sabiduría; en todo caso está pa­ra dar testimonio de la dificultad de dar «lección» alguna en un mundo en que los discursos se adormecen o bien se retuercen penosamente, mientras que las imágenes se alarman o se impacientan. Fijémonos, por otro lado, en que la etiqueta «filósofo» parece cada vez más codiciada por los medios.

      Sin embargo, hay algo que no deja de resultar destacable: por todas partes, con toda clase de «público» (auditorio,

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