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un fraseo, un tono… Y en los libros ilustrados (fueran los de Julio Verne, El pequeño Lord, La historia de la armada, El amigo Fritz, Los grandes inventos…), las imágenes constituían encarnaciones o, más bien, epifanías importantes y necesarias del texto. Para mí, incluso en la actualidad, Balzac, por ejemplo, es inseparable de los grabados de Johannot (si no recuerdo mal…; como mínimo, era uno de los grabadores de la época). Evidentemente, no se me escapa que me refiero a libros que apelaban a la imagen porque estaban escritos en referencia evidente a hechos, a escenas concretas. Pero los libros que he leído después y que ya no llevaban imágenes (pienso, por ejemplo, en Proust o en Faulkner, y también en los libros de filosofía), han sido para mí siempre libros ilustrados o imaginativos, en el sentido de que hacen emerger, como quien dice a la superficie del agua, rasgos, tonalidades, colores, aspectos. Además, son indisociables de las imágenes de sus autores. Para muchos lectores, tal vez incluso para todos, el texto de Descartes está inextricablemente ligado a su retrato, a uno de sus retratos más conocidos. Si hablo de Descartes, me parece que veo flotar en filigrana sus cabellos, su mostacho y su mosca de mosquetero, y que me hablan o, más bien, que hablan en el texto, no porque lo pronuncien, sino porque dicen algo en su interior.

      Hablo de esto para llegar sin más preámbulo a lo que constituye la otra cara de mi atracción por las imágenes (paso por alto todas las horas dedicadas a contemplar las láminas de cuadros del Larousse de mis padres…): la plena conciencia de no saber cómo es mi semblante, de que mi semblante está completamente expuesto hacia fuera y es imposible que gire hacia mí. Nunca me ha interesado el espejo, siempre me ha parecido un elemento extraño, no sólo infiel por la inversión de los lados, sino también distanciado de todo el alejamiento de esa falsa profundidad cuya falsedad resulta ineludible, como si abriera una falsa apertura tras la que en realidad no hay nada. Recuerdo todas las reticencias que me causaba el motivo de «el otro lado del espejo», cómo pensaba que, cuando nos muestran o nos describen el atravesamiento del espejo, hay que licuar el espejo y confesar así que hemos dejado atrás las condiciones dadas de partida.

      La verdad, por lo tanto, puesto que usted me propone esa palabra… la verdad es tal vez un cierto saber sobre lo que ella es, siempre ahí delante, afuera, siempre alejada, por poco que sea; de que hay que observarla y que jamás la encontramos en nuestro interior. Que no hay un «nuestro interior». Que lo íntimo tiene siempre su «interior intimo», que necesariamente es un «exterior extimo». Tampoco se trata de un allende o de un afuera inaccesible o peligroso, sino de un ahí delante en el que podemos avanzar, por el que podemos ir, incluso deambular, pasearnos en todo caso o vagabundear. Siempre me he interesado en multitud de materias, ¡y bien que me lo ha reprochado la Universidad! Toco todos los temas, y eso en principio no es algo bueno, pero lo hago porque todo me atrae, me intriga, me llama, me excita… Es también otra forma de diversificar y descomponer esa figura mía que se me escapa. Tal vez corro tras todos los fragmentos con los que podría volver a componer una figura ausente. De repente me viene a la cabeza Osiris y, por supuesto, el falo que le falta. Era inevitable, así que debo confiarme a Isis. De Isis paso a «Los discípulos de Sais», que al final de la iniciación no descubren bajo el velo levantado más que su propio semblante, o nada en absoluto, o la equivalencia de esas dos cosas. Y esa equivalencia es la diosa misma (rehago a mi modo una historia que he olvidado).

      JL: Si hay una historia que uno puede olvidar y rehacer, es precisamente ésta: el discípulo de Sais ve la verdad pero no puede decir nada sobre ella (Schiller), mientras que Novalis duda entre tres rostros (vemos la naturaleza, su amante, nos vemos a nosotros mismos, ¡«milagro de milagros»!). Del velo podríamos pasar a la túnica que cubre todo el cuerpo, y pasar de Isis a su estatua, que sólo se puede desvelar si ya lo ha hecho ella misma, en un breve instante suspendido del que surge el erotismo de la piedra.

