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antítesis habla la necesidad racionalista e iluminista de Kant, según la cual todo lo que ocurre en la naturaleza debe seguir sus leyes, sin las cuales esta misma naturaleza resultaría no cognoscible y caería irremediablemente en el caos.3

      Esa experiencia de sí del sujeto sugiere que “da lo mismo cómo pueda congeniarse con el determinismo universal, en mí puedo experimentar que soy capaz de dar inicio a ciertas series de estados (de cosas) que se siguen lógicamente y según leyes a través de un acto que, no importa cómo se combine con la causalidad de la naturaleza, tiene frente a ella aquí un momento –tal como se expresa Kant– de independencia”.4 El mismo Kant atribuye a esta instancia que da lugar a la libertad –al menos en forma especulativa en la tesis de la antinomia– el carácter de lo espontáneo. Lo que está en juego es un problema que, más tarde, ha sido reflexionado por las teorías del sujeto formuladas durante el siglo XX, desde Hanna Arendt hasta Alain Badiou: si el sujeto es capaz o no de iniciar una serie nueva en el mundo, de dar nacimiento a algo por fuera de las cadenas lógicas y causales. En estas clases, también Adorno lo aborda como segundo eje articulatorio del par enunciado en su título. Aquí, más que como momento espontáneo de la creación de una nueva serie, la libertad se perfila como la posibilidad específica de la resistencia: frente a la totalidad de la sociedad, del “mundo administrado”, es el potencial del sujeto de romper el “hechizo” lo que señala la presencia de la libertad humana. La Dialéctica de la Ilustración, en 1941, ya había diagnosticado la presencia de este poder de hechizo de la sociedad, directo heredero de lo mítico, en el corazón mismo de la razón y del movimiento ilustrado que, por supuesto, a su vez, esta filosofía crítica siempre habrá de reivindicar.5 Esta reivindicación, que incluye sin dudarlo la razón en la medida en que es esta el instrumento por el cual se opera el desencantamiento del mundo, está unida indefectiblemente a la libertad “en la sociedad”. Sin embargo, como hemos dicho, ninguna dialéctica negativa permite permanecer en un lado considerado como definitivo de la afirmación, cualquiera sea. Eso equivaldría a aceptar la identidad, cuya identificación con el todo (del mundo del saber y del poder, dicho en los términos actuales) resulta siempre irremediable. Adorno enumera trabajosa y ágilmente aquellos momentos, factores, instancias, planos, en que la libertad se toca y linda con su contrario. Tanto la “libertad en el colectivo” (atribuida a movimientos como el nazismo), como su condición de comodín de los discursos políticos (¿qué partido pretendidamente democrático no apela a la libertad?), tanto la libertad pequeña de lo privado de la vida –darse este permiso, elegir esta mercancía a otra en el ritual del consumo–, como su origen histórico, puesto que la libertad es producto, a fin de cuentas, del movimiento de la emancipación burguesa, de la que esta misma filosofía no puede negar ser parte: todo ello funciona bien como contraparte de la experiencia de sí que, según Adorno, ha motivado la reivindicación de la idea de libertad en Kant. Si este se permite especular –a riesgo de la caída de todo sistema del saber– sobre la existencia de una espontaneidad que dé por buena la posibilidad de iniciar una nueva cadena causal en el mundo de los objetos –posibilidad que sufrirá su corrección en la Crítica de la razón práctica–,6 también Adorno postula por su parte una suerte de espontaneidad, denominada en estas clases y en la Dialéctica negativa con un neologismo: das Hizutretende. Este neologismo señala “lo que se cruza”, “lo que adviene”, “lo que interviene”, “lo que se añade”, lo que se suma a ciertos actos del individuo. En su pretensión, este concepto es una salida a la aporía kantiana. Si había que salvar al individuo, reivindicar su posición ante la primacía de lo universal (de la historia, de la sociedad, de la naturaleza), esto no podía ocurrir simple y afirmativamente, sino por el camino que la filosofía –el territorio Kant-Hegel, con sus extensiones– ha marcado. Así, para Adorno, lo que adviene y se añade es un impulso, algo instantáneo que no es ni puramente racional (no responde al ¿qué debo hacer? de la voluntad kantiana) ni es producto de la decisión de la conciencia (ni siquiera la existencialista), sino algo intermedio. Eso que nos hace libres al espontáneamente decir no. Se trata del medium o el organon, somático e intelectual a un tiempo, de la libertad. Según la Dialéctica negativa “el impulso sobrepasa la esfera de la conciencia, a la que también pertenece. Con el impulso, la libertad alcanza el ámbito de la experiencia”, ámbito del que había sido extraditado por Kant en su formalismo de la voluntad. Así, el concepto de experiencia no quedará equiparado ni “a una ciega naturaleza ni a una naturaleza bajo dominio”.7

