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La aldea perdida. Armando Palacio Valdés
Читать онлайн.Название La aldea perdida
Год выпуска 0
isbn 4057664124142
Автор произведения Armando Palacio Valdés
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
Cerca de ellas, sentadas en el suelo, había un corro de cuatro mujerucas, las cuales cuchicheaban desaforadamente, dirigiendo miradas penetrantes á todos lados. Eran las sabias del lugar. La tía Jeroma, madre de nuestro diputado Bartolo; la tía Brígida, su prima hermana y madre del prudente Quino; Elisa, joven de veinticinco años, recién casada, con temperamento y aficiones de vieja, y que por tenerlas todas hasta fumaba como ellas cigarrillos envueltos en hojas de maíz; por último, la vieja Rosenda, una mujer que vivía sola en un hórreo[2] y que algunos tenían por bruja. Todas las vidas, todos los sucesos hasta los más ínfimos de la parroquia pasaban uno á uno por el tamiz de aquel corro y salían desmenuzados y cribados, reducidos casi al estado atómico. Varias veces habían entornado la vista hacia nuestras zagalas, y después de hablarse al oído sonreían con malicia. Al fin la vieja Rosenda les dirigió la palabra.
—¡Flora!
—¿Qué decía usted tía Rosenda? respondió aquélla volviéndose con la presteza que la caracterizaba.
—Digo que es gusto ver cómo las zagalillas que se parecen se juntan y se quieren.
—¿Y en qué nos parecemos, tía Rosenda?—preguntó Flora con tonillo sarcástico.
—¡Anda! Si no os parecéis en la cara, os parecéis en la historia.
La graciosa morenita hizo un gesto desdeñoso y se volvió hacia su amiga sin dignarse responder.
—¿Qué dice esa bruja?—le preguntó aquélla.
—Que nos parecemos en la historia.
—¿Y por qué dice eso?
—¡Qué sé yo!—replicó con enfado Flora.
El corro de mujerucas, mientras tanto, reía.
D. Félix, que había entrado en su casa y había salido rápidamente con dos envoltorios de papel en las manos, se acercó á las jóvenes en aquel momento.
—Vengo á ofreceros estos cartuchitos de caramelos y lo hago con cierto temor, porque no estoy seguro de que os gusten. ¡Es tan raro que á las niñas les agraden los dulces!
Flora y Demetria tomaron riendo los cucuruchos que les ofrecía el capitán y le dieron las gracias.
D. Félix las contempló un instante con admiración y exclamó sacudiendo la cabeza:
—¡Qué hermosas sois, hijas mías! ¡qué hermosas sois! ¡Quién se volviera á los veinte años!
Las doncellas se ruborizaron.
—¿Y cómo es que estas rosas del valle, estas cerecitas maduras, no quieren bailar en una noche como esta?
—Nos agrada más charlar un poco, ya que pocas veces tenemos el gusto de vernos reunidas—replicó Demetria apretando tiernamente la mano de su amiga.
—Es dulce y agradable para una zagalita el contar á otra sus secretillos y aun las menudencias de su vida... «¿Has lavado ayer?... ¿Cuándo te has comprado esos corales?... ¿Estuvo aquél en tu casa el sábado?...» Pero es mucho más agradable bailar un rato con el galán preferido.
—Hasta ahora es usted, D. Félix, el primer galán que se ha acercado á nosotras, y aunque nos ha regalado con caramelos, no he visto que nos convidase á bailar—replicó Flora con desenvoltura.
—Quítame cuarenta años de encima de los hombros, querida, y hasta que el gallo cante me tendrás dando vueltas como un trompo alrededor de ti... Pero no me quites nada... Vas á ver si con los que tengo á cuestas todavía puedo moverme. ¡Andando, prenda!
Y tomando de la mano á la desenvuelta morenita la llevó hasta la fila de los bailarines, en los cuales se produjo un movimiento de sorpresa y de gozo.
—¡Viva D. Félix!... ¡Viva el capitán!—exclamaron muchos.
Y las viejas que estaban acurrucadas se pusieron en pie y los viejos que departían allá lejos se acercaron.
El capitán se colocó en fila con los demás y se puso á bailar con tal primor y tan concertadamente que pocos entre los jóvenes pudieran competir con él. Y en verdad que era espectáculo raro y gozoso á la vez el contemplar á aquel anciano moverse con tal agilidad y donaire. Ninguno más suelto y elegante. La precisión y cadencia de sus pasos eran tan perfectas que en esto, ya que no en el brío, sacaba ventaja á los demás. Los jóvenes palmoteaban. Á algunos viejos se les saltaban las lágrimas recordando sus tiempos de juventud. El tío Goro decía sentenciosamente dando chupetones á su pipa:
—¡Éste es el baile antiguo, muchachos!... Así se bailaba en nuestro tiempo. Miradlo bien... Reparad los pasos... Eh, ¿qué tal?... ¿Pierde alguna vez el compás don Félix? La moda que habéis traído de Langreo será muy linda en verdad, pero á mí no me agrada porque con tanto salto y tanto taconeo más que bailando parece que estáis trillando la mies.
Así habló el tío Goro de Canzana, y el coro de viejos y viejas que le escuchaba aplaudió calurosamente su discurso.
Sin embargo, el anciano capitán sudaba ya por todos los poros del cuerpo. Sus fuerzas mermaban á ojos vistas. Mas antes que confesarlo hubiera caído exánime á los pies de su pareja. Ésta vino en su ayuda con gracioso disimulo.
—D. Félix, ya no puedo más. Busque otra pareja porque he trajinado todo el día y mis pobres piernas se están llamando á engaño.
El capitán agradeció la hipocresía y tomándola cariñosamente de la mano, la condujo otra vez al lado de Demetria. Entonces fué cuando acertó á ver entre la muchedumbre la negra silueta de D. Prisco, el cura de la parroquia. Se fué como un cohete hacia él.
—¡Pero estaba usted aquí y no me avisaba! Vamos allá.
—Vamos allá—respondió sordamente el clérigo, que era un hombre de poca menos edad que él, bajo, rechoncho, nariz gorda y ojos saltones.
Y sin decirse otra palabra, ambos se introdujeron en la morada del capitán, subieron á su gabinete, encendieron un gran velón de dos mecheros, cerraron cuidadosamente la puerta, se sentaron á una mesa cubierta con tapete verde y, poniendo sobre él una baraja, anudaron la partida de brisca que hacía ya más de veinte años tenían comenzada. Todo el mundo conocía aquella partida en el valle de Laviana. Antes dejaría el ganado de pacer sobre las verdes pradreras de Entralgo, antes las nubes de rodar sobre la cresta de la Peña-Mea que D. Prisco y D. Félix dejasen de ponerse el uno frente al otro con las cartas en la mano. No era, sin embargo, la avaricia lo que les empujaba, aunque ambos pecasen un poco por este lado. La cantidad que se cruzaba era insignificante: al cabo de unas cuantas horas las ganancias ó las pérdidas sumaban cuatro ó cinco pesetas. Pero ambos presumían de consumados jugadores y lo eran en efecto. Las fuerzas se hallaban tan equilibradas que si el militar ganaba un día era casi seguro que al siguiente el clérigo llevaría la ventaja. Tal igualdad en la destreza les desesperaba, les enardecía, constituía el verdadero incentivo de su incesante pelear.
Mientras