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Cantalicio Ramírez del Valle vestía en aquel momento su gran uniforme de teniente coronel de la Guardia Real. Es hora ya de decir que el capitán de Entralgo no era capitán. Aquellos sencillos campesinos le apellidaban así porque después de general no había para ellos otra categoría más elevada en el ejército. Ramírez del Valle se había batido como cadete durante la guerra de la Independencia, había caído prisionero; lo trasladaron á Francia; se fugó; ascendió á oficial; sirvió después en la Guardia Real, y á la muerte de Fernando VII y estallar la guerra civil, cuando iba á ser ascendido á coronel, tuvo el capricho de pedir la licencia absoluta. No había cumplido cuarenta años ni representaba más de treinta. ¿Por qué había adoptado semejante determinación? La repugnancia á tomar parte en una lucha fratricida, decía él: el amor entrañable á la tierra y la inclinación á la vida del campo, decía todo el mundo. D. Félix no tenía de militar más que la bravura. Exacto, metódico, económico, aborreciendo las bromas y francachelas de sus compañeros, siempre había hecho entre ellos papel poco airoso. Una vez retirado, se casó con una señorita de Oviedo deuda suya. Murió ésta tres años después, de afección pulmonar, dejándole un niño y una niña. Consagrado á ellos y ahorrando y adquiriendo cuanta tierra podía, vivió sin salir de Entralgo más que tal vez á Oviedo ó León para vigilar la venta de su ganado. Poco más de dos años hacía experimentó el inmenso dolor de ver morir tísico también como la madre á su hijo Gregorio, de edad de diez y ocho años. Era un joven de fisonomía agraciada y claro talento, estudioso, simpático, á quien todo el paisanaje adoraba. Falleció en Oviedo, donde estudiaba la carrera de leyes. Su hija María, que contaba á esta fecha la misma edad, no congeniaba con él. Aborrecía lo que D. Félix amaba, esto es, el campo, el trato de los paisanos, los placeres y los alimentos rústicos; amaba lo que él aborrecía; á saber, la vida de ciudad, el boato, la etiqueta. Por esta razón y por lo endeble y vacilante de su salud pasaba sólo cortas temporadas en Entralgo. La mayor parte del año vivía en Oviedo en compañía de unas tías solteronas hermanas de su madre, cuyo carácter se compadecía á maravilla con el suyo. Pagadas de su linaje, austeras, inflexibles en la etiqueta, con la cabeza atestada de rancias preocupaciones, las dos señoritas de Moscoso habían procurado infundir en la hija de D. Félix sus manías y sus humos aristocráticos y lo habían logrado á la perfección. El capitán unas veces se burlaba de sus cuñadas y de su hija, otras se enfurecía contra ellas. De todos modos, para evitar choques, procuraba estar el menor tiempo posible en su compañía.

      —Tu conducta, primo, me hace recordar la del emperador Diocleciano. Después de abdicar voluntariamente la corona del Universo en Maximiano, se retiró tranquilamente á su fundo de Salona y se entregó al cultivo de árboles y plantas. Cuando de nuevo vinieron á rogarle que empuñase el cetro respondió sonriendo: «No hablemos de eso. ¡Si hubieras visto las lechugas que produjo mi huerto este año!»... Mas yo no soy de tu temperamento. Tú eres dado á los goces campestres, te recreas con pastores, ganados, danzas rústicas, zampoñas y labores agrícolas: yo gusto más de los placeres que proporcionan las artes imitadoras, el trato de las personas cultas y estimables, la carátula, los paseos formados por el arte, las bibliotecas y los jardines.

      Estas palabras profirió el Sr. de las Matas de Arbín, dejando, como siempre, asombrados y confusos á sus oyentes, que casi nunca medían el alcance de su discurso, concertado y elegante.

      «Mi primo César es un pozo de ciencia», solía decir el capitán. Y en efecto, lo era; no hay que dudarlo. Para cerciorarse de ello no hay más que echar una ojeada á su folleto titulado Nuevas luces acerca de las causas generadoras de la guerra del Peloponeso, impreso en los tórculos de Oviedo hacía ya bastantes años. No eran muchos, desgraciadamente, los que lo habían leído por completo. La edición casi entera yacía debajo de tres dedos de polvo en el desván de un canónigo grande amigo y admirador de D. César. En cambio, pocos eran los mozalbetes de la capital que no supiesen de memoria algún párrafo del célebre folleto, no para admirar su entonación severa y su lenguaje profético, sino para tornarlos en irrisión. ¡Á tal punto de vituperable impudencia y frivolidad había llegado la juventud asturiana!

      Martinán el tabernero no se daba por vencido. Jamás había llegado el caso. Su espíritu era fértil como ninguno de la parroquia en argumentos. La dialéctica poderosa de que hacía gala le colocaba á gran altura sobre los paisanos, aunque no todos le reconocían de buen grado esta eminente cualidad. Iba á tomar la palabra y rebatir con intrincada y feliz argumentación las ideas de D. Félix; pero en aquel instante por el camino cortado en la colina que domina la iglesia aparecieron Nolo de la Braña y su primo Jacinto de Fresnedo.

      —Ahí está el hijo del tío Pacho de la Braña—dijo un vecino.—Esta noche los de Lorío metieron en casa á nuestros rapaces, pero no llegaron á la suya riendo. Nolo y los de Fresnedo los alcanzaron cerca de la peña de Sobeyana y les calentaron bien las espaldas.

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