      ¿Por qué ese momento espontáneo no quedaría subsumido a la ley de lo natural? Mientras la razón de la era de la Ilustración, a la que aún pertenecemos, no deje de hipostasiarse en una racionalidad progresiva que, como Adorno y Horkheimer habían denunciado en su libro conjunto, es desde el principio una razón del dominio de la naturaleza, tanto interna (humana) como externa (del mundo natural), mientras esto no ocurra, esa regresión a medias a lo irracional –lo que se añade, el impulso, lo espontáneo– será la única salida, para el sujeto, respecto de esa progresiva dominación, de sí mismo y de lo otro de sí. La razón de la totalidad es progresiva, va en avance y se lleva todo a su paso, ni siquiera puede decirse que sea un mero continuo; en Hegel, es el espíritu que cumple en la historia los tres momentos dictados por el modelo de pensamiento del idealismo: primero, el espíritu es esencialmente resultado de su propio obrar; luego, su obrar es el salirse y sobrepasar lo inmediato y negarlo; por último, es el regreso sobre sí mismo.8 Este proceso debe cobrar la forma final de un propósito último de la Historia Universal, y ocurre en pasos, encarnados en el mundo por los pueblos y sus progresos. Al final, el espíritu se conoce a sí mismo, adquiere conciencia de sí o convierte al mundo a su medida, ambos casos son lo mismo, dice Hegel. Y donde estas dos instancias coinciden, donde la objetividad coincide con la necesidad interna, ahí está la libertad. Pues, para Hegel, en tanto fiel al principio idealista, la libertad es la sustancia del espíritu, y su meta.

      El progreso de este avance, tal como es retratado y defendido por Hegel, merece sin embargo una nueva determinación. Así, hace falta señalar que este progreso es propiamente, al mismo tiempo, un avance de la explotación del hombre y por el hombre. Esto ya había quedado señalado veinte años antes de estas clases; ya la Dialéctica de la Ilustración constataba que ante el espíritu, en el movimiento de su autoconocimiento, la naturaleza reaparece no ya bajo el signo de la omnipotencia, que le era propia en tiempos remotos y primitivos, sino como “lo ciego y mutilado”. Y aquí intervenía la misma interpretación que reconocemos en estas clases: la caída en la naturaleza por parte del espíritu es precisamente la voluntad de dominarla.9 En esta interpenetración de razón y dominio, hace falta señalar una dialéctica. Es el único modo de salvar a la razón. La idea de progreso, que había sido puesta tempranamente en duda por la historiografía alemana del siglo XX, había encontrado en Walter Benjamin su crítica más política.10 Adorno la cita en estas clases. Pero a diferencia de la radicalidad de Benjamin, su posición frente al progreso reenvía a aquella suerte de juramento hipocrático –si la filosofía fuera un sanar– que al principio de la Dialéctica de la Ilustración se hacía respecto de la razón. Su cancelación completa equivaldría a un inaceptable, inviable irracionalismo. Lo mismo ocurriría con la cancelación total del progreso. “El progreso significa, en consecuencia: salir del hechizo, también del hechizo del progreso, que es él mismo naturaleza” (p. 301).

      Mientras siga triunfando el absoluto (tal como había sido denunciado antes en las clases de Introducción a la dialéctica)11 en la historia universal en la forma de una primacía de lo general sobre lo particular, aquello que convierte al género humano en una “sociedad anónima gigantesca dedicada a la explotación de la naturaleza”, y mientras el intercambio de bienes se mantenga como la figura racional de lo mítico y siempre-igual, sostiene Adorno, no habrá lugar para lo bueno, para el Bien sin más. “Incluso cuando pretendemos con total certeza hacer el bien, y cuando actuamos con buena conciencia, podemos comportarnos de manera totalmente errónea” (p. 486), puesto que cuanto más la sociedad se desarrolla hacia la totalidad y el antagonismo, menos podemos pensar en una decisión moral del individuo que sea su parte. En esta concepción está inspirado el lenguaje que rige, desde los años cincuenta con la publicación de Minima moralia, el pensamiento de Adorno sobre la ética. Quedó resumido en la siguiente sentencia: No hay

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