      Lo que nos remite… a sus textos. En primer lugar, a un libro ilustrado por François Martin, La Pensée dérobée[3]. Allí cita la siguiente frase de Bataille: «Pienso tal como una muchacha se quita su vestido». Así es como se revela la verdad, es decir, como se muestra al desnudo, con una desnudez que no da paso a otra cosa sino a una desnudez mayor aún, a una evidencia más palmaria aún, es decir, a un enceguecimiento cada vez mayor. Aquí el saber frisa con el no-saber, y eso es, según usted, lo propio del pensamiento moderno. También me viene a la cabeza un texto que habla del misterio sin misterio del semblante o del cuerpo de la verdad, y en el que usted muestra que pensar es saber detenerse ante el cielo o ante un árbol, y añade que «es más complicado si hablo de detenerse ante la cámara de cine, ante la cámara de fotos, ante el micrófono»[4]. Esa dificultad, nos dice usted, procede del hecho de que son objetos técnicos, de que no basta con desvelar la naturaleza, de que también hay que detenerse ante «nuestro» misterio, el de la técnica. Pero, cuando lo leo, yo veo otra dificultad: usted escoge aparatos que registran o amplifican la imagen o la voz de quien se encuentra delante de ellos… ¡y eso es un nuevo más allá respecto del antiguo espejo! Por último, pienso en un obra que verdaderamente ha sido recibida como un acontecimiento, como una vía inu­sitada, L’Intrus, escrita en primer persona, en la que su cuerpo se expone y se abre a una operación técnica, un trasplante que le hace vivir con el corazón de otra persona.

      Por todo ello le planteo una pregunta: si los «retratos del pensamiento», por citar el título de una bella exposición organizada en Lille, evolucionan con el curso de la historia, si estamos más allá de la magnificación del cuerpo pensante a la antigua o de la imagen del pensador como monje ascético, ¿qué retrato podemos hace del pensador en la época de la técnica?

      JLN: Tal vez me atrevería a proponer un retrato sonoro, no visual. El retrato visual del «pensador» privilegia una mímica y/o una actitud que plasma, que expresa la concentración, la meditación. Domina en él la idea de una interioridad tensa, recogida sobre sí misma, cuya densidad aflora en el ceño fruncido, en los labios apretados… Me parece que en la actualidad (o al menos eso es lo que ocurre en mi caso, aunque no creo ser el único) pensar es una actividad que acontece ante todo en o como un conjunto de resonancias, fricciones, ecos, deslizamientos y chirridos. Es posible que en primer lugar se haya producido un cierto ruido de armas en el que llevamos sumidos hace ya mucho. Desde hace tiempo, los conflictos (guerras, revueltas, estallidos sociales, raciales, guerrillas) nos han acostumbrado a las explosiones, las deflagraciones, las detonaciones, las ráfagas destructoras, así como al estruendo sordo de los bombarderos, de los carros, y a los silbidos agudos de los cazas en picado, de los misiles… Al mismo tiempo se ha producido la transformación de todo un universo sonoro, las ciudades se han vuelto mucho más ruidosas (automóviles, máquinas que excavan, demuelen, martillean) y las músicas han adquirido un carácter eléctrico, ronco, áspero. Por su parte, el campo está repleto de tractores, de trenes de alta velocidad, de cosechadoras. La radio o la televisión nunca se encuentran demasiado lejos, como tampoco los jóvenes con auriculares, de donde nos llega un sonido amortiguado pero intrigante, sincopado, que anima con su ritmo la cabeza de su portador. Los teléfonos suenan de improviso por todas partes. Sí, yo creo que pensamos en medio de toda esa red, cuya propiedad más destacada es la de detenerse poco en la figura, la forma reunida, reabriéndose sin cesar hacia la búsqueda o la solicitud de envíos más lejanos, de rebotes o de despegues, de huidas, de desapariciones y de retornos, de suspensiones y de timbres que chocan entre sí. La característica general sería la de que todo eso se envía y se reenvía, resuena, salta y se aplasta, tintinea o resopla, se amplifica o se corta, lentamente o de golpe.

      Este caos, este incesante nacimiento y este desvanecimiento siempre inminente del sonido, de la transmisión, del transporte, de la aproximación y de la huida de lo lejano, me hace pensar en la agitación de un pensamiento sorprendido, sacudido, apelado o convocado desde muy lejos o desde muy cerca. ¿Acaso es un azar que en el análisis de la inevitable resonancia de la voz supuestamente silenciosa de una presencia-a-sí Derrida haya abierto lo que dio en llamar «différance», es decir, distensión infinita de todo ser sí mismo, de todo ser, a secas. En Deleuze, la tensión sonora, o la tensión de lo sonoro, ocupa un lugar muy particular, pues el sonido tiene el privilegio de la «desterritorialización». Por otro lado, me parece que la música, Varèse, para simplificar, se ha vinculado de numerosas formas al nacimiento del sonido, a sonoridades nacientes y, por lo tanto, murientes, que